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sábado, 11 de septiembre de 2021

SIN MIRAR ATRAS

 


 

Al llegar a la frontera, el guardia selló mi pasaporte con cara de pocos amigos. Esquivé su mirada y con maleta en mano crucé rápidamente el trecho que separa los dos países. Huía del hambre, de la inseguridad, de la desesperación de ver a los míos morir de inanición. Volteé hacia atrás y vi mi bandera tricolor ondeando como diciéndome adiós. Con lágrimas en mis ojos pensé que lo había perdido todo… ¡pero no, no podía darme por vencido! Una fuerza venida de mi interior me hizo reaccionar. Sequé mi llanto y con una gran sonrisa caminé hacia un mundo desconocido, ignoto, pero mágico y pleno de oportunidades. Miré al firmamento, di las gracias a Dios por permitirme llegar a esta nueva tierra sano y salvo. Había comenzado a llover, dicen que es augurio de bienvenida. Ahora sí, caminé con la cabeza erguida y la vista fija en el horizonte… ¡Sin mirar atrás!

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, febrero 2019 

lunes, 6 de septiembre de 2021

LA PLAZA

 "Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo"



La noticia corrió como pólvora. Bien lo dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad, al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la plaza frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que llegó un mes de mayo años atrás, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la Guerra Civil, en un país convulsionado, donde el caos reinaba por todas partes. Mozo idealista y soñador, y la tropa en la cual servía como soldado lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel mísero dispensario que ni médico tenía. Allí lo atendió una enfermera, solícita y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las autoridades, era Pozo Viejo y el anciano quien ese tiempo tendría unos veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo. Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches heladas a campo abierto, sin poder dormir y con poco abrigo, pensaba:

—¡Dios mío, ¡qué absurda y terrible es la guerra, ¡cuánto odio entre hermanos!

Cuando ocurrió el accidente de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno, cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era visitar la plaza del pueblo. ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de esparcimiento y descanso al que acudía cada día a las cuatro en punto de la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron al mes. Anselmo, nunca conoció a sus padres y fue educado por las monjitas de la Congregación de la Caridad, en el orfanato de San Jerónimo, en la capital. Residía en una pensión y trabajaba como encargado de una sastrería de prestigio, donde el aburrimiento y fastidio era el plato del día. Ella vivía con su hermano mayor, en una pequeña granja a las afueras del pueblo, allí cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y dicharachero, ella, en cambio, ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con su hermano, pero los problemas nunca faltan porque la granja era muy pequeña para albergar a tantas personas. Anselmo, cuando finalizó la guerra, viajó con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en sus proyectos, que ella llamaba, “locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa, la cual fue remodelada en una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, y la fama era tal, que rebasó los límites, extendiéndose a los pueblos vecinos, cuyos habitantes siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y siempre se mostraba animoso delante de Agripina, haciendo hasta lo imposible por verla feliz, sentía tranquila y regocijada. . Le contaba anécdotas e historias, que ella agradecía con una sonrisa. Fue para esa época que Anselmo decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina. Cuando esta se enteró lloró toda la tarde, pero no comentó nada para no herir más los sentimientos de su esposo. A partir de ese momento algo se rompió en su corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del almuerzo, Anselmo ayudaba a la sobrina de su esposa que la atendía durante el día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media, cuando salía y se dirigía a la plaza del pueblo, llegando un poco antes de las cuatro, ya que el trayecto no era largo y él trataba de caminar despacio para disfrutar del paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de esparcimiento, recreación, diversión y meditación, disfrutando a plenitud cada instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el corretear de los niños, a la pareja de novios que se citaban los jueves, a las cinco de la tarde. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas de la iglesia cercana, llamando a misa, el paso de la señora italiana, dueña de la panadería, que siempre le preguntaba con su español mal pronunciado por la salud de Agripina. En la plaza, Anselmo, se olvidaba de sus problemas. Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora de volver al hogar, porque Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa, se marchaba a las ocho. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba recostada en la cama para comer juntos. Martina se esmeraba en colocar un mantel de lino blanco inmaculado y la vajilla de porcelana china, que les regalaron el día de su boda, en la bandeja donde su tía cenaría. Después rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos. Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más, con amor y dedicación del uno hacia el otro.

Después de los funerales, al volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo sintió una angustia aterradora. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien cuidar. Solitario y triste, comenzó a llorar con desconsuelo, ya que delante de familiares y amigos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no cenó y se fue al dormitorio más temprano.

En los nueve días siguientes a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza, iba al cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas, las cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los funerales, cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se acordó que hacía días no visitaba su lugar de esparcimiento favorito. Se sintió más animado y tranquilo. ¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y se prometió a sí mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría la taberna de su viejo amigo, Faustino, el gallego, quien preparaba unos platos exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que esta cada vez se le tornaba más triste y sombría. Regresaría tarde por la noche solo a dormir.

 A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera delicia. Siempre lo disfrutó mucho. Recordó con ternura que Agripina le decía que no lo tomara de noche, ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando con las personas que conseguía en su trayecto. El almuerzo en la taberna estuvo delicioso. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo, el gallego. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la mañana. El sol de abril brillaba en el ocaso y una brisa suave y fresca le acarició el rostro. Caminó y la recorrió completo, disfrutando el paisaje, grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y se dispuso a dormir un rato. Se encontraba de maravilla. De pronto, entre el sueño y la vigilia, vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su vestido floreado más vistoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella le hablaba, él veía el movimiento de sus labios, pero no la escuchaba. Observó a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la iglesia anunciando la misa. A las siete de la noche, unos niños que jugaban a la pelota, llamaron al vigilante, para decirle que un señor tenía mucho rato dormido en un banco de la plaza.

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 febrero 2019

 

 

 

 

viernes, 27 de agosto de 2021

EL SUEÑO DE UN NIÑO

 "—¡Que lástima que tenga que irme y abandonar este mundo tan perfecto! —exclamó Javier —, pero tengo que regresar con los míos".


Todo aquel lío comenzó cuando Javier David leyó una revista sobre astronautas que, por casualidad vio en el consultorio del odontólogo donde su madre lo llevó para su chequeo anual. Excelente estudiante y deportista, pertenecía al equipo de fútbol del colegio, donde ostentaba la posición de arquero. Esa mañana lo que leyó en la revista le cambió su comportamiento por completo y ahora sus constantes charlas eran sobre astronautas y viajes espaciales. Tenía afición a todo lo concerniente a la nueva tecnología y era el primero en poseer los juegos más novedosos y en conocer a la perfección el funcionamiento de los teléfonos celulares y equipos más modernos. El culpable de toda esta situación era su padre, ingeniero en telecomunicaciones, quien hacía poco había comenzado a trabajar en una empresa de telefonía que le prestaba servicios al Gobierno y siempre comentaba con su esposa Dalila el deseo que su hijo fuera a estudiar al exterior. Todas estas conversaciones, aunadas a los deseos de Javier David fueron internalizadas en su espíritu de niño y en su mente se forjó la imagen que desearía ser un astronauta famoso y viajar al espacio sideral. Veía programas en la televisión y leía libros todos relacionados con el tema de los viajes espaciales. Hasta sus profesores del colegio, donde estudiaba octavo grado, comenzaron seriamente a preocuparse, ya que el niño en sus conversaciones solo hablaba de su sueño contando los días y los meses para graduarse de bachiller y que sus padres lo enviaran a estudiar lo que él anhelaba. 

—Cuando sea grande y termine mi bachillerato, —decía Javier David —me iré a los Estados Unidos a estudiar para ser astronauta.

Sus padres, orgullosos de él por ser un niño tan buen estudiante, pensaron que quizás algún día sus sueños se harían realidad. Constantemente le preguntaba a su primo, Daniel José, cuánto costaría un viaje para los Estados Unidos.

—Mucho dinero, —decía su primo, —pero el asunto es quedarse a vivir allá, dicen que las universidades son muy costosas.

Por las tardes, cuando regresaba de sus clases, se sentaba en el patio de su casa, debajo de un frondoso árbol de mango, a pensar en su futuro y la manera de conseguir el dinero para irse a vivir y estudiar en el exterior. Dalila lo observaba con preocupación, pensando en la obsesión de su único hijo y cómo conseguirían el dinero suficiente para cumplir sus deseos. Sus vecinas y amigas trataban de animarla, diciéndole que como Javier David era tan buen estudiante, quizás el gobierno o una empresa privada le otorgaran una beca, y ella les refutaba que aquí en este país no realizan esos viajes espaciales, por lo cual sería ilógica e innecesaria una ayuda para ese tipo de estudios. Se sentía culpable y responsable de esta disparatada idea de su hijo por consentirlo mucho.  Si desde un principio lo hubiese reprendido enérgicamente y no dejarle ver tanta televisión ni internet, quizás esa idea se le hubiese quitado de la cabeza. Ella misma, al principio le decía como el refrán popular: “Que más hace el que quiere que el que puede” y algún día tendríamos un astronauta en la familia. Cómo lamentaba todo esto al observar el comportamiento retraído de Javier David que ya casi no hablaba con familiares ni amigos, solo pensando en su futuro. Una tarde, al regresar del colegio, su mamá le sirvió la merienda y después se fue al patio, como era su costumbre y se sentó debajo del árbol de mango a reposar un rato antes de cenar y hacer las tareas. Se imaginó vestido de astronauta tripulando una nave espacial. Saldría en todos los periódicos y las televisoras del mundo. ¡El primer venezolano en viajar al espacio exterior! ¡Sería famoso! Todos desearían entrevistarlo.

—Astronauta Javier David Pérez, ¿qué sintió al pisar por primera vez el planeta Licifedad?

Estos eran los pensamientos de Javier David, cuando de pronto observó un punto luminoso en el cielo, como una estrella muy brillante, que hacía mucho ruido y se acercaba a gran velocidad en dirección al lugar donde él estaba. A medida que se acercaba vio que se trataba de una nave en forma circular, con una cúpula con numerosas ventanillas de las cuales salían luces muy potentes, de diversos colores que iluminaron todo el patio. Javier David sintió un poco de miedo, pero a la vez mucha curiosidad. De pronto, la nave se posó sobre la arena, se abrió una puerta y a través de una escalerilla, bajaron dos criaturas diminutas de color rojizo pálido, parecidas a los humanos, que se acercaron a él.

—Nos hemos enterado de que quieres visitar nuestro planeta.

—Le dijo el que parecía ser el jefe de la nave.

—Sí, ese ha sido mi sueño desde hace tiempo, —contestó Javier David

—A través de ondas ultrasensoriales tus pensamientos han llegado a nosotros y hemos venido a buscarte para que conozcas nuestro mundo.

—Eso sería maravilloso, —dijo Javier David, —¿Y cómo se llaman ustedes?

—Yo me llamo Roam, —expresó el jefe, —y mi compañero Dadbon. Conocemos tu idioma, ya que en nuestro planeta la ciencia y la tecnología están muy adelantadas.

Javier David los siguió en silencio, y con un poco de temor y desconfianza, pero su curiosidad rebasaba su miedo. Dentro de la nave, le dieron una ropa especial para que se fuera adaptando a la atmósfera de Licifedad. Se escuchó un ruido ensordecedor y la nave despegó. Durante el recorrido, ellos conversaron con Javier David sobre sus costumbres y leyes. Era tal la velocidad de la nave, que al poco rato ya estaban en el planeta Licifedad. Lo que vio lo dejó maravillado. Todos los habitantes eran muy amables, no peleaban ni gritaban. Todo lo compartían. Allí no había guerras y se sentía una paz y felicidad total. No había países pobres ni ricos. Se respetaban entre sí y vivían en paz y armonía. Tenían bellas y espaciosas viviendas, se vestían muy bien y los alimentos eran abundantes. Existían grandes parques, con árboles hermosos y frondosos con toda clase de diversión. Todas las personas tenían un trabajo gratificante. No se veían por las calles pordioseros, ni mendigos, ni animales desprotegidos, y todos los niños asistían a la escuela.

—¡Qué mundo tan hermoso y ordenado! —exclamó Javier David…—¡Si la Tierra llegara a ser así!

—Ese día pronto llegará, —Le dijo Dadbon–, cuando los terrícolas dejen de pelear entre sí y comprendan que solo el amor a Dios y a nuestro prójimo puede traer la verdadera felicidad y paz.

Roam intervino y dijo:

—No te preocupes, ya está próximo el día que en la Tierra se acabarán las guerras y odios de hermanos contra hermanos. Los terrícolas tienen que comprender que la mayor felicidad es la que se comparte y que el odio y la guerra no resuelven ningún problema. Te hemos escogido a ti para que lleves este mensaje a tu planeta y cuentes lo que has visto.

—¡Qué bello es este mundo! —dijo Javier David—, cuando lo cuente no lo creerán.

Por supuesto que te van a creer —dijo Dadbon—, ya verás que sí.

—¡Que lástima que tenga que irme y abandonar este mundo tan perfecto! —exclamó Javier—, pero tengo que regresar con los míos.

—Javier, despierta que te has quedado dormido y estabas hablando en sueños, levántate, que tienes que hacer las tareas.

Javier se levantó sobresaltado, al oír la voz de su mamá y se dirigió a su casa pensando si contarle a la familia su maravilloso sueño, sin que se burlaran de él. Mientras tanto, detrás del árbol de mango, dos seres diminutos de color rojizo sonreían.

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, abril 2010

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 17

Julio, 2017


lunes, 10 de mayo de 2021

INOLVIDABLE SORPRESA

 



Marta, sentada en su sillón preferido en la sala de su casa, se dedicó a recordar. Eran pensamientos persistentes y recurrentes sobre aquel episodio tan penoso, ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en rememorar con cierta nostalgia y tristeza, pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y satisfacción porque el cariño y aprecio que Alicia le tenía, era, en verdad, desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás su única amiga. No pensó Marta que ese juramento se llevaría a cabo meses después.

Alicia, alta, blanca, de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían inscrito, cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde según decían, tuvo problemas con el director, pero eso no fue impedimento para hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos y en algunas oportunidades, daba una respuesta antes de conocer la pregunta. Alegre y dicharachera, tal vez demasiado, lo que acarreaba problemas con sus profesores, ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía dos años de edad. Parecía su hermana mayor, y según cuchicheaban en el liceo, su fama no era nada buena. Alicia hablaba de todo, menos de su madre, y cuando alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de inmediato la conversación.

Al mes de haber finalizado el curso, cuando ya festejaban el hecho de ser bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro. Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su madre siempre le decía:

“–Cuídate de los anhelos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”.

Marta le deseó todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar. Luego, cuando se calmó y quiso retractarse, ya era muy tarde. Pero ese recuerdo marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. “¿Será que se fue porque quería?, o, “¿Alguien se la llevó engañada, o a la fuerza?”. Esas interrogantes son peores que conocer la verdad… Porque la verdad te libera, te aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates, nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en una vivienda muy humilde con sus padres y tres hermanos, más los agregados que nunca faltaban. Le daba vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de sus compañeros del liceo le producían una envidia escondida y juró que nunca los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada, como ella sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue el día su cumpleaños, y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta. Todos se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema: nadie sabía a ciencia cierta dónde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una señora sencilla y agradable, de cabello corto, algo encanecido, con porte de reina, como si la pobreza, en vez de disminuirla, la enalteciera. Le explicaron todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea, ya que Marta, a su edad, nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus diecisiete primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así, despreocupados y sin prejuicios, menos Marta, que era la excepción de la regla. Sus pensamientos eran de gente mayor, como decía su madre,

“—Pareces una vieja, en un cuerpo de muchacha”.

La señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y nunca los invitara para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá, como era su costumbre, al levantarse le dio un beso y un abrazo, y la bendijo por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano, resignada a que nadie allí la felicitara, ya que nunca había dicho su fecha de cumpleaños. En el aula sus compañeros sonreían y cuchicheaban, pero ella jamás pensó lo que se estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre, con las tareas y actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto, encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total, daba lo mismo, “un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa” como decía su hermano, Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme sonrisa la invitó que viniera rápido a la sala, que le tenía una sorpresa.

“–¿Una sorpresa?... ¿Su mamá?” ... y con cara de aburrimiento y sin muchas ganas la siguió.

Las luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. ¡Y en ese instante! ¡Sorpresa!

“–¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloína, cumpleaños feliz!”

Y allí estaban casi todos los compañeros del salón con una enorme torta, refrescos, golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y Alicia enfrente, como una guerrera desafiante con un inmenso globo multicolor en las manos. En ese momento la odió con toda su alma. Hacerle pasar semejante vergüenza y además decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la “sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de Historia, por quien Marta suspiraba y la tenía embobada. Y a la profesora de Literatura, gruñona y amargada, que la miraba como diciéndole, “¡Aja!” “¿Aquí es dónde vives?!” Su cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella escuchando la gritería y la música. —"¡Se desmayó, se desmayó!" –Decía su madre, aterrorizada y arrepentida de haber sido cómplice de semejante locura. Roberto, el profesor de Historia, con mucha amabilidad, se hizo cargo de la situación; le dio a beber un poco de refresco, y a oler alcohol isopropílico. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de rabia, de impotencia, de vergüenza y quién sabe qué cosas pasaron por su cabeza en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, a excepción de Marta. Faltó al liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho menos de Alicia, quien también andaba medio apesadumbrada, sin entender en qué se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes por el móvil, pero nada. Marta no daba su brazo a torcer y la  increpó:

—¡¿Cómo se te ocurre hacerme esto?!

“—Amiga, lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con tantos prejuicios. A nadie le importa dónde vives”.

 Pero estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes, sin dirigirle la palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés, que estaba enamorado de Alicia propició un encuentro entre las dos. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó a ambas a comer helados.

Sucedió que, próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases, habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente meta, la universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase” se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias como antes. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas, uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba sola. Doña Aurora fue quien la vio primero. Sentada en un pequeño café, de esos medios bohemios, con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada la mano, la cual Alicia soltó muy rápido cuando se dio cuenta de que Marta y su mamá se acercaban a saludarla. Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó como un amigo. Diego, creo que escucho Marta cuando este le estrechó la mano. 

“—¿Y qué hacía ella con un amigo que le doblaba la edad?, —comentó doña Aurora”. 

Por mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no, quedaría por siempre en un misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia, sentada en la pequeña, pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de fotografías abierto, y un diario sobre sus piernas, una lágrima que forcejeaba por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche, día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable sorpresa.

 

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, junio 2017

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 22

enero, 2018.

 

 

lunes, 3 de mayo de 2021

EL TREN VOLVIÓ A PARTIR



Eran las seis de la mañana, en pleno invierno, cuando Eulogio llegó a la estación del tren. Poco le abrigaba la chamarra que llevaba puesta, demasiado vieja y raída, y el frío le calaba hasta el alma. Hacía treinta años y tres días que había dejado el pueblo con la intención de no regresar jamás. No sabía con qué se enfrentaría y cuáles acontecimientos lo esperaban durante los días que se avecinaban. Ni siquiera tenía la certeza de por qué había regresado. Retomar el hilo de un pasado cruel y lleno de resentimiento no sería tarea fácil. Con sesenta años encima, su aspecto era escuálido y decrépito, como el hombre que fuma, se trasnocha y bebe mucho. Todavía sentía en sus oídos el llanto desgarrador de su hija, de apenas un mes de nacida, con cólicos y vómitos que le hacían insoportable su permanencia en el hogar. Su esposa, Aurora, le miraba suplicante, diciéndole con los ojos lo que sus labios no se atrevían a pronunciar. Momentos detenidos en su memoria y que lo atormentaban en las largas noches de farra y aguardiente, en un bar o taberna, de cualquier ciudad o pueblo donde vivió, o malvivió todos estos años. ¿Qué razones válidas pueden llevar a un ser humano a abandonar a su familia para deambular como alma errante por esos mundos de Dios? Estaba harto de la vida, de su mujer, de sus hijos, de la pequeña Inés María y el varoncito Juan Jacobo, de dos años. Nunca superó haberse casado. El problema no era Aurora, hacendosa y aseada, con una cabellera reluciente como los trigales en flor. Era él, de alma errante y sin ataduras, asiduo a cantinas y a parrandas, con su guitarra al hombro, cantando y perdiendo el tiempo, como le decía su madre, Doña Carmela Morante, viuda de Cisneros. Y la cantinela diaria que se lo recordaba.

— ¿Eulogio, ¿cuándo vas a sentar cabeza y formar un hogar como Dios manda? 

Y allí estaba Aurorita, la bella hija de los pulperos Anzola, que lo miraba con ojos arrobados y embobada al escucharlo cantar y tocar la guitarra. Un día de tantos, después de oír la consabida cantinela y reproches de su madre, tomó la decisión. ¡Se casaría con Aurora! Estaba tan seguro de que ella lo aceptaría, que se dio plazo de dos meses para los preparativos de la boda. Fue una ceremonia sencilla, pero elegante, donde asistió todo el pueblo. Los padres de Aurora le obsequiaron la vivienda en que vivirían, ya que doña Carmela dejó muy claro el hecho que “casado casa quiere”. Y como dice el refrán “escoba nueva barre bien”, el primer año de casados todo fue felicidad y arrumacos. Sus suegros, en vista de su falta de estudios y oficio, le ofrecieron, a regañadientes, después de escuchar las súplicas diarias de su hija, hacerse cargo de la pulpería. Era la más grande del pueblo con toda clase de víveres y quincalla. Pero al poco tiempo, su suegro don Ignacio Anzola notó la desaparición de mercancía, ¡y lo más grave, no entregaba bien las cuentas! Al año lo botó y Eulogio recibió la lluvia de reproches de su madre y esposa. Volvió a las andanzas, a la cantina donde permanecía casi hasta el amanecer, divirtiendo a los clientes con sus chistes y su guitarra, descuidando por completo su hogar. Una tarde, llegando a la casa de su madre y antes de comenzar a escuchar sus reproches, tomó una decisión. Y es que las decisiones de Eulogio eran así, tajantes y rápidas. ¡Se marcharía del pueblo! Sabía que a su esposa y a sus hijos no les faltaría nada. Para eso estaban sus padres y su madre, que no los desampararían. Se iría a buscar fortuna, sin ataduras, como siempre quiso, sin dar explicaciones de su conducta a nadie. Cuando su hija Inés María comenzó con el llanto y el vómito, Aurora le suplicaba con la mirada, sin atreverse a decirle que fuera a buscar un remedio para la niña. Días antes, le había sugerido, de manera muy sutil, los buenos oficios de la yerbatera Agustina Coronado, famosa por nunca equivocarse en sus diagnósticos. Salió dando un portazo y pensó en la curandera que en el pueblo le tenían más fe que al doctor Olegario Arreaza, ya que según decían ya era demasiado viejo y anacrónico para atender enfermos. Su cabeza era un caos, con pensamientos desordenados y reprochándose a sí mismo en el problema que se había metido por estarle haciendo caso a su madre. La noche, oscura y tenebrosa, no pintaba nada bien. Caminó un buen rato bajo la tormenta que arreciaba por momentos. Pasaron las horas, llegó el amanecer y Eulogio sin aparecer. Nadie supo más de él. La policía interrogó a Nehemías, el taquillero de la estación del tren, si lo había visto pasar por allí. Pero como era huraño y mal encarado, nunca se fijaba a quién compraba los boletos, por lo tanto, no dio mayores explicaciones. Lo buscaron por los alrededores y la policía sabiendo lo tarambana que era no puso mucho empeño en encontrarlo. Estaban agradecidos que así fuera, porque aparte de bebedor, era pendenciero y buscapleitos, y fueron muchas las veces que los agentes del orden se apersonaban en la cantina porque había problemas con Eulogio.

Y como la fama de todo acontecimiento dura siete días, a la semana solo apenas rumores y uno que otro preguntar. El pueblo se olvidó de él. Aurora nunca. Y ahora estaba ahí, en la estación del tren, queriendo con toda el alma juntar los pedazos de vida rotos por el tiempo y la distancia.

Eulogio ya había ideado un plan que estaba seguro, le daría resultado. Pediría disculpas, se arrodillaría si fuese necesario. Aurorita lo amó demasiado y no dudaría en perdonarlo. Hablaría con sus hijos desde el corazón y les daría una explicación. Si eran tan buenos y piadosos como su madre, de seguro lo comprenderían. Estaba arrepentido, y a cualquier persona en sus condiciones, se le otorga el perdón. Lo decía el cura Casimiro, de la iglesia santa Teresa, lugar donde contrajeron nupcias y su esposa era una ferviente feligresa.

Estaba ansioso por llegar y que todo volviera a ser como treinta años atrás cuando, sin excusa ni motivo valedero, abandonó el techo conyugal.

Apenas Eulogio se acercó a la casa donde vivió momentos felices e infelices, supo que algo muy grave ocurría. La pequeña y modesta casa que dejó estaba irreconocible. Reformada en su totalidad, simulaba un hermoso palacete, como un jardín en contorno, espléndidas flores y árboles frutales a los lados. Frente a la verja entreabierta notó que había algunas personas en la entrada de la casa. Su corazón casi se sale del pecho cuando vio una carroza fúnebre parada enfrente. Alguien, al verlo con aquella vestimenta, inapropiada y sucia, y el pequeño morral al hombro, le preguntó qué deseaba. Ya iba a contestar cuando otra persona les interrumpió y dijo:

—Debe ser uno de los labriegos a quien don Demetrio ayudaba con sus obras de caridad y vino a darle el último adiós.

Quedó paralizado por la duda. —¿Quién sería Don Demetrio?... —Y qué hacía en aquella casa, su antigua casa. —¿Será que Aurorita tuvo que venderla, cuando él se marchó? —Y… ¿Dónde estarían sus hijos?

Supuso que ya eran independientes, que se habrían casado y tendrían sus propias familias. Toda su cabeza era un torbellino de preguntas incongruentes, sin respuestas. Sin que nadie se diese cuenta y en medio de la confusión se adentró en la casa. De aquella pequeña y humilde vivienda no quedaba nada. Estaba irreconocible. Tropezó con una chica y por su uniforme dedujo era del servicio. Casi le tumba una bandeja donde llevaba bocadillos y tazas humeantes de café. 

—¡Usted debe ser uno de los labriegos que vienen por la limosna semanal del don! —Pero…—¿no sabe que él falleció ayer en la madrugada? –dijo la chica con actitud asombrada.

—No, no estaba enterado de nada… —balbució Eulogio, con palabras entrecortadas.

—Vamos, buen hombre, tome una taza de café y un bocadillo que se le nota a leguas el hambre en la cara. —Y ya que está aquí, puede quedarse para el funeral.

Ahora sí, era verdad que Eulogio desorientado por completo, decidió seguir el juego a las personas y descubrir qué pasaba allí. Deseaba con el alma ver a Aurora, ¡a su Aurorita! Qué alivio sintió cuando la chica del servicio le dijo que el difunto era un tal don Demetrio. Tenía la certeza de haber escuchado ese nombre antes, pero no recordaba dónde.

Con la velocidad de la luz su memoria se remontó al pasado…

“Claro… ¡Demetrio, el hijo del alcalde del pueblo!” Un chico fatuo y pretencioso. “¿Sería el mismo?” Eterno enamorado de Aurora, pero a esta no le hacía la menor gracia. Podría decirse que hasta le causaba cierta repulsión.

Qué dolor tan grande puede ocasionar la partida de un ser amado, pero cuando este desaparece sin dejar ningún rastro, la pérdida es doble y la incertidumbre mayor. Si está muerto, se reza por su alma y se le lleva flores a su tumba… ¡Pero si vive! ¿Dónde estará? 

A los dos años de desaparecer Eulogio, Aurora se unió en segundas nupcias con Demetrio, el hijo del alcalde, más por complacer a sus padres que por estar sola y desamparada con dos niños a quienes criar. Y entonces tomó una decisión trascendental en su vida: crearía un escudo de protección para su familia. Ella tan romántica y soñadora idealizaría al padre perfecto, al santo, al mártir que dio su vida por la de su hija enferma.

Eulogio estaba a punto de dar media vuelta para marcharse, cuando de pronto la vio en el umbral de la puerta. Vestida con un traje largo, negro y con su hermosa cabellera, color trigal, recogida en un moño. ¡Su Aurorita! Ella lo reconoció de inmediato y sintió una congoja muy fuerte en su alma, viendo en el despojo humano que se había convertido el hombre a quien amó con locura y le hizo trizas el corazón. Supo en ese instante que su búsqueda había terminado, pero disimulando muy bien, se dispuso a recibir las condolencias de los presentes.

El cortejo fúnebre partió a las diez en punto, con destino al viejo cementerio ubicado en las afueras del pueblo. A lo lejos vio su antigua casa, donde vivió momentos felices e infelices con su madre… ¡Su madre! Nunca supo más de ella, ni una carta, ni una llamada. ¡Qué comportamiento tan ingrato tuvo con los seres que más lo amaron! Recorrió el cementerio, como alma en pena, soportando el fardo y el peso del remordimiento en su corazón. Buscó la tumba de su padre, una pequeña lápida, casi escondida entre la maleza y hojas húmedas. Entonces vio algo que lo dejó paralizado, anonadado. ¡No lo podía creer! Al lado de la tumba de su padre, otra muy cuidada, rodeada de rododendros y narcisos, con una hermosa lápida y un epitafio algo ostentoso. Leyó y releyó y no salía de su asombro. Allí, escrito en letras doradas, estaba su nombre. Pero lo inverosímil era el texto. ¿¡Qué significaba todo esto!?

¡Él… ¿Un santo?!

Eulogio Ramón Cisneros Morante

1955-1985

Padre amantísimo y Santo varón, elevado a los altares, fallecido en medio de una tormenta, buscando un remedio para la curación de su hija enferma. ¡Milagro que se le pida, es de inmediato concedido! Q.E.P.D.

Su esposa Aurora y sus hijos Inés María y Jacobo José.

Piedra Alta, 6 de abril de 1985

Todavía no salía de su asombro, cuando vio acercarse a una joven, alta y blanca, muy parecida a Aurora, y supo de inmediato que era su Inés María. Esta se arrodilló en ferviente oración, frente a su tumba. ¡Su tumba! Con dolor y rabia decidió terminar con esa falsa, le diría que su padre, fue un mal hombre, sin escrúpulos, ¡Que los abandonó a su suerte! Se detuvo al ver la mirada fría y lacerante de Aurora, que con el dedo índice le conminaba a guardar silencio. No tenía derecho a romper el idílico recuerdo de esa leyenda fascinante del hombre que se convirtió en santo. El padre perfecto que perdió la vida al ser alcanzado por un rayo en una noche de tormenta por buscar un remedio para su hija enferma.

Nancy Aguilar Quintero, mayo 2017

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 15  





miércoles, 31 de marzo de 2021

EL SEÑOR DE LOS MANDADOS

 



Anselmo, cada mañana daba los buenos días al mal encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre el maleducado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba más, debido quizá a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las vicisitudes y desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de la señora. Cómo soñaba Anselmo ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran “don”, y su madre que se lo recordaba a diario:

—Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué, allí no eres nadie, ni siquiera te respetan.

En esos momentos, desearía retorcerle el cuello, pero se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla! Esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía: “qué de malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento, entre la invisibilidad de sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco. Sus únicos momentos de felicidad y alegría eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la ferretería, e imaginaba que ella le regresaba la mirada con arrobamiento y le sonreía. Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, como para todos los otros empleados, él simplemente no existía, él solamente era “el señor que hace los mandados”, ni siquiera le decían su nombre. Y Anselmo, escuálido y tristón caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés, ni siquiera le daba para los pasajes en el autobús.  En el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios, a quien tanto su madre le rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano, el encargado de la ferretería le encomendó, hablar con el gerente del banco, ya que al parecer el contador encontró algunas irregularidades en la cuenta nómina del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre, decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado, para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se anunció con la recepcionista y esta al ver el sobre y de dónde provenía, le obsequió una encantadora sonrisa y unos buenos días sonoros, como hacía mucho tiempo no escuchaba:

─¿Desea un café, don Anselmo?

Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó: “¿Es a mí a quién se[dirige esta encantadora señorita?”.

—Don Anselmo, —repitió la señorita— ¿desea un café?

—Sí, sí, si es su gusto…

Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso, cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte apretón de manos, como desde hace tiempo tampoco nadie lo saludaba.

—Pase, pase, don Anselmo; es un placer tenerlo aquí en nuestro banco. Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente, que hemos tenido.

Después de una breve llamada, el señor elegante, que debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos:

—Ya está todo resuelto, dígale a don Andrés que todo está solucionado y nos disculpe el inconveniente.

Anselmo salió con una amplia sonrisa sintiéndose tan feliz y pleno. Al salir del banco sintió el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical eso de… don Anselmo.

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile

Publicado en la Antología Literaria Digital El Narratorio N° 46, diciembre 2019

miércoles, 24 de marzo de 2021

AMARGO DESENCANTO

 



A las cuatro y media de la tarde de aquel día caluroso del mes de abril, Adelaida dejó de llorar. En un instante, su vida cambió para siempre y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó su llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando Mauricio, elegante y apuesto joven capitalino apareció en su vida. Como de costumbre, doña Beatriz, su mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, modista fina de amplia clientela, le encargó que comprara en la única quincalla del pueblo, árido y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes. Los necesitaba, para terminar de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él sentado enfrente de la bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento muy lejos de ahí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que regularmente ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron solo un instante, que para ella fue una eternidad. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Una emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba justo al lado de la bodega. Con voz trémula pidió a Misael, el dependiente tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Aún estaba muy nerviosa cuando salió, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy observadora, notó inmediatamente que algo había ocurrido en el trayecto, pero como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de no hacer preguntas. Los días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella mañana, Adelaida continuó con su rutina cotidiana. Se levantaba muy temprano, para ayudar en los quehaceres del hogar, a pesar de que tenían una empleada que se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa disponiendo la compra de alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a la tienda del turco. Disponía de una manera casi artística, las plantas de los materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de regarlas, tarea que solo ella hacía, con la cantidad exacta de agua que cada planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo, Santiago, quien venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de abono químico de un vivero, cuyo anuncio salía en un periódico capitalino. Llegó el domingo, día tan anhelado por los jóvenes del pueblo. Como eran tan pocas las diversiones, las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono, se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con semanas de antelación con colores brillantes y vistosos, ya que existía una sana competencia para ver cuál calle era la más bonita, ya que ese día, el cura, en el sermón, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de estas, recorriendo por ellas la procesión del santo. Adelaida luciría ese domingo un precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su piel. Su primo le trajo de la capital unos hermosos zarcillos, que combinaban perfectamente con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de las tiendas del pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana a la iglesia con su madre y allí estaba él, sentado en el último banco, como escondiéndose de las personas que entraban a la iglesia, la cual estaba plena de aromas a rosas y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le combinaba perfectamente. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Sus ojos color miel, de infinita tristeza, la dejó verdaderamente perturbada. Adelaida se sentó al lado de varias amigas, pero ese día no prestó atención a lo que decía el padre Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea fija: “¿Quién era él?”. “¿De dónde vino?”, y “¿para qué?”. Todas estas interrogantes fueron contestadas muy pronto al terminar la misa. Su gran amiga, Vestalia, le hizo señas para que se acercara. Era su primo Mauricio y había llegado de la capital, donde residía con sus padres, con la misión de comprar un viñedo situado en las afueras del pueblo, encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad. Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se quedaría un tiempo en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como su amiga no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío. La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás para que se fijara en ella, se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí su mamá, doña Beatriz, y era la invitación para el cumpleaños de doña Elba, la madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría con un almuerzo en su hacienda Blancaflor. El ansiado día llegó, sin sospechar Adelaida, que las ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio se desmoronaría como castillo de naipes, y es que ella de personalidad soñadora y romántica nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, doña Elba presentaba a su sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando alguien preguntó qué estudiaba, la señora contestó muy orgullosa:

—¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin habrá un sacerdote en la familia!

 

Nancy Aguilar Quintero

Abril, 2009

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 26

Abril 2018                  

 

 

 

 

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...