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domingo, 26 de febrero de 2023

PLAN FALLIDO

 


Alina se despojó del disfraz de Gatúbela, entallado a su cuerpo. Impotente, con los ojos anegados de lágrimas y tristeza, recordó su plan de conquista, que pensaba poner en práctica en la fiesta de carnaval del Gym. ¡Este no había surtido efecto! Julián, su amor platónico, solo tenía ojos para Nadia, a quién todos consideraban tan poquita cosa, regordeta, pelo corto y "feíta". ¡Pero así es Cupido! Su flecha va dirigida a cualquier desprevenido y no se detiene hasta conseguir su objetivo: ver sangrar el corazón. Alina recordó el refrán de su abuela, cuando le decía: “la suerte de la fea, la bonita la desea”.

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 13, Edición Especial de marzo 2017 #carnavales de cuento

martes, 14 de febrero de 2023

DECLARACION INUSUAL



El taxista frenó delante de una gigantesca y desvencijada verja con grandes letras arriba que indicaba el lugar, pero debido al óxido y falta de mantenimiento apenas se podía leer.  Me dijo que su servicio era hasta allí, que el camino hacia adentro estaba en muy mal estado y que el carro se le llenaría de arena, o sea en otras palabras, me tocaba ir a pie. La entrada con hierbas silvestres y matorrales se veía tétrica y nada alentadora para caminar con estas sandalias altas.  Sentí con asco y desazón unos granitos de arena molestándome en los pies. No tuve tiempo de cambiarme las sandalias por unos tenis ya que me fui directo del trabajo al cementerio y me apenaba no haber podido asistir a la funeraria y acompañar a mi amiga Oriana en este doloroso momento del fallecimiento de su abuelita, quién se hizo cargo de ella desde pequeña.  Saqué el móvil del bolso para llamar a alguno de nuestros amigos en común que me orientara dónde estaban y apareció el número de Abel.  Me dijo que no me moviera de la entrada que él iría a buscarme.  No pasaron ni tres minutos cuando lo vi frente a mí.

¡Uff...que velocidad!, -me dije para mis adentros.

Me dio un beso en la mejilla a modo de saludo y nos internamos entre tumbas descuidadas y flores marchitas. Era otoño y los árboles sin hojas le daban un aspecto fantasmal al lugar. 

"–Sabes Elena –me dijo en el trayecto, apenas con un susurro y voz temblorosa, –hace tiempo tengo atragantado algo importante que quiero decirte"

“¿Decirme algo a mí?  –pero si me ve casi todos los días en el gimnasio, por qué escoger precisamente hoy y este lugar para decirme algo”. Es que su timidez rayaba en lo inconcebible. 

–¿Y qué será? –¿No te das cuenta dónde estamos?

 

"–Si Elena, me doy cuenta que no es el lugar ni el momento apropiado?, –pero es que siempre estás acompañada".  

–No siempre...–balbucee.

–Bueno, casi siempre. Bueno...desde hace tiempo quiero conversar algo, ...bueno, que para mí es importante, y no había encontrado el momento propicio. 

“¡Bueno, bueno, bueno!, –¿Es que no sabía decir otra cosa?” 

Abel temblaba y su voz era entrecortada. 

Elena sintió un poco de lástima por él y casi suelta una carcajada. Pero recordó dónde estaban y sólo respondió: 

–¿Y éste sí es el momento propicio?  –¿Aja, y qué es eso tan importante? Dilo porque ya casi estábamos llegando. 

 A lo lejos se veían varias personas vestidas de negro, rodeando a Oriana y al sacerdote rezando una oración por la difunta.  

Bueno...en verdad”, –dijo Abel, todo nervioso, tartamudeando, y sacando una servilleta de papel del bolsillo de su chaqueta, comenzó a secarse el sudor de la frente. No sé si sería la brisa que arreciaba o el olor a flores marchitas, pero el nerviosismo de Abel era evidente y casi temblaba. 

–Mejor te lo digo después, en un lugar menos triste y más apropiado. Mañana en el gimnasio hablamos...–acotó, sintiendo que todos lo miraban.

Perfecto, –pero no te tardes tanto. "No dejes para mañana lo que puedes decir hoy"...le guiñé un ojo y con una sonrisa pícara me alejé de él.

Me acerqué a Oriana, la abracé emocionada y le di el pésame. 

–¿Qué te estaba diciendo el tonto de Abel? –me preguntó al oído.

 

Chica, –¿Por qué le dices tonto? a mí me parece muy tierno...-creo que me quería declarar su amor –le susurré. 

"¿Hoy? ...–¡Aquí!, –¿En el funeral de mi abuela?"

–Baja la voz que te va a escuchar. –Ojalá sea eso lo que me vaya a decir. Él siempre me ha gustado...–lo malo es que es tan tímido.

"–¿Tímido? tonto de remate y aparte desubicado”. –los ojos verdes de Oriana relampagueaban.  

Noté un dejo de envidia en su voz.

–Dejémoslo en paz, –ya habrá tiempo de decirme eso tan urgente, –ven, acompáñame a darle el pésame a tus primos, pero tómame del brazo, estos tacones me están matando. 

Nancy Aguilar Quintero 

Santiago de Chile, octubre 2020

 

martes, 7 de febrero de 2023

VISITANTES INDESEADOS

 



Sobre aquella vetusta casona, majestuosa y elegante, se tejían toda clase de conjeturas y según comentaban los vecinos, estaba embrujada. Cosas muy extrañas sucedían allí, en especial cuando se acercaban las fiestas patronales del pueblo. Se decía que, las almas de antiguos moradores deambulaban por toda la casa al comenzar la tarde, como invitados a la hora del café. Y al anochecer, cuando las luciérnagas resplandecientes empezaban su danza luminosa y cantarina, se les oía conversar y hasta discutir entre ellos.

¡A estos fantasmas no le gustan las visitas, y menos de familiares! —comentaba Servando, el viejo jardinero de cabellos nevados, con su voz tosca y la piel curtida por el sol.

Mi familia vivía a solo dos casas por medio, y mi alma de niña no entendía lo que allí acontecía, pero cada vez que salía con mi madre o con alguna empleada de la casa al mercado caminábamos en la acera de enfrente muy rápido y me decían:

“Beatriz, no voltees, ni mires esa casa".

Rosa, una de nuestras empleadas más antiguas, comentaba con su voz aplomada y una seguridad sin lugar a dudas…

¡Esa mansión está embrujada, no entiendo como todavía alguien viva o pueda trabajar ahí! —"¡A mí, ni que me ofrezcan monedas de oro, estaría allí ni un minuto!"

Se decía que los fantasmas se encontraban en todas partes, en las amplias alcobas, en la sala, la cocina y corredores donde más de una empleada los había visto y procuraban estar siempre acompañadas unas de otras. Al amanecer, cuando el sol desplegaba sus caricias ardientes, volvía el sosiego y la tranquilidad a los habitantes de la mansión. Las lenguas viperinas y los comentarios maliciosos que nunca faltaban hacían toda clase de suposiciones sobre este delicado asunto. Se comentaba que el alma de un coronel, su esposa e hija que habían sido sus propietarios en los tiempos de la colonia, eran quienes trataban de hacerles bromas a los aterrados criados y a todo el que estuviese en la casa al comenzar el atardecer. Podían aparecer en cualquier época del año, pero cuando se acercaba la fiesta de Santa Inés, patrona del pueblo, era el momento propicio para hacer de las suyas. Algo misterioso y que no tenía ninguna explicación lógica era el penetrante y casi insoportable olor a jazmines en la casona y los alrededores. Era la señal inequívoca que ese día aparecerían los indeseables visitantes.

Eusebio, el dueño de la farmacia, afirmaba sin lugar a dudas:

—“Mi abuela nos contaba, que ese coronel, incumplió una promesa a Santa Inés, y en castigo lo dejaron para siempre a él y a su familia en la Tierra. —dicen que le prometió la construcción de una nueva iglesia, la cual fue posponiendo por años hasta que la muerte lo sorprendió una mañana primaveral, bañándose en el río. Ese coronel, que según se apellidaba Figueroa, era muy malo y tacaño y, por eso, Dios y la santa lo castigaron”.

Yo, a mis nueve años, no entendía mucho eso de los castigos, pero me parecía injusto que por una promesa que no cumplió el dichoso coronel, su esposa e hija también fuesen fantasmas.

Sucedió un día que Santiago, el nieto menor de los dueños de la casona, se le ocurrió ir a pasar sus vacaciones de verano con sus abuelos maternos, Doña Aurora y Don Miguel, quienes decían que nunca habían visto ni sentido nada anormal en su casa, y alegaban que eran “puras habladurías” de gente sin oficio. Era Santiago, un joven de diecisiete años, alto, de cabellos castaños y ojos ambarinos, que vivía y estudiaba en la capital. Su padre, un eminente profesor universitario, trató de disuadirlo animándolo a que fuese a otro lugar durante ese mes de vacaciones. Le contó que, siendo novio de Matildita, la madre de Santiago e hija de Aurora y Miguel, había tenido una experiencia nada agradable cuando esta lo invitó a conocer a sus padres. Durante la semana que duró su estadía en la casona, no pudo dormir una noche completa, debido a las constantes discusiones que, en medio de la tranquilidad de la madrugada, se escuchaba por los pasillos. Y a la intensidad del olor a jazmines, que impregnaba las habitaciones, y se le pegaba a las sábanas y a la ropa. Santiago, se reía para sus adentros, y mirando perplejo a su padre le decía:

—Me niego a creer, papá, que tú, un profesor universitario, les dé importancia a esos cuentos de camino”.  

A estas alturas, Santiago demasiado intrigado, y desoyendo los consejos de su padre, se alistó para visitar tan famosa casona de la cual todos en la familia tenían alguna anécdota que contar. Y cómo desde los doce años no veía a sus abuelos, planificó su viaje con gran ilusión y hasta con cierta curiosidad. Contaba la casona con cinco empleadas, las que atendían la cocina, la limpieza de aposentos y salones hasta las que hacían el mercado, más Servando, el viejo jardinero, reliquia eterna de la casona, que vivía allí desde niño, cuando los padres de Aurora se hicieron cargo de él al quedar huérfano y desamparado. Doña Aurora y Don Miguel, descendientes de antiguos terratenientes, vivían solos acompañados de la servidumbre. Sus cinco hijos habían dejado hacía tiempo el hogar familiar, y cada quien tomó su propio rumbo. Les gustaba rodearse de personas que los sirvieran, siguiendo la tradición de sus antepasados, de recibir numerosas visitas, para lo cual era necesario mantener una casa cómoda y adecuada porque de ninguna manera permitían que nadie de su familia y amigos se alojaran en un hotel. Se podían dar ese lujo, ya que eran personas adineradas, “ricos de cuna” como decían en el pueblo. Santiago solo hizo pisar la dichosa mansión cuando se ganó de inmediato la confianza de las empleadas, quienes lo miraban embobadas, felices de tener un joven tan apuesto y cariñoso, que les jugaba toda clase de bromas y que las trataba de “tú” sin tantos formalismos innecesarios, como decía el propio Santiago, que tenía ideas socialistas. Al llegar se aprendió los nombres de las chicas del servicio, y solo el viejo Servando, el jardinero, lo miraba con cierta desconfianza, pensando que un joven de su estatus no era bien visto tratando con tanta familiaridad a la servidumbre. A Santiago le fascinó de inmediato todas esas historias de espantos y aparecidos y le resultaba risible que a estas alturas del siglo XXI todavía hubiese   personas ingenuas que creyesen en esos cuentos y leyendas. Sucedió que una tarde, aburrido como estaba en aquel caserón, se le ocurrió de repente jugarle una broma pesada a Irania, la más joven de las empleadas, quien era la encargada de cambiar las sábanas, arreglar y limpiar los cuartos. Desde muy temprano les anunció a sus abuelos y a la servidumbre que iría al centro del pueblo para realizar unas compras y diligencias personales y, regresaría a las cuatro de la tarde. Le hizo hincapié a Irania que le limpiara el cuarto antes que llegara porque a esa hora haría una siesta corta. A las dos de la tarde se despidió de sus abuelos en voz alta para que todos lo escucharan. Era el momento de descanso de las empleadas y ellas se reunían en la amplia biblioteca, donde un televisor inmenso hacía más placentero esas horas de reposo y café. Dando la vuelta alrededor de la casa, Santiago se deslizó con cautela por un pequeño portón en la parte de atrás de la vivienda. Este lo usaba el servicio, para salir a colocar la basura y una que otra se escabullía, sin que los dueños se diesen cuenta, a chismorrear con las empleadas vecinas. Sin que nadie lo viera, entró al corredor y fue directo a su cuarto. Allí esperaría a Irania para asustarla y a ver si se le quitaba de una vez por toda esa manía de decir que en esa casa había aparecidos. Decidió esconderse detrás de una cortina, y a las tres en punto, que era la hora del aseo vespertino, Santiago la escuchó que venía por el amplio corredor con los aperos de la limpieza. Hizo un esfuerzo para no soltar la risa cuando Irania entró al cuarto. La oyó abrir una gaveta de la cómoda, hojear las páginas de un libro y su respiración entrecortada. Pasaban los minutos, y le extrañó no sentirla limpiando ni cantando, ya que los sonidos y cánticos alejaban a los fantasmas, como ella siempre decía.  Ya Santiago quería a salir de su escondite y gritar con todas sus fuerzas –¡Espanto! Pero un sonido lo detuvo. Con mucho cuidado entreabrió un poquito la cortina y entre la penumbra del cuarto la vio que se dirigía hacia él. Ya sin poder contener la risa, decidió descorrer la cortina en el preciso instante que ella estaba parada enfrente. Se imaginaba los gritos de Irania, toda asustada y llorosa. ¡Y ahí estaría él dispuesto a calmarla y consolarla! Lo que sucedió después fueron conjeturas y habladurías tanto del servicio como de las personas del pueblo. Nadie hasta el día de hoy supo explicar con certeza qué le pasó a Santiago. Salió despavorido de la habitación, como “alma que lleva el diablo”. Irania solo recordaba que cuando se disponía a entrar al cuarto, sintió un empujón y unos gritos aterradores. Era el joven Santiago. —¡Pero! ¿¡Que, hacía allí, si él dijo que iría al pueblo!?... Irania entró al cuarto y no vio nada fuera de lugar… Solo un intenso olor a jazmines se sentía en la habitación. 

 

Nancy Aguilar Quintero




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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