Sobre
aquella vetusta casona, majestuosa y elegante, se tejían toda clase de
conjeturas y según comentaban los vecinos, estaba embrujada. Cosas muy extrañas
sucedían allí, en especial cuando se acercaban las fiestas patronales del
pueblo. Se decía que, las almas de antiguos moradores deambulaban por toda la
casa al comenzar la tarde, como invitados a la hora del café. Y al anochecer,
cuando las luciérnagas resplandecientes empezaban su danza luminosa y
cantarina, se les oía conversar y hasta discutir entre ellos.
¡A estos fantasmas no le gustan las visitas, y menos de familiares!
—comentaba Servando, el viejo jardinero de cabellos nevados, con su voz tosca y
la piel curtida por el sol.
Mi
familia vivía a solo dos casas por medio, y mi alma de niña no entendía lo que
allí acontecía, pero cada vez que salía con mi madre o con alguna empleada de
la casa al mercado caminábamos en la acera de enfrente muy rápido y me decían:
“Beatriz, no voltees, ni mires esa casa".
Rosa,
una de nuestras empleadas más antiguas, comentaba con su voz aplomada y una
seguridad sin lugar a dudas…
¡Esa mansión está embrujada, no entiendo como todavía alguien viva o
pueda trabajar ahí! —"¡A mí, ni que me ofrezcan monedas de oro, estaría
allí ni un minuto!"
Se
decía que los fantasmas se encontraban en todas partes, en las amplias alcobas,
en la sala, la cocina y corredores donde más de una empleada los había visto y
procuraban estar siempre acompañadas unas de otras. Al amanecer, cuando el sol
desplegaba sus caricias ardientes, volvía el sosiego y la tranquilidad a los
habitantes de la mansión. Las lenguas viperinas y los comentarios maliciosos
que nunca faltaban hacían toda clase de suposiciones sobre este delicado
asunto. Se comentaba que el alma de un coronel, su esposa e hija que habían
sido sus propietarios en los tiempos de la colonia, eran quienes trataban de
hacerles bromas a los aterrados criados y a todo el que estuviese en la casa al
comenzar el atardecer. Podían aparecer en cualquier época del año, pero cuando
se acercaba la fiesta de Santa Inés, patrona del pueblo, era el momento
propicio para hacer de las suyas. Algo misterioso y que no tenía ninguna
explicación lógica era el penetrante y casi insoportable olor a jazmines en la
casona y los alrededores. Era la señal inequívoca que ese día aparecerían los
indeseables visitantes.
Eusebio,
el dueño de la farmacia, afirmaba sin lugar a dudas:
—“Mi abuela nos contaba, que ese coronel, incumplió una promesa a Santa
Inés, y en castigo lo dejaron para siempre a él y a su familia en la Tierra.
—dicen que le prometió la construcción de una nueva iglesia, la cual fue
posponiendo por años hasta que la muerte lo sorprendió una mañana primaveral,
bañándose en el río. Ese coronel, que según se apellidaba Figueroa, era muy
malo y tacaño y, por eso, Dios y la santa lo castigaron”.
Yo,
a mis nueve años, no entendía mucho eso de los castigos, pero me parecía
injusto que por una promesa que no cumplió el dichoso coronel, su esposa e hija
también fuesen fantasmas.
Sucedió
un día que Santiago, el nieto menor de los dueños de la casona, se le ocurrió
ir a pasar sus vacaciones de verano con sus abuelos maternos, Doña Aurora y Don
Miguel, quienes decían que nunca habían visto ni sentido nada anormal en su
casa, y alegaban que eran “puras habladurías” de gente sin oficio. Era
Santiago, un joven de diecisiete años, alto, de cabellos castaños y ojos
ambarinos, que vivía y estudiaba en la capital. Su padre, un eminente profesor
universitario, trató de disuadirlo animándolo a que fuese a otro lugar durante
ese mes de vacaciones. Le contó que, siendo novio de Matildita, la madre de
Santiago e hija de Aurora y Miguel, había tenido una experiencia nada agradable
cuando esta lo invitó a conocer a sus padres. Durante la semana que duró su
estadía en la casona, no pudo dormir una noche completa, debido a las
constantes discusiones que, en medio de la tranquilidad de la madrugada, se
escuchaba por los pasillos. Y a la intensidad del olor a jazmines, que
impregnaba las habitaciones, y se le pegaba a las sábanas y a la
ropa. Santiago, se reía para sus adentros, y mirando perplejo a su padre
le decía:
—Me niego a creer, papá, que tú, un profesor universitario, les dé
importancia a esos cuentos de camino”.
A
estas alturas, Santiago demasiado intrigado, y desoyendo los consejos de su
padre, se alistó para visitar tan famosa casona de la cual todos en la familia
tenían alguna anécdota que contar. Y cómo desde los doce años no veía a sus
abuelos, planificó su viaje con gran ilusión y hasta con cierta curiosidad.
Contaba la casona con cinco empleadas, las que atendían la cocina, la limpieza
de aposentos y salones hasta las que hacían el mercado, más Servando, el viejo
jardinero, reliquia eterna de la casona, que vivía allí desde niño, cuando los
padres de Aurora se hicieron cargo de él al quedar huérfano y desamparado. Doña
Aurora y Don Miguel, descendientes de antiguos terratenientes, vivían solos
acompañados de la servidumbre. Sus cinco hijos habían dejado hacía tiempo el
hogar familiar, y cada quien tomó su propio rumbo. Les gustaba rodearse de
personas que los sirvieran, siguiendo la tradición de sus antepasados, de
recibir numerosas visitas, para lo cual era necesario mantener una casa cómoda
y adecuada porque de ninguna manera permitían que nadie de su familia y amigos
se alojaran en un hotel. Se podían dar ese lujo, ya que eran personas
adineradas, “ricos de cuna”
como decían en el pueblo. Santiago solo hizo pisar la dichosa mansión cuando se
ganó de inmediato la confianza de las empleadas, quienes lo miraban embobadas,
felices de tener un joven tan apuesto y cariñoso, que les jugaba toda clase de
bromas y que las trataba de “tú” sin tantos formalismos innecesarios, como decía
el propio Santiago, que tenía ideas socialistas. Al llegar se aprendió los
nombres de las chicas del servicio, y solo el viejo Servando, el jardinero, lo
miraba con cierta desconfianza, pensando que un joven de su estatus no era bien
visto tratando con tanta familiaridad a la servidumbre. A Santiago le fascinó
de inmediato todas esas historias de espantos y aparecidos y le resultaba
risible que a estas alturas del siglo XXI todavía hubiese personas ingenuas que creyesen en esos cuentos
y leyendas. Sucedió que una tarde, aburrido como estaba en aquel caserón, se le
ocurrió de repente jugarle una broma pesada a Irania, la más joven de las
empleadas, quien era la encargada de cambiar las sábanas, arreglar y limpiar
los cuartos. Desde muy temprano les anunció a sus abuelos y a la servidumbre
que iría al centro del pueblo para realizar unas compras y diligencias
personales y, regresaría a las cuatro de la tarde. Le hizo hincapié a Irania
que le limpiara el cuarto antes que llegara porque a esa hora haría una siesta
corta. A las dos de la tarde se despidió de sus abuelos en voz alta para que
todos lo escucharan. Era el momento de descanso de las empleadas y ellas se
reunían en la amplia biblioteca, donde un televisor inmenso hacía más
placentero esas horas de reposo y café. Dando la vuelta alrededor de la
casa, Santiago se deslizó con cautela por un pequeño portón en la parte de
atrás de la vivienda. Este lo usaba el servicio, para salir a colocar la basura
y una que otra se escabullía, sin que los dueños se diesen cuenta, a
chismorrear con las empleadas vecinas. Sin que nadie lo viera, entró al
corredor y fue directo a su cuarto. Allí esperaría a Irania para asustarla
y a ver si se le quitaba de una vez por toda esa manía de decir que en esa casa
había aparecidos. Decidió esconderse detrás de una cortina, y a las tres en
punto, que era la hora del aseo vespertino, Santiago la escuchó que venía por
el amplio corredor con los aperos de la limpieza. Hizo un esfuerzo para no
soltar la risa cuando Irania entró al cuarto. La oyó abrir una gaveta de la cómoda,
hojear las páginas de un libro y su respiración entrecortada. Pasaban los
minutos, y le extrañó no sentirla limpiando ni cantando, ya que los sonidos y
cánticos alejaban a los fantasmas, como ella siempre decía. Ya Santiago
quería a salir de su escondite y gritar con todas sus fuerzas –¡Espanto! Pero
un sonido lo detuvo. Con mucho cuidado entreabrió un poquito la cortina y entre
la penumbra del cuarto la vio que se dirigía hacia él. Ya sin poder contener la
risa, decidió descorrer la cortina en el preciso instante que ella estaba parada
enfrente. Se imaginaba los gritos de Irania, toda asustada y llorosa. ¡Y ahí
estaría él dispuesto a calmarla y consolarla! Lo que sucedió después fueron
conjeturas y habladurías tanto del servicio como de las personas del pueblo.
Nadie hasta el día de hoy supo explicar con certeza qué le pasó a Santiago.
Salió despavorido de la habitación, como “alma que lleva el diablo”.
Irania solo recordaba que cuando se disponía a entrar al cuarto, sintió un
empujón y unos gritos aterradores. Era el joven Santiago. —¡Pero! ¿¡Que, hacía
allí, si él dijo que iría al pueblo!?... Irania entró al cuarto y no vio nada
fuera de lugar… Solo un intenso olor a jazmines se sentía en la
habitación.
Nancy
Aguilar Quintero