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miércoles, 31 de marzo de 2021

EL SEÑOR DE LOS MANDADOS

 



Anselmo, cada mañana daba los buenos días al mal encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre el maleducado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba más, debido quizá a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las vicisitudes y desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de la señora. Cómo soñaba Anselmo ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran “don”, y su madre que se lo recordaba a diario:

—Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué, allí no eres nadie, ni siquiera te respetan.

En esos momentos, desearía retorcerle el cuello, pero se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla! Esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía: “qué de malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento, entre la invisibilidad de sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco. Sus únicos momentos de felicidad y alegría eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la ferretería, e imaginaba que ella le regresaba la mirada con arrobamiento y le sonreía. Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, como para todos los otros empleados, él simplemente no existía, él solamente era “el señor que hace los mandados”, ni siquiera le decían su nombre. Y Anselmo, escuálido y tristón caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés, ni siquiera le daba para los pasajes en el autobús.  En el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios, a quien tanto su madre le rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano, el encargado de la ferretería le encomendó, hablar con el gerente del banco, ya que al parecer el contador encontró algunas irregularidades en la cuenta nómina del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre, decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado, para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se anunció con la recepcionista y esta al ver el sobre y de dónde provenía, le obsequió una encantadora sonrisa y unos buenos días sonoros, como hacía mucho tiempo no escuchaba:

─¿Desea un café, don Anselmo?

Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó: “¿Es a mí a quién se[dirige esta encantadora señorita?”.

—Don Anselmo, —repitió la señorita— ¿desea un café?

—Sí, sí, si es su gusto…

Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso, cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte apretón de manos, como desde hace tiempo tampoco nadie lo saludaba.

—Pase, pase, don Anselmo; es un placer tenerlo aquí en nuestro banco. Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente, que hemos tenido.

Después de una breve llamada, el señor elegante, que debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos:

—Ya está todo resuelto, dígale a don Andrés que todo está solucionado y nos disculpe el inconveniente.

Anselmo salió con una amplia sonrisa sintiéndose tan feliz y pleno. Al salir del banco sintió el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical eso de… don Anselmo.

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile

Publicado en la Antología Literaria Digital El Narratorio N° 46, diciembre 2019

miércoles, 24 de marzo de 2021

AMARGO DESENCANTO

 



A las cuatro y media de la tarde de aquel día caluroso del mes de abril, Adelaida dejó de llorar. En un instante, su vida cambió para siempre y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó su llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando Mauricio, elegante y apuesto joven capitalino apareció en su vida. Como de costumbre, doña Beatriz, su mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, modista fina de amplia clientela, le encargó que comprara en la única quincalla del pueblo, árido y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes. Los necesitaba, para terminar de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él sentado enfrente de la bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento muy lejos de ahí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que regularmente ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron solo un instante, que para ella fue una eternidad. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Una emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba justo al lado de la bodega. Con voz trémula pidió a Misael, el dependiente tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Aún estaba muy nerviosa cuando salió, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy observadora, notó inmediatamente que algo había ocurrido en el trayecto, pero como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de no hacer preguntas. Los días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella mañana, Adelaida continuó con su rutina cotidiana. Se levantaba muy temprano, para ayudar en los quehaceres del hogar, a pesar de que tenían una empleada que se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa disponiendo la compra de alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a la tienda del turco. Disponía de una manera casi artística, las plantas de los materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de regarlas, tarea que solo ella hacía, con la cantidad exacta de agua que cada planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo, Santiago, quien venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de abono químico de un vivero, cuyo anuncio salía en un periódico capitalino. Llegó el domingo, día tan anhelado por los jóvenes del pueblo. Como eran tan pocas las diversiones, las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono, se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con semanas de antelación con colores brillantes y vistosos, ya que existía una sana competencia para ver cuál calle era la más bonita, ya que ese día, el cura, en el sermón, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de estas, recorriendo por ellas la procesión del santo. Adelaida luciría ese domingo un precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su piel. Su primo le trajo de la capital unos hermosos zarcillos, que combinaban perfectamente con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de las tiendas del pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana a la iglesia con su madre y allí estaba él, sentado en el último banco, como escondiéndose de las personas que entraban a la iglesia, la cual estaba plena de aromas a rosas y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le combinaba perfectamente. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Sus ojos color miel, de infinita tristeza, la dejó verdaderamente perturbada. Adelaida se sentó al lado de varias amigas, pero ese día no prestó atención a lo que decía el padre Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea fija: “¿Quién era él?”. “¿De dónde vino?”, y “¿para qué?”. Todas estas interrogantes fueron contestadas muy pronto al terminar la misa. Su gran amiga, Vestalia, le hizo señas para que se acercara. Era su primo Mauricio y había llegado de la capital, donde residía con sus padres, con la misión de comprar un viñedo situado en las afueras del pueblo, encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad. Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se quedaría un tiempo en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como su amiga no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío. La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás para que se fijara en ella, se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí su mamá, doña Beatriz, y era la invitación para el cumpleaños de doña Elba, la madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría con un almuerzo en su hacienda Blancaflor. El ansiado día llegó, sin sospechar Adelaida, que las ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio se desmoronaría como castillo de naipes, y es que ella de personalidad soñadora y romántica nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, doña Elba presentaba a su sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando alguien preguntó qué estudiaba, la señora contestó muy orgullosa:

—¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin habrá un sacerdote en la familia!

 

Nancy Aguilar Quintero

Abril, 2009

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 26

Abril 2018                  

 

 

 

 

INGRATA DESPEDIDA

 



 

Llegó el día tan temido para Amalia. Ya las maletas estaban preparadas y solo era cuestión de horas para la terrible despedida. A las once de la noche se estaría embarcando en el avión que la llevaría tan lejos del lugar donde vivió toda su vida. No había marcha atrás. Era irse con su hija o quedarse sola en aquel caserón familiar donde las vivencias y recuerdos se paseaban de habitación en habitación. Era primavera y hacía un calor sofocante. Se despediría de su casa y sobre todo de su jardín con todas las de la ley. Fue a su cuarto y se puso el vestido celeste que tanto le gustaba a su esposo fallecido el año pasado, se maquilló y arregló su cabello cano, y por último, se colocó el collar de perlas regalo de boda de su madre. Sintió unas ganas inmensas de tomarse un café y con taza en mano se dirigió a su jardín. Su viejo gato Sócrates, de pelaje negro, que dormitaba en el sofá de la sala se desperezó y arqueando su cuerpo la siguió. Sentada en la banca del jardín contempló alrededor tratando de llevarse en su retina las esplendorosas flores multicolores sembradas allí con tanto esmero por ella. Flores blancas, amarillas, rojas, azules que fueron poblando su jardín a través de los años. Tomó su regadera manual y mientras el agua corría por sus pétalos y hojas se fue despidiendo de sus amadas flores una por una, hablándoles y pidiéndoles perdón por abandonarlas. Les explicó que no tenía alternativa, pero lo más triste y sobrecogedor fue la despedida de su hermoso y frondoso manzano, sembrado por las manos juveniles de su difunto esposo, el mismo día que nació su primer hijo.

–¡Ahora los dos crecerán a la par!, –fueron las palabras de su esposo al culminar la tarea.

Lucía tan imponente con sus frutos rojos y brillantes. La tarde iba cayendo, ya el sol estaba por ocultarse y Amalia ensimismada en su mundo interior sintió que la noche oscura se instalaba en su corazón.

 

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, martes 13 de octubre de 2020

Taller de Narrativa: Contando desde la memoria. Patrocinado por Independencia Cultural

 

sábado, 20 de marzo de 2021

AÑORANZA DE UN PASADO

 


Amaya se mira al espejo, y por un instante ve a una persona desconocida para ella. Cabello blanco en las raíces, que ha crecido mucho en este tiempo de confinamiento por la llamada pandemia mundial. Si no fuera por los tintes, parecería una montaña de nieve. Antes salía, caminaba, buscaba a su nieta en el colegio, ahora vive encerrada en el apartamento que comparte con su hija y nieta. Mira su cuello y manos arrugadas, sonríe y piensa en su futuro, “¿cuál será su final?”. Respira hondo, cierra los ojos, medita y trata en lo posible de alejar esos terribles pensamientos. No se siente vieja ni acabada, al contrario, tiene planes, no sé si los llevará a cabo, pero los tiene. Ella dice que la detiene el dinero, “¿o serán sus ideas limitantes sobre él?”. Dicen que soñar no cuesta nada y ella que siempre fue tan soñadora. Recordaba las palabras de su madre, autoritaria cuando le decía:

─Amaya, bájate de esa nube y pon los pies sobre la tierra.

¡Sus planes! Diseñar pulseras y collares de piedras semipreciosas, su huerto de plantas aromáticas y medicinales y publicar sus relatos en un periódico o revista. Trabajó treinta años como profesora de un liceo, crio tres hijos, tan independiente y autónoma y ahora en su edad dorada, que debería estar disfrutando de su jubilación y pensión, su dinero devaluado y pulverizado en un país que no sé cuándo saldrá de la crisis. Dicen que cuando deseamos algo vehemente se nos presenta de la manera más sorprendente. Que el universo nos escuche, ya que somos una parte de él. Amaya lo ha leído tantas veces, lo sabe casi de memoria, pero no logra internalizarlo por completo. Sus pensamientos le hacen bromas, se esconden por momentos, y al rato reaparecen y se burlan de ella. Se siente angustiada, atrapada y atada por quienes la rodean en una casa que no es de ella. Anhela vivir sola, sin ataduras y libre como las mariposas, escuchando el trinar de los pajarillos y el arrullador ronroneo de sus gatos. “¿Habrá un sonido más placentero que ese?”. Yo de verdad no lo creo. Dejar sus seres amados, sus gatos, su país, su casa familiar donde nació, disfrutó su niñez, adolescencia, donde se casó y nacieron sus hijos. Era otra casa, pero el sitio es el mismo. Trata sacarla de la cabeza, pero es un pensamiento constante y recurrente. No quiere molestar ni estorbar a nadie. Quiere su vida de vuelta, su espacio, donde sea libre para decidir sobre todas sus actuaciones. Ir al mercado, comprar y cocinar lo que le apetezca, sin darle explicaciones a nadie. Levantarse y acostarse a la hora que quiera. Qué amarga es a veces la vida del emigrante, pero no todo es negativo. Su nieta está encantada con este país, con sus nuevas amigas del colegio y de las residencias donde viven. Comparten cuarto y por la noche se emociona con las historias que le cuenta de su niñez, de la de mis hijos y de la suya propia. “¡Bendita inocencia!”. Amaya, cavila y piensa mientras toma una taza de café, cómo podrá juntar los pedazos de este rompecabezas, donde las piezas están tan lejanas unas de otras, se fueron perdidas y escondidas en las maletas y no sé si podrá encontrarlas y armarlo otra vez.

       

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, martes 10 de noviembre de 2020

Taller de Narrativa: Contando desde la memoria. Patrocinado por Independencia Cultural

 

 

 

 

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...