Anselmo, cada mañana daba los buenos días al mal
encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre
el maleducado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba
más, debido quizá a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las
vicisitudes y desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba
por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El
dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte
años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las
necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de
la señora. Cómo soñaba Anselmo ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran
“don”, y su madre que se lo recordaba a diario:
—Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué,
allí no eres nadie, ni siquiera te respetan.
En esos momentos, desearía retorcerle el cuello, pero
se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla!
Esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con
toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y
amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía: “qué de
malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero
muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento, entre la invisibilidad de
sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco. Sus únicos momentos de
felicidad y alegría eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la
ferretería, e imaginaba que ella le regresaba la mirada con arrobamiento y le sonreía.
Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, como para todos los otros empleados,
él simplemente no existía, él solamente era “el
señor que hace los mandados”, ni siquiera le decían su nombre. Y Anselmo,
escuálido y tristón caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo
separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés, ni siquiera le
daba para los pasajes en el autobús. En
el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios, a quien tanto su madre le
rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano,
el encargado de la ferretería le encomendó, hablar con el gerente del banco, ya
que al parecer el contador encontró algunas irregularidades en la cuenta nómina
del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre,
decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado,
para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se anunció con la
recepcionista y esta al ver el sobre y de dónde provenía, le obsequió una
encantadora sonrisa y unos buenos días sonoros, como hacía mucho tiempo no
escuchaba:
─¿Desea un café, don Anselmo?
Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó:
“¿Es a mí a quién se[dirige esta encantadora señorita?”.
—Don Anselmo, —repitió la señorita— ¿desea un café?
—Sí, sí, si es su gusto…
Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso,
cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte
apretón de manos, como desde hace tiempo tampoco nadie lo saludaba.
—Pase, pase, don Anselmo; es un placer tenerlo aquí en
nuestro banco. Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente, que hemos
tenido.
Después de una breve llamada, el señor elegante, que
debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos:
—Ya está todo resuelto, dígale a don Andrés que todo
está solucionado y nos disculpe el inconveniente.
Anselmo salió con una amplia sonrisa sintiéndose tan
feliz y pleno. Al salir del banco sintió el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical
eso de… don Anselmo.
Nancy Aguilar Quintero
Santiago de Chile
Publicado en la Antología
Literaria Digital El Narratorio N° 46, diciembre 2019