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viernes, 24 de noviembre de 2023

LA MUÑECA

 


Clotilde murió una cálida mañana de abril, sin haber exhalado un solo quejido, rígida y autoritaria como fue durante toda su vida. Mariana, su única hija, se sintió más desamparada que nunca. Habían transcurrido catorce años desde aquella tarde calurosa del mes de junio, cuando su madre la llevó a conocer el circo que días antes se había instalado en las afueras del pueblo. Mariana, de apenas seis años, demasiado alta para su edad, recordaba los acontecimientos de aquel día, grabados por siempre en su memoria, como si el tiempo se hubiese detenido en una imagen persistente. Ese día maravilloso y grandioso, su madre le compró su primera muñeca. Era preciosa, con rizos dorados, vestido azul y blanco con zapatos y medias… y que al moverla decía “mamá”. ¡Qué sueños e ilusiones para una niña acostumbrada a la soledad! De pronto, su pequeño mundo triste y limitado a las paredes de su casa se amplió con una nueva esperanza. Su madre, una mujer endurecida por el trabajo y los desencantos de la vida, nunca se había preocupado por esas “nimiedades de los juguetes”, como ella decía, a los cuales consideraba un gasto innecesario. Fue la tarde más feliz de Mariana. Los payasos, los trapecistas, el enorme oso que hacía llorar con sus gruñidos al niño pálido sentado delante de ellas, fueron atracciones secundarias comparadas con la inmensa alegría y satisfacción que sentía al acariciar su muñeca. Al terminar la función, su madre le compró una enorme chupeta roja que Mariana saboreó con verdadera delicia de regreso a su casa.

Vivía Clotilde con su hija y Evarista, una prima lejana que le servía de compañía, y a la vez, la ayudaba con los quehaceres domésticos, en una pequeña casa situada en las afueras del pueblo. La casa estaba pintada de blanco con techos rojos y un hermoso jardín en contorno. Esta casa y una pensión vitalicia que ella cobraba cada fin de mes, fue el único patrimonio que le dejó su marido al morir. Como esta ayuda apenas alcanzaba para subsistir, Clotilde, mujer emprendedora, estableció en su casa una pequeña dulcería que ocupaba casi todo su tiempo y cuyos ingresos le permitían cubrir los gastos del hogar, colegio de la niña y alguno que otro pequeño lujo. Ese contacto amoroso que tienen los padres e hijos, sobre todo en la infancia, no existió nunca entre ellas. Clotilde se levantaba al despuntar el alba para atender su pequeño negocio de dulces, dejando todas las otras labores hogareñas en manos de su prima, incluyendo el cuidado de la pequeña Mariana, que pasaba la mayor parte de la tarde, después de regresar de la escuela, jugando sola en su cuarto. Fue este aislamiento de la madre y el poco compartir con otros niños, lo que forjó la personalidad solitaria y taciturna de Mariana. Recordaba el día que Evarista entró sofocada en su cuarto, la tomó en brazos y corriendo la llevó hasta la puerta para que viera el desfile de payasos, trapecistas, bailarines y animales del circo que había llegado al pueblo unas horas antes. Pasaron los días y la niña esperó con ansiedad, sin atreverse a pedirlo, que su madre la llevara al circo, que ya de antemano la emocionaba. ¡Qué angustia e incertidumbre sentía el alma de la niña esperando el gran momento! Este llegó un sábado cuando Clotilde ordenó a Evarista que la vistiera para llevarla a la función vespertina del circo, que desde tempranas horas un camión con su parlante invitaba a los residentes del pueblo, ya que esa tarde había un descuento de la mitad del precio de la entrada. Fue un día, grandioso para Mariana, su madre por fin le compró una muñeca. Esa noche se durmió más temprano, abrazándola, considerándola su tesoro más preciado. Tuvo sueños anhelados, donde su madre amorosa jugaba con ella. Como sucede en todos los sueños, siempre hay un despertar, que para Mariana se transformó en una pesadilla de la cual no había posibilidades de escape. Su miedo, aunado a la impotencia de no poder protestar ante una madre en exceso rígida e imperiosa, se convirtió en terror al ver la realidad que se presentaba a su alma impúber, sedienta de afecto y cariño. Su muñeca, su tesoro, con la que había jugado tan feliz la tarde anterior, estaba colocada encima de la repisa de su cuarto, inalcanzable, lejana. Acostumbrada a reprimir sus emociones y sentimientos delante de su madre y de cualquier persona mayor, esta vez el dique se rompió fluyendo a caudales. Lloró hasta el atardecer, pero su madre ocupada en los preparativos de los dulces, apenas se dio cuenta de su llanto. La decisión estaba tomada. La muñeca se quedaba en la repisa por órdenes de su madre. Según ella, lucía mejor ahí que en las manos de la niña, ya que esta podría dañarla, ensuciarla y perdería su atractivo. Desconociendo por completo la naturaleza infantil, Clotilde no comprendía que, preciso, el encanto de los juguetes está en las manos de los niños. Los años fueron pasando y Mariana se convirtió en una hermosa joven, que solo tenía contacto con su madre, puesto que le había prohibido todo trato con personas de su edad. Evarista se marchó un día, sin dar ninguna explicación, y solo ellas compartían los momentos de soledad y tristeza. A los veinte años no había tenido novio, ni siquiera amigos y sus perspectivas de la vida terminaban en la puerta de su casa. Cuando su madre enfermó de gravedad, solo el cura del pueblo las visitaba, no porque sintiera afecto por Clotilde, que nunca fue ni siquiera a misa, sino por un alto sentido de la caridad. En su lecho de enferma, le hizo jurar a Mariana que no lloraría ni se lamentaría por su muerte y mucho menos delante de sus vecinos, ejerciendo con ello su control y autoridad sobre la joven hasta después de muerta. El cura Nemesio y algunos vecinos se hicieron cargo de los preparativos del funeral, ya que Mariana, cuando su madre recibió la extremaunción, no volvió a pronunciar palabra. Al regreso del cementerio, algunas vecinas la acompañaron por un rato y luego, una a una, se fueron marchando comentando sobre el incierto futuro de la joven, sin parientes cercanos ni amigos que pudiesen estar con ella en estos aciagos momentos. Estaba sola en el mundo. Su mente no atinaba a pensar ni organizar sus ideas. Se sentía desamparada y con miedo. Cerró puertas y ventanas refugiándose en su dormitorio con la mirada fija, perdida en el techo. Aterrorizada, sin encontrar una vía de escape que la librara de la prisión a la que su madre la mantuvo sometida durante toda su vida. De repente, su memoria se remontó hacia el pasado y los recuerdos comenzaron a fluir en su mente. Se acordó de su muñeca, su tesoro. La puerta cerrada durante tantos años se abrió de pronto de par en par. Mariana se levantó del lecho y comenzó a buscar por toda la casa a su tesoro, su aliciente, su refugio… “¿Dónde la pondría su madre, Dios mío?”

Ella que tenía la manía de guardar tanto las cosas que después no sabía dónde estaban. Los pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza. Recordó cuando su madre guardó el costurero y luego no lo encontró. Ese día fue al colegio con el dobladillo de la falda descosido. Buscó desesperada, registró todos los rincones de la casa, anhelante, transformada por la emoción. ¡Su muñeca! “¿Dónde la guardaría su madre?” Ella sería su salvación, estaba segura de que, al encontrarla, la calma y la felicidad volverían a ella como aquel día remoto, cuando su madre se la compró a la señora gorda, de pelo color azabache, en el bazar del circo. La casa era un caos, en desorden. Sabanas, ropa, zapatos, regados en el piso. Se sentía liberada, como si un gran peso se le hubiera quitado de encima. Total, su madre no estaba para regañarla o llamarle la atención. Después se ocuparía ella de arreglar todo “ya habrá tiempo” –pensó. De pronto, ¡Sorpresa, qué felicidad! Escondida en la parte más alta del armario, detrás de unas sábanas, estaba su muñeca—¡Su preciosa muñeca! Llorando de emoción, con una alegría casi febril la abrazó y besó por largo rato. Se encontraba maltratada, no por el uso, sino por estar guardada tanto tiempo. Un poco despeinada y el vestido azul y blanco lleno de polvo y moho. “¿Qué importancia tenía esto con la inmensa alegría de hallarla?” Ya se ocuparía de peinarla y hacerle muchos vestidos, con telas muy brillantes y coloridas. Sería la muñeca más linda, despertaría la envidia de las niñas del pueblo, las cuales desearían jugar con ella. Para Mariana, en un instante, todas las otras cosas ocuparon en su mente un lugar secundario. Lo más importante en ese momento era la recuperación de su tesoro, su linda muñeca y que ahora nadie se la podría quitar. Estaba dispuesta a luchar, a defenderla, si había alguien con la idea de separarla de ella. A los tres días, los vecinos alarmados llamaron al padre Nemecio, para informarle que les parecía muy extraño que la joven no hubiese salido de la casa y tenía puertas y ventanas cerradas. El sacerdote solicitó una orden judicial para poder entrar. Adentro todo estaba fuera de sitio. Lo que encontraron los dejó pasmados, boquiabiertos, y una que otra vecina enjugó una lágrima. Mariana, la dócil, la que nunca protestó por nada, los miraba aterrorizada, sentada en el piso de su dormitorio, despeinada y en pijamas; asustada y con los ojos desorbitados abrazando a su muñeca, dispuesta, ahora sí, a defender su tesoro hasta la muerte.

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 6 de agosto de 2016

 

viernes, 29 de septiembre de 2023

RENACER



Cada año, cuando llega la primavera, siento que algo cambia en mí. No solo es el clima, que se vuelve más cálido y agradable, sino también mi ánimo, que se llena de esperanza y alegría. Me gusta ver cómo las flores brotan de la tierra, los pájaros cantan en las ramas, el sol ilumina el cielo. Todo parece renacer, y yo con ello.

Me gusta salir a caminar por la calle, ir a un parque, a respirar el aire fresco, a sentir la brisa en mi rostro, escuchar ladrar los perros de los vecinos, observar a los gatitos que encuentro a mi paso. Encontrarme con otras personas que también disfrutan de la naturaleza, que sonríen y saludan. Pensar que la vida es un ciclo, que todo tiene su momento, que después del invierno viene la primavera. Soñar con nuevas metas, aprender algo nuevo cada día, leer un libro interesante, escuchar una canción que me emocione. Compartir con mis seres queridos, abrazarlos y decirles lo mucho que los quiero. Agradecer por todo lo que tengo, soy y puedo ser.

Cada año, cuando llega la primavera, me siento renovadas, que soy una persona mejor, más feliz, más plena. Que Dios me da una nueva oportunidad de vivir, de crecer, de ser parte de este mundo, que ofrece tantas maravillas con solo mirar alrededor, agradezco ese renacimiento en mí.

Nancy Aguilar Quintero

Miércoles, 27 de septiembre de 2023

jueves, 21 de septiembre de 2023

VENGANZA

La víspera de su cumpleaños número noventa, Cora olvidó las palabras. Pero estas ya se habían olvidado de ella tiempo atrás, cuando dejaron de aparecer en su mente, y una a una se fueron marchando, creando un vacío en su memoria y pensamiento. Las palabras se habían alejado de su mente, dejándola sin recuerdos ni contacto con su entorno. Cora, resentida, juró vengarse y una tarde decidió guardar las pocas que le quedaban en un baúl y ocultarlo en lo más profundo del armario, para que nadie pudiera hallarlas.

Nancy Aguilar Quintero

 

 

sábado, 16 de septiembre de 2023

INGRATA DESPEDIDA

 


Llegó el día tan temido para Amalia. Ya las maletas estaban preparadas y solo era cuestión de horas para la terrible despedida. A las once de la noche se estaría embarcando en el avión que la llevaría tan lejos del lugar donde vivió toda su vida. No había marcha atrás. Era irse con su hija o quedarse sola en aquel caserón familiar donde las vivencias y recuerdos se paseaban de habitación en habitación. Era primavera y hacía un calor sofocante. Se despediría de su casa y de su hermoso jardín con todas las de la ley. Fue a su cuarto y se puso el vestido celeste que tanto le gustaba a su esposo fallecido el año pasado, se maquilló y arregló su cabello cano, y, por último, se colocó el collar de perlas, regalo de boda de su madre. Sintió unas ganas inmensas de tomarse un café. Lo preparó como le gustaba, tinto y sin azúcar, y con taza en mano se dirigió a su jardín. Su viejo gato Sócrates, de reluciente pelaje negro, que dormitaba en el sofá de la sala, se desperezó y arqueando su cuerpo la siguió. Dentro de una hora llegaría su hermana para llevárselo. Le acaricio el lomo con ternura y también se despidió de él.  Sentada en la banca del jardín, contempló alrededor tratando de llevarse en su retina las esplendorosas flores multicolores sembradas allí con tanto esmero por ella. Flores blancas, amarillas, rojas, azules que fueron poblando su jardín a lo largo de los años. Tomó su regadera manual y mientras el agua corría por sus pétalos y hojas, se fue despidiendo de cada una de ellas, hablándoles y pidiéndoles perdón por abandonarlas. Les explicó que no tenía alternativa, pero lo más triste y sobrecogedor fue la despedida de su hermoso y frondoso manzano, sembrado por las manos juveniles de su difunto esposo, el mismo día que nació su primer hijo.

–¡Ahora los dos crecerán a la par!, –fueron las palabras de él al culminar la tarea.

Se veía tan imponente con sus frutos rojos y brillantes. La tarde iba cayendo, el sol se ocultaba y Amalia, ensimismada en su mundo interior, sintió que la noche oscura se instalaba en su corazón.

 

Nancy Aguilar Quintero

jueves, 7 de septiembre de 2023

DARSE UN GUSTITO



Elisa, por las tardes, veía su serie colombiana favorita, en el inmenso televisor pantalla plana, instalado en la pared de la sala. Después de terminar el almuerzo, despachar a los hijos y lavar los platos era su diversión vespertina, acompañada de su café negro sin azúcar. La había dejado, ya que leyó por ahí que a la larga le produciría diabetes. El sábado pensó hacer algo diferente, quizás un platillo especial, para compartir con sus hijas y su esposo Simón Alberto; pero este salió muy temprano diciendo que tenía trabajo pendiente que entregar el lunes en la mañana y que iría a la oficina a terminarlo. Elisa sospechaba que le ocultaba algo. Compró ropa nueva, cosa inusual en él que solo se surtía en navidad. Y también cambió la colonia que usaba, por una más costosa y de marca. 

– A veces uno tiene que “darse un gustito” para eso se trabaja–le había dicho a Elisa cuando llegó con el estuche de perfume, sonriente y con una pícara sonrisa.

—¿Qué se traerá este entre manos? –se preguntó para sus adentros y continúo viendo su serie.

Elisa, tendría unos cuarenta años, pero aparentaba más, su cabello empezaba a encanecer, y a su piel blanca ya se le notaban ciertas arruguitas en las comisuras de los labios.

–Mamá ponte pilas y arréglate, tú eres muy bonita, mira que por la calle hay muchas “fulanas” intentando pescar un marido… Y mi papá está en la edad del alboroto y puede “levantar algo por ahí”. -le dijo Carmela, la mayor de sus hijas adolescentes, saliendo para reunirse con unas amigas. 

–Muchacha, que es ese lenguaje, es lo que te enseñan en el liceo. Dios te bendiga, y sí, tienes permiso para salir, –dijo Elisa con tono irónico, pensando que en su casa ya todos hacían los que les daba la gana.

Yo lo digo por tu bien, comer un “poquito de avispas” no te hará ningún mal. –dijo Carmela, dando un portazo al salir.

Se estaba quedando dormida en el sofá, quería levantarse a preparar un café, pero hoy la desidia le ganó. Amaba tanto ese sofá, no lo cambiaba ni por su cama matrimonial.

-¿Y si Carmela tenía razón? Ella confiaba demasiado en la fidelidad de Simón Alberto. –¿Tendría una aventura su marido? Hacía meses venía notando actitudes extrañas en su comportamiento, pero con el ajetreo de las tareas hogareñas, no se lo tomó en cuenta. Mientras cumpliera en el hogar, qué más daba, ella también tenía “pensamientos maliciosos” con su galán de la telenovela. Venciendo su pereza, se levantó a prepararse el café y suspiró hondo. 

Elisa comenzó a recordar, los acontecimientos de los últimos meses… ¿Meses? No, ¡Casi un año! ¡Qué bruta había sido! Apenas si tienen intimidad, se acostumbraron el uno al otro, y la vida se les estaba yendo de las manos, el encanto de los primeros años se perdió con la cotidianidad, ya ni se acordaba cuando habían compartido juntos como pareja y familia.

El sonido de la campana del heladero, la sacó de sus negros pensamientos. Bueno, ya habrá tiempo de ocuparse de su marido, por los momentos se comprará un enorme helado de vainilla y fresa, su preferido. Ella también merecía un gustito de vez en cuando. Esta noche, después de la cena, tendrá una conversación muy seria con Simón Alberto, y sin pensarlo dos veces le dio el primer mordisco al cono de helado.

Nancy Aguilar Quintero 

 

 

 

miércoles, 23 de agosto de 2023

EL SEÑOR DE LOS MANDADOS



Anselmo, cada mañana, daba los buenos días al mal encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre, el maleducado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba más. Eso aunado quizá a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las vicisitudes y desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de la señora. Cómo soñaba Anselmo ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran “don”, y su madre, que se lo recordaba a diario:

—Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué, allí no le importas a nadie, ni siquiera te respetan.

En esos momentos, desearía retorcerle el cuello, pero se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla! Esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía: “qué de malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento, entre la invisibilidad de sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco y algún otro mandado que el dueño requiriera. Sus únicos momentos de felicidad y alegría eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la ferretería, e imaginaba que ella le regresaba la mirada con arrobamiento y le sonreía. Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, y todos los otros empleados, él no existía, solo era “el señor que hace los mandados”. '¡Ni siquiera le decían su nombre! Y Anselmo, escuálido y tristón caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés, ni siquiera le daba para los pasajes en el autobús. En el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios, a quien tanto su madre le rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano, el encargado de la ferretería le encomendó, hablar con el gerente del banco, ya que al parecer el contador encontró algunas anomalías en la cuenta nómina del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre, decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado, para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se anunció con la recepcionista y esta al ver el sobre y de dónde provenía, le obsequió una encantadora sonrisa y unos buenos días sonoros, como hacía mucho tiempo no escuchaba:

─¿Desea un café, don Anselmo?

Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó: “¿Es a mí a quién se dirige esta encantadora joven?”.

—Don Anselmo, repitió la señorita—¿desea un café?

—Sí, sí, si es su gusto…

Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso, cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte apretón de manos, como desde hace tiempo tampoco nadie lo saludaba.

—Pase, pase, don Anselmo; es un placer tenerlo aquí en nuestro banco. –Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente.

Después de una breve llamada, el señor elegante, que debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos:

—Ya está todo resuelto, –dígale a don Andrés que ya hemos solucionado, y nos disculpe el inconveniente.

Anselmo esbozó una amplia sonrisa, sintiéndose tan feliz y pleno. Al salir del banco escuchó el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical eso de… don Anselmo.

Nancy Aguilar Quintero

miércoles, 16 de agosto de 2023

LUNA ENAMORADA

 




Yo le pregunté a la luna

que si estaba enamorada.

Ella me guiñó los ojos

y se escondió muy turbada.

 

Turbadísima,

y quizás muy apenada,

tardó un instante en salir,

se había lavado la cara.

 

Estaba resplandeciente,

hermosa y tan bien plantada

con su faz muy luminosa

entre rojianaranjada.

 

Sus hermanas las estrellas

la miraban asombradas

de verla tan pizpireta

tan coqueta y tan ufana

que no hizo falta saber

que si estaba

¡Locamente enamorada!

Nancy Aguilar Quintero

 

martes, 25 de julio de 2023

AMARGO DESENCANTO

 

A las cuatro y media de la tarde de aquel día caluroso del mes de abril, Adelaida dejó de llorar. En un instante, su vida cambió para siempre y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó su llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando Mauricio, elegante y apuesto joven capitalino, apareció en su vida. Como de costumbre, doña Beatriz, su mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, modista fina de amplia clientela, le encargó que comprara en la única quincalla del pueblo, árido y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes. Los necesitaba, para terminar, de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él sentado enfrente de la bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento muy lejos de ahí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron solo un instante, que para ella fue una eternidad. Un temblor recorrió su cuerpo. Una emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba justo al lado de la bodega. Con voz trémula pidió a Misael, el dependiente tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Le temblaba todo el cuerpo cuando salió del establecimiento, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy observadora, notó de inmediato que algo había ocurrido en el trayecto, pero como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de no hacer preguntas. Los días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella mañana, Adelaida continuó con su rutina cotidiana. Se levantaba muy temprano, para ayudar en los quehaceres del hogar, a pesar de que tenían una empleada que se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa. Era la encargada de comprar los alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a la tienda del turco. Disponía, de una manera casi artística, las plantas de los materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de regarlas, tarea que solo ella hacía, con la cantidad exacta de agua que cada planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo, Santiago, quien venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de abono químico de un vivero, cuyo anuncio salía en un periódico capitalino. Llegó el domingo, día tan anhelado por los jóvenes del pueblo. Como eran tan pocas las diversiones, las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono, se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con semanas de antelación con colores brillantes y vistosos, ya que existía una sana competencia para ver cuál calle era la más bonita, puesto que ese día, el cura, en el sermón, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de estas, recorriendo por ellas la procesión del santo. Adelaida luciría ese domingo un precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su piel. Su primo le trajo de la capital unos hermosos zarcillos, que combinaban con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de las tiendas del pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana a la iglesia con su madre, y allí estaba él, sentado en el último banco, como escondiéndose de las personas que entraban al recinto, pleno de aromas a rosas y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le combinaba a la perfección. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Sus ojos, color miel, de infinita tristeza, la dejó muy perturbada. Adelaida se sentó al lado de varias amigas, pero ese día no prestó atención a lo que decía el padre Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea fija:

–“¿Quién era él?”. “¿De dónde vino?”, y “¿para qué?”.

Todas estas interrogantes fueron contestadas muy pronto al terminar la misa. Su gran amiga, Vestalia, le hizo señas para que se acercara. Era su primo Mauricio y había llegado de la capital donde residía, con la misión de comprar un viñedo situado en las afueras del pueblo, encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad. Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se quedaría unos meses en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como su amiga no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío. La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás se fijara en ella, se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí su mamá, doña Beatriz, y era la invitación para el cumpleaños de doña Elba, la madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría con un almuerzo en su hacienda Blancaflor. El ansiado día llegó, sin sospechar Adelaida, que las ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio se desmoronaría como castillo de naipes, Y es que ella, de personalidad soñadora y romántica, nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, doña Elba presentaba a su sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando alguien preguntó qué estudiaba, la señora contestó muy orgullosa:

—¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin habrá un sacerdote en la familia!

Nancy Aguilar Quintero

lunes, 24 de julio de 2023

AMANECER LLUVIOSO

 


Llovía a cántaros. El chaparrón comenzó en la madrugada cuando se escucharon ruidos ensordecedores sobre las ventanas y el tinglado del patio. El agua corría a raudales por la empedrada calle, lavando el sucio y purificando el aire. Me fascina escuchar como caen las gotas de lluvia del cielo y transformarse el ambiente en liviano y límpido. Sentí a mi madre levantarse e ir a la cocina por un vaso de agua. Luego, el sueño profundo me llevó a lugares lejanos, en el tiempo y el espacio, en el río donde disfrutamos jugando y haciendo travesuras, mi hermana Lucía y yo. Siempre juntos. Unidos en todo momento. Desde que mi padre desapareció una tarde de enero sin dar explicación, al menos a nosotros no nos la dieron, éramos casi inseparables. Mamá lloró toda la semana y nuestra abuela Catalina, desde ese día, se le vio más malhumorada que de costumbre. Éramos muy niños, y los problemas, decía mi madre, eran para gente mayor, nosotros solo debíamos obedecer, jugar y estudiar. Mamá, mujer de oficios hogareños, nunca había tenido un trabajo formal, ni estaba preparada, ya que apenas era una adolescente, cuando comenzó su bachillerato, se casó con mi padre de veintitrés años, que proveía todo para el hogar. Pero ahora sola y con dos hijos que mantener, la situación cambió por completo. Mi abuela Catalina, la malhumorada y regañona, le propuso que trabajara con ella en un pequeño restaurante de pescados y mariscos, el cual, bien administrado, daba buenas ganancias. Mi madre aceptó a regañadientes, ya que nunca tuvo habilidades culinarias ni nada por el estilo, pero las circunstancias cambian a las personas, y ahora ella ganaba nuestro sustento trabajando fuera de la casa. A pesar del aguacero que estaba cayendo, mamá se levantó como de costumbre, y después de prepararnos el desayuno, darnos un beso y abrigarse bien, se marchó al trabajo. Ese día no iríamos a clase,

—A lo mejor hasta las suspenden–. Nos dijo al salir.

Qué rico quedarse arropaditos en nuestras camas calentitas. Con el arrullo de la lluvia y el frío caímos en un sueño profundo. A eso de las diez de la mañana, Lucía me despierta toda atemorizada:

“–Pablo, Pablo, –oigo ruidos en la cocina”. 

Con sigilo me levanté y pegué el oído a la puerta del cuarto. Al principio no escuché nada y pensé que eran imaginaciones de mi hermana. Intenté abrir la puerta cuando sentimos caer un plato y algunos cubiertos. Ahora, sí estábamos aterrorizados, en nuestras mentes de niños, cualquier historia de espantos y aparecidos tenía cabida y al unísono gritamos y nos abrazamos. Transcurrió media hora cuando volvimos a sentir el ruido, pero ahora, escuchamos algo más. Mi hermana y yo nos miramos perplejos y esta vez no fueron gritos, sino nuestras risas las que se oyeron por toda la casa. Fue Lucía, la más osada, quien abrió la puerta del cuarto, y la vio venir, con su andar principesco, esa mirada altiva y ese arrullador “miau” que nos enamoraba y hacía nuestras vidas tan felices. Qué tontos habíamos sido, nuestra gata Alfonsina, haciendo de las suyas en la cocina, y nosotros haciéndonos historias en nuestras cabezas.

 

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, sábado 13 de octubre de 2018


lunes, 10 de julio de 2023

AÑORANZA



En las alas del olvido

te lance un día a volar.

Un día de primavera

tan triste, tan fugaz.

Te vi partir cual ave

que en su peregrinar

busca ansiosa un refugio

para poder amar.

Triste y sola me quede,

y en mi soledad

ansiaba que volvieras

para no irte jamás.

#minipoema  

Nancy Aguilar Quintero


 

 

miércoles, 21 de junio de 2023

EL REPARTIDOR


Cada mañana Pilar bajaba por la escalera del edificio donde vivía. Era la primera en salir y abrir la puerta de entrada, que por seguridad se cerraba con llave todas las noches. Le gustaba llegar temprano a la universidad dónde trabajaba de bibliotecaria.

Y todas las mañanas estaba allí, aquel joven minusválido, frente a la puerta, con dos canastas repletas de frutas y verduras, para entrar y repartir en los apartamentos.

Pilar le tenía animadversión, ya que su mirada, entre mansa y perversa, que no conseguía descifrar, le producía escalofríos. Él se quedaba viéndola embobado hasta que ella cruzaba la esquina. Llevaba el joven una muleta, grande y tosca, que un buen samaritano, le regaló por caridad. Aparte del impedimento en la pierna izquierda, poseía un cierto retraso mental, que movía a los residentes del edificio a tenerle aprecio y compasión. Era el sustento de su abuela, y por eso el dueño del pequeño supermercado de la esquina, le permitía el reparto de verduras y frutas, porque aparte del sueldo que ganaba, los propietarios e inquilinos, le daban buenas propinas. Los chismes que nunca faltan en una comunidad tan pequeña, decían que Zacarías, que así se llamaba el joven, era hijo de una bailarina y un general de la república, Cuando este se enteró de las deficiencias mentales y motoras del niño, se deprimió tanto que perdió la noción de la realidad y se refugió en el alcohol para mitigar su pena y dolor. Un día se marchó y no se supo más de él. En cuanto a la bailarina, su madre, dejó al niño, que ya tenía cinco años, al cuidado de una tía-abuela, que vivía sola, con el compromiso de enviarle dinero, para su sustento y educación. Se fue con un rico comerciante griego, asiduo visitante del cabaret donde trabajaba, y nunca volvió por el niño. Zacarías fue creciendo entre las burlas de sus compañeros de colegio y la compasión de los adultos. Hasta que su tía Zoila, a quien él llamaba abuela, no lo envió más a la escuela. Esto forjó su carácter tímido y retraído.

Las constantes quejas de los usuarios de la biblioteca, y los reclamos de su jefa, le producían a Pilar fuertes dolores de cabeza. Solo deseaba que terminara su jornada de trabajo para regresar a su pequeño apartamento, su “cuevita” como ella decía. Ducharse, cenar y acostarse a dormir, era su cotidianidad, después de cerrar la puerta. Vivía sola y rara vez veía televisión, se mantenía actualizada de la realidad mundial a través de sus redes sociales.

Sucedió que una tarde, al llegar al edificio y abrir la puerta de entrada, un escalofrío le recorrió el cuerpo y sus manos comenzaron a temblar. El portal estaba oscuro, ya que, a esa hora, el conserje, bajaba las persianas para atenuar un poco el calor del verano. Sintió como si alguien la observara, debajo de la escalera. Sin mirar hacia los lados, subió rápido hasta el tercer piso. Estaba sudada, con palpitaciones, y muy asustada. Cerró la puerta y le pasó doble cerrojo, cosa inusual en ella, ya que este era un edificio muy tranquilo, y nunca había escuchado que hubiesen robado nada.

“–¿Pero Pilar, por Dios que te pasa, pareces una chiquilla temerosa? –se burlaban sus pensamientos amotinados en su cabeza”.

¡No, no, no molestaría a su vecina, llamándola por conjeturas ridículas de ella! Se preparó café y se sentó a revisar las redes sociales con su taza humeante y un paquete de galletas. ¡A ver si así me pasa este susto! –pensó.  El sonido del móvil, le hizo brincar de su asiento. Era su vecina, del segundo piso, para preguntarle si tenía alguna pastilla que aliviara el dolor de cabeza. “–Qué oportuna” –y aprovechando el momento le preguntó:

–Vecina, por casualidad usted escuchó ruidos en el pasillo. –Es que cuando subía las escaleras, me pareció oírlos”.

–No, no oí nada, —¿Por qué?

–Vecina, acabo de preparar café, venga para darle la pastilla y así charlamos un poco, y le explico mejor.

No pasaron ni dos minutos cuando sintió el timbre de la puerta.

–Adelante, ya le sirvo su cafecito. —Vecina, hace rato al subir las escaleras, inclusive en la planta baja, tuve la impresión que alguien me observaba. Y luego, cuando cerré la puerta, oí gemidos y quejidos.

Su vecina le comentó que, hubo mucho ruido en la mañana, pero eran los nuevos inquilinos del piso cuatro, que se estaban mudando por las escaleras, ya que desde ayer el ascensor se encontraba dañado.

–No lo has notado, porque tú nunca lo utilizas.

–Bueno, vecina, gracias por el café y la pastilla…–Y deja los nervios y el susto, que no es para tanto. Y con una sonrisa se despidió de Pilar.

Contrario a su costumbre, se acostó en el sofá. Que suave y mullido se sentía. En ese momento añoró a su gata Sakura, fallecida el año pasado. Entornó los ojos y ya más relajada, se dispuso a descansar. En verdad en ese edificio la paz era total, pocas veces se escuchaba música y ruidos. Alrededor de las siete se despertó sobresaltada. Creyó sentir el sonido del ascensor. Pensó en los nuevos inquilinos. “Quizás ya lo arreglaron para facilitarles la mudanza”.

En la mañana, al bajar las escaleras, escuchó ruidos y voces muy alteradas., en el portal del edificio. La policía y algunos vecinos aglomerados en la puerta, hablando todos a la vez.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Pilar intrigada.

–Zacarías, el joven minusválido, repartidor de frutas y verduras, desapareció. –no regresó ayer al mediodía a su casa, le contestó el vecino del tercer piso. Nadie sabe de él.

–“Yo lo espero todos los días para almorzar juntos, nunca me ha fallado–dijo una anciana, con cara compungida. –Estoy muy preocupada”.

Se notaba a leguas la pobreza y desamparo de la señora, y qué pensamientos terribles pasarían por su cabeza. Pilar supuso era la abuela de Zacarías y solo se le ocurrió decir:

–¿No estará en casa de algún amigo, o familiar?

La anciana rompió a llorar.

–Zacarías no tiene más familia que yo. ¿Y amigos? Nunca le he conocido ninguno. Por eso estoy tan angustiada. –Algo terrible debe haberle pasado.

Pilar llegó retrasada al trabajo, y no pudo concentrarse en sus labores habituales. La gruñona de su jefa le llamó varias veces la atención. A la una de la tarde pidió permiso para irse, ya que se sentía muy mal.

“–Pilar, será que estás enamorada”–le dijo en tono sarcástico. Le dolía la cabeza y opresión en el pecho. No se aguantó y le contó todo a la cascarrabias de su jefa.

“–Seguro se cansó de la abuela y se le escapó”– sugirió

Sintió como si alguien le hubiese echado un balde de agua fría.

“Dios mío, será posible. Pero si no tiene más familia”. Llamó a su vecina, preguntando si había alguna novedad del joven. Del otro lado de la línea hubo un prolongado silencio.

“–Todos estamos muy preocupados, todavía no se sabe nada del chico. La policía estuvo hasta el mediodía. Lo van a reportar como desaparecido”.

–¡Desaparecido! –qué palabra tan terrible.

–¿Y si tenía razón la gruñona de su jefa y el chico se fue porque ya no soportaba vivir con su abuela? Otra posibilidad es que se hubiese metido a un apartamento vacío. Allí había varios ¿Y si se hubiese desmayado, y no tuvo tiempo de pedir ayuda? -¡Desmayado… o muerto! Dios mío, no quería ni pensarlo”.

Era como si el chico se estuviera comunicando con ella de alguna manera, enviándole pensamientos telepáticos. ¡Ayúdame por favor! Y esos ruidos que escuchó ayer por la tarde. ¡Ayer por la tarde! –¡Y hoy es viernes! Y si sus preocupaciones eran infundadas y ese chico se marchó por voluntad propia. Su angustia rayaba ya en la paranoia. Tomó la decisión de ir a la estación de policía y contarle sus temores. La miraron con condescendencia y sonrieron.

–Si yo sé que están creyendo que estoy loca, pero por favor, no les cuesta nada enviar a alguien a revisar los apartamentos desocupados, y así descartamos esa posibilidad.

Fue tanto su insistencia que, al comisario, no le quedó más remedio que enviar unos policías a investigar. En los apartamentos desocupados no había ni rastro de Zacarías. Pilar no entendía por qué se estaba tomando esta situación como algo personal. Será que, a pesar de todo, sentía lástima por ese pobre muchacho. Y los residentes, siguieron con su vida como si nada estuviese pasando. Pero ella, en su interior, sentía que tenía que hacer algo. En la tarde, cuando sorbía su segunda taza de café, cavilando su rostro se iluminó. Un presentimiento fuerte la invadió. Descartó llamar a la policía, esta vez no le harían caso. Decidió comunicarse con su vecina del piso dos, quien de mala gana la escuchó.

–Pilar, déjate ya de inventos, solo a ti se te ocurre que esté allí, deja que la policía haga su trabajo.

–Busquemos al conserje, él nos tiene que colaborar. —dijo Pilar.

Y cuál sería la sorpresa: –¡Bendita seas Pilar, has salvado una vida!  Su cara de triunfo y satisfacción no tenía precio. El pobre Zacarías los miraba aterrorizados, medio desmayado, llorando como un niño. No atinaba a decir palabras. Su muleta y las canastas vacías esparcidas dentro del ascensor. Al principio golpeó con furia y gritó, pero nadie vino en su auxilio. Se quedó dormido de cansancio y miedo. No se asfixió de puro milagro. Días después, cuando se recuperó, su abuela le explicó que había sido Pilar, su ángel guardián. Que de no ser por su insistencia de que abrieran el ascensor, él habría fallecido. A partir de ese día, cuando regresaba cansada de trabajar y con estrés, Pilar encontraba en la puerta de su apartamento una pequeña bolsa, muy bien acomodada, con naranjas, mangos, guayabas o cualquier otra fruta. ¡Qué manera tan sublime e inocente a la vez, de dar las gracias!

Nancy Aguilar Quintero

jueves, 25 de mayo de 2023

GAJES DE VIVIR EN CONDOMINIO


En los condominios, siempre se destaca el “conchuo”. El qué nunca colabora con nada, debe la cuota mensual desde hace tiempo, se queja de los servicios, y pregunta a cada rato: –¿Hoy darán agua? Es malviviente, coloca su equipo de música a todo volumen y para rematar, cuando las pocas veces que funciona el ascensor, sube bolsas de hielo y cerveza, lo deja mojado y sucio, y por supuesto no lo limpia. Es el famoso “rompegrupo” del edificio

Y yo, que soy el más responsable, –en el EGO nadie me gana–, sufro y me altero por eso. Como es mi costumbre, los sábados bajo con la señora que cumple funciones de administradora del condominio, para ayudar a limpiar el jardín, regar y podar las plantas, y llevo con gran orgullo mi tijera, que compré para estas ocasiones. Aparte de tratar de embellecer el jardín, tomamos café, y hablamos, –léase chismear–de algún o algunos de los vecinos del conjunto residencial.

 

La otra tarde, mientras esperaba que llegara el ascensor a la planta baja, me puse a mirar la cartelera y el ego se me infló más de lo normal. En el recuadro con los nombres de los propietarios, destacaba el mío. Una felicitación de la Junta de Condominio, poniéndome como ejemplo de buen vecino, pago puntual y colaborador en todo lo que se les antojara. Y de pronto, siento una palmada en el hombro. Me volteo con rapidez, y ahí, parado frente a mí, mi vecino “el conchuo”, con una enorme sonrisa, sosteniendo con su mano derecha una caja de cerveza y en el piso, recostada en la pared, junto al ascensor, una inmensa bolsa de hielo, que se derretía, ensuciando el pasillo con agua.

–Hola, vecino, “las friítas”, para pasar el estrés del trabajo, y me hizo un gesto con la boca señalando la caja de cerveza.

Deseé con toda el alma cantarle las cuatro verdades, pero en ese instante iban entrando las tres viejitas que viven en el piso cinco y me mordí la lengua. El ascensor por fin llegó a la planta baja y ya me iba a subir, cuando el susodicho hizo un gesto que a mí me pareció sarcástico.

– Las damas primero, y señaló el ascensor a mis vecinas. Acto seguido metió la caja de cerveza y el hielo. No cabía nadie más.

Con voz cínica me dice, ­-Vecino, cuando llegue al piso siete le envío el ascensor. –No tiene prisa, verdad. Y con una amplia sonrisa burlona, me hizo un gesto de adiós con la mano.

Nancy Aguilar Quintero

Conchuo: Caradura, sinvergüenza, se dice de aquella persona que hace las cosas sin importarle sus consecuencias.

 

Atascocita, Estado de Texas

viernes, 27 de enero de 2023

 

AUDACIA

 


 #minificcion #microrrelato

Le compré una motocicleta a mi nieto en la Navidad para sorprenderlo por su cumpleaños. Pero la sorprendida fui yo. Al acariciarla y montarla todos mis miedos desaparecieron en un instante, y con mi casco, chaqueta negra y el cabello alborotado por el viento recorrí sobre ella las calles de mi barrio.

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, abril 2019

­­

 

domingo, 26 de febrero de 2023

PLAN FALLIDO

 


Alina se despojó del disfraz de Gatúbela, entallado a su cuerpo. Impotente, con los ojos anegados de lágrimas y tristeza, recordó su plan de conquista, que pensaba poner en práctica en la fiesta de carnaval del Gym. ¡Este no había surtido efecto! Julián, su amor platónico, solo tenía ojos para Nadia, a quién todos consideraban tan poquita cosa, regordeta, pelo corto y "feíta". ¡Pero así es Cupido! Su flecha va dirigida a cualquier desprevenido y no se detiene hasta conseguir su objetivo: ver sangrar el corazón. Alina recordó el refrán de su abuela, cuando le decía: “la suerte de la fea, la bonita la desea”.

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 13, Edición Especial de marzo 2017 #carnavales de cuento

martes, 14 de febrero de 2023

DECLARACION INUSUAL



El taxista frenó delante de una gigantesca y desvencijada verja con grandes letras arriba que indicaba el lugar, pero debido al óxido y falta de mantenimiento apenas se podía leer.  Me dijo que su servicio era hasta allí, que el camino hacia adentro estaba en muy mal estado y que el carro se le llenaría de arena, o sea en otras palabras, me tocaba ir a pie. La entrada con hierbas silvestres y matorrales se veía tétrica y nada alentadora para caminar con estas sandalias altas.  Sentí con asco y desazón unos granitos de arena molestándome en los pies. No tuve tiempo de cambiarme las sandalias por unos tenis ya que me fui directo del trabajo al cementerio y me apenaba no haber podido asistir a la funeraria y acompañar a mi amiga Oriana en este doloroso momento del fallecimiento de su abuelita, quién se hizo cargo de ella desde pequeña.  Saqué el móvil del bolso para llamar a alguno de nuestros amigos en común que me orientara dónde estaban y apareció el número de Abel.  Me dijo que no me moviera de la entrada que él iría a buscarme.  No pasaron ni tres minutos cuando lo vi frente a mí.

¡Uff...que velocidad!, -me dije para mis adentros.

Me dio un beso en la mejilla a modo de saludo y nos internamos entre tumbas descuidadas y flores marchitas. Era otoño y los árboles sin hojas le daban un aspecto fantasmal al lugar. 

"–Sabes Elena –me dijo en el trayecto, apenas con un susurro y voz temblorosa, –hace tiempo tengo atragantado algo importante que quiero decirte"

“¿Decirme algo a mí?  –pero si me ve casi todos los días en el gimnasio, por qué escoger precisamente hoy y este lugar para decirme algo”. Es que su timidez rayaba en lo inconcebible. 

–¿Y qué será? –¿No te das cuenta dónde estamos?

 

"–Si Elena, me doy cuenta que no es el lugar ni el momento apropiado?, –pero es que siempre estás acompañada".  

–No siempre...–balbucee.

–Bueno, casi siempre. Bueno...desde hace tiempo quiero conversar algo, ...bueno, que para mí es importante, y no había encontrado el momento propicio. 

“¡Bueno, bueno, bueno!, –¿Es que no sabía decir otra cosa?” 

Abel temblaba y su voz era entrecortada. 

Elena sintió un poco de lástima por él y casi suelta una carcajada. Pero recordó dónde estaban y sólo respondió: 

–¿Y éste sí es el momento propicio?  –¿Aja, y qué es eso tan importante? Dilo porque ya casi estábamos llegando. 

 A lo lejos se veían varias personas vestidas de negro, rodeando a Oriana y al sacerdote rezando una oración por la difunta.  

Bueno...en verdad”, –dijo Abel, todo nervioso, tartamudeando, y sacando una servilleta de papel del bolsillo de su chaqueta, comenzó a secarse el sudor de la frente. No sé si sería la brisa que arreciaba o el olor a flores marchitas, pero el nerviosismo de Abel era evidente y casi temblaba. 

–Mejor te lo digo después, en un lugar menos triste y más apropiado. Mañana en el gimnasio hablamos...–acotó, sintiendo que todos lo miraban.

Perfecto, –pero no te tardes tanto. "No dejes para mañana lo que puedes decir hoy"...le guiñé un ojo y con una sonrisa pícara me alejé de él.

Me acerqué a Oriana, la abracé emocionada y le di el pésame. 

–¿Qué te estaba diciendo el tonto de Abel? –me preguntó al oído.

 

Chica, –¿Por qué le dices tonto? a mí me parece muy tierno...-creo que me quería declarar su amor –le susurré. 

"¿Hoy? ...–¡Aquí!, –¿En el funeral de mi abuela?"

–Baja la voz que te va a escuchar. –Ojalá sea eso lo que me vaya a decir. Él siempre me ha gustado...–lo malo es que es tan tímido.

"–¿Tímido? tonto de remate y aparte desubicado”. –los ojos verdes de Oriana relampagueaban.  

Noté un dejo de envidia en su voz.

–Dejémoslo en paz, –ya habrá tiempo de decirme eso tan urgente, –ven, acompáñame a darle el pésame a tus primos, pero tómame del brazo, estos tacones me están matando. 

Nancy Aguilar Quintero 

Santiago de Chile, octubre 2020

 

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...