La
víspera de navidad, la anciana y achacosa Carmen Lucía, revolvía la sopa en la
cocina de su humilde casa. Su memoria se remontó al pasado, a otras navidades, con
su esposo e hijos reunidos alrededor de la mesa, con manjares suculentos
propios de esa celebración. De pronto
escuchó tres golpes en la puerta. Se limpió las manos con el delantal,
caminó a la pequeña sala y descorrió con sigilo la cortina. Vio a un
hombre alto y con sombrero de guama, parado frente a la puerta y pensó en su
esposo, desaparecido hacía cuarenta años.
–Carmen
Lucía, voy a la tienda a comprar café y los víveres que hagan falta–fueron las
últimas palabras que escuchó de él. “Me estaré volviendo loca, o es que ya los
años me pesan demasiado, y confundo la realidad, con la imaginación”. –pensó Carmen
Lucía.
–¿Ismael
José, sois vos?, –preguntó con trémula voz.
Sí,
Carmen Lucía, soy yo. Anhelaba tanto verte.
Verme
¿Y para qué? –Te fuiste sin despedirte.
Quise
hacerlo, pero no me dejaron, vos sabías a quién nos enfrentábamos, no me dieron
tiempo de nada.
–¿Y
a que has venido si se puede saber? Los muchachos crecieron sin vos, y hace
rato se fueron por esos mundos de Dios y que, a probar suerte en otro lugar,
donde no haya tanta muerte y guerra por el control del territorio. Anhelaban
vivir en un ambiente de paz.
–¿Y
vos por qué no te fuiste con ellos? –preguntó Ismael José
No
quise, siempre tuve la esperanza que un día regresarías, a darme una
explicación. –¿Viniste a eso verdad?
–Yo
no vine Carmen Lucía, sois vos la que ha llegado. Y abrazándola con
ternura le dio un beso en la frente.
Nancy Aguilar Quintero
Los Ángeles, Chile, 25 de octubre de 2023