Eran las seis de la mañana,
en pleno invierno, cuando Eulogio llegó a la estación del tren. Poco le
abrigaba la chamarra que llevaba puesta, demasiado vieja y raída, y el frío le
calaba hasta el alma. Hacía treinta años y tres días que había dejado el pueblo
con la intención de no regresar jamás. No sabía con qué se enfrentaría y cuáles
acontecimientos lo esperaban durante los días que se avecinaban. Ni siquiera
tenía la certeza de por qué había regresado. Retomar el hilo de un pasado cruel
y lleno de resentimiento no sería tarea fácil. Con sesenta años encima, su
aspecto era escuálido y decrépito, como el hombre que fuma, se trasnocha y bebe
mucho. Todavía sentía en sus oídos el llanto desgarrador de su hija, de apenas
un mes de nacida, con cólicos y vómitos que le hacían insoportable su
permanencia en el hogar. Su esposa, Aurora, le miraba suplicante, diciéndole
con los ojos lo que sus labios no se atrevían a pronunciar. Momentos detenidos
en su memoria y que lo atormentaban en las largas noches de farra y aguardiente,
en un bar o taberna, de cualquier ciudad o pueblo donde vivió, o malvivió todos
estos años. ¿Qué razones válidas pueden llevar a un ser humano a abandonar a su
familia para deambular como alma errante por esos mundos de Dios? Estaba harto
de la vida, de su mujer, de sus hijos, de la pequeña Inés María y el varoncito
Juan Jacobo, de dos años. Nunca superó haberse casado. El problema no era
Aurora, hacendosa y aseada, con una cabellera reluciente como los trigales en
flor. Era él, de alma errante y sin ataduras, asiduo a cantinas y a parrandas,
con su guitarra al hombro, cantando y perdiendo el tiempo, como le decía su
madre, Doña Carmela Morante, viuda de Cisneros. Y la cantinela diaria que
se lo recordaba.
— ¿Eulogio, ¿cuándo vas a
sentar cabeza y formar un hogar como Dios manda?
Y allí estaba Aurorita, la
bella hija de los pulperos Anzola, que lo miraba con ojos arrobados y embobada
al escucharlo cantar y tocar la guitarra. Un día de tantos, después de oír la
consabida cantinela y reproches de su madre, tomó la decisión. ¡Se casaría con
Aurora! Estaba tan seguro de que ella lo aceptaría, que se dio plazo de dos
meses para los preparativos de la boda. Fue una ceremonia sencilla, pero
elegante, donde asistió todo el pueblo. Los padres de Aurora le obsequiaron la
vivienda en que vivirían, ya que doña Carmela dejó muy claro el hecho que
“casado casa quiere”. Y como dice el refrán “escoba nueva barre bien”, el
primer año de casados todo fue felicidad y arrumacos. Sus suegros, en vista de
su falta de estudios y oficio, le ofrecieron, a regañadientes, después de
escuchar las súplicas diarias de su hija, hacerse cargo de la
pulpería. Era la más grande del pueblo con toda clase de víveres y
quincalla. Pero al poco tiempo, su suegro don Ignacio Anzola notó la
desaparición de mercancía, ¡y lo más grave, no entregaba bien las cuentas! Al
año lo botó y Eulogio recibió la lluvia de reproches de su madre y esposa.
Volvió a las andanzas, a la cantina donde permanecía casi hasta el amanecer,
divirtiendo a los clientes con sus chistes y su guitarra, descuidando por
completo su hogar. Una tarde, llegando a la casa de su madre y antes de
comenzar a escuchar sus reproches, tomó una decisión. Y es que las decisiones
de Eulogio eran así, tajantes y rápidas. ¡Se marcharía del pueblo! Sabía que a
su esposa y a sus hijos no les faltaría nada. Para eso estaban sus padres y su
madre, que no los desampararían. Se iría a buscar fortuna, sin ataduras, como
siempre quiso, sin dar explicaciones de su conducta a nadie. Cuando su hija
Inés María comenzó con el llanto y el vómito, Aurora le suplicaba con la
mirada, sin atreverse a decirle que fuera a buscar un remedio para la niña.
Días antes, le había sugerido, de manera muy sutil, los buenos oficios de la
yerbatera Agustina Coronado, famosa por nunca equivocarse en sus diagnósticos.
Salió dando un portazo y pensó en la curandera que en el pueblo le tenían más
fe que al doctor Olegario Arreaza, ya que según decían ya era demasiado viejo y
anacrónico para atender enfermos. Su cabeza era un caos, con pensamientos
desordenados y reprochándose a sí mismo en el problema que se había metido por
estarle haciendo caso a su madre. La noche, oscura y tenebrosa, no pintaba nada
bien. Caminó un buen rato bajo la tormenta que arreciaba por momentos. Pasaron
las horas, llegó el amanecer y Eulogio sin aparecer. Nadie supo más de él. La
policía interrogó a Nehemías, el taquillero de la estación del tren, si lo
había visto pasar por allí. Pero como era huraño y mal encarado, nunca se
fijaba a quién compraba los boletos, por lo tanto, no dio mayores
explicaciones. Lo buscaron por los alrededores y la policía sabiendo lo
tarambana que era no puso mucho empeño en encontrarlo. Estaban agradecidos que
así fuera, porque aparte de bebedor, era pendenciero y buscapleitos, y fueron
muchas las veces que los agentes del orden se apersonaban en la cantina porque
había problemas con Eulogio.
Y como la fama de todo
acontecimiento dura siete días, a la semana solo apenas rumores y uno que otro
preguntar. El pueblo se olvidó de él. Aurora nunca. Y ahora estaba ahí, en la
estación del tren, queriendo con toda el alma juntar los pedazos de vida rotos
por el tiempo y la distancia.
Eulogio ya había ideado un
plan que estaba seguro, le daría resultado. Pediría disculpas, se arrodillaría
si fuese necesario. Aurorita lo amó demasiado y no dudaría en perdonarlo.
Hablaría con sus hijos desde el corazón y les daría una explicación. Si eran
tan buenos y piadosos como su madre, de seguro lo comprenderían. Estaba
arrepentido, y a cualquier persona en sus condiciones, se le otorga el perdón.
Lo decía el cura Casimiro, de la iglesia santa Teresa, lugar donde contrajeron
nupcias y su esposa era una ferviente feligresa.
Estaba ansioso por llegar y
que todo volviera a ser como treinta años atrás cuando, sin excusa ni motivo
valedero, abandonó el techo conyugal.
Apenas Eulogio se acercó a
la casa donde vivió momentos felices e infelices, supo que algo muy grave
ocurría. La pequeña y modesta casa que dejó estaba irreconocible. Reformada en
su totalidad, simulaba un hermoso palacete, como un jardín en contorno,
espléndidas flores y árboles frutales a los lados. Frente a la verja
entreabierta notó que había algunas personas en la entrada de la casa. Su
corazón casi se sale del pecho cuando vio una carroza fúnebre parada
enfrente. Alguien, al verlo con aquella vestimenta, inapropiada y sucia, y
el pequeño morral al hombro, le preguntó qué deseaba. Ya iba a contestar cuando
otra persona les interrumpió y dijo:
—Debe ser uno de los
labriegos a quien don Demetrio ayudaba con sus obras de caridad y vino a darle
el último adiós.
Quedó paralizado por la
duda. —¿Quién sería Don Demetrio?... —Y qué hacía en aquella casa, su antigua
casa. —¿Será que Aurorita tuvo que venderla, cuando él se marchó? —Y… ¿Dónde
estarían sus hijos?
Supuso que ya eran
independientes, que se habrían casado y tendrían sus propias familias. Toda su
cabeza era un torbellino de preguntas incongruentes, sin respuestas. Sin
que nadie se diese cuenta y en medio de la confusión se adentró en la casa. De
aquella pequeña y humilde vivienda no quedaba nada. Estaba irreconocible.
Tropezó con una chica y por su uniforme dedujo era del servicio. Casi le
tumba una bandeja donde llevaba bocadillos y tazas humeantes de café.
—¡Usted debe ser uno de los
labriegos que vienen por la limosna semanal del don! —Pero…—¿no sabe que él
falleció ayer en la madrugada? –dijo la chica con actitud asombrada.
—No, no estaba enterado de
nada… —balbució Eulogio, con palabras entrecortadas.
—Vamos, buen hombre, tome
una taza de café y un bocadillo que se le nota a leguas el hambre en la cara.
—Y ya que está aquí, puede quedarse para el funeral.
Ahora sí, era verdad que
Eulogio desorientado por completo, decidió seguir el juego a las personas y
descubrir qué pasaba allí. Deseaba con el alma ver a Aurora, ¡a su Aurorita!
Qué alivio sintió cuando la chica del servicio le dijo que el difunto era un
tal don Demetrio. Tenía la certeza de haber escuchado ese nombre antes, pero no
recordaba dónde.
Con la velocidad de la luz
su memoria se remontó al pasado…
“Claro… ¡Demetrio, el hijo
del alcalde del pueblo!” Un chico fatuo y pretencioso. “¿Sería el mismo?”
Eterno enamorado de Aurora, pero a esta no le hacía la menor gracia. Podría
decirse que hasta le causaba cierta repulsión.
Qué dolor tan grande puede
ocasionar la partida de un ser amado, pero cuando este desaparece sin dejar
ningún rastro, la pérdida es doble y la incertidumbre mayor. Si está muerto, se
reza por su alma y se le lleva flores a su tumba… ¡Pero si vive! ¿Dónde
estará?
A los dos años de
desaparecer Eulogio, Aurora se unió en segundas nupcias con Demetrio, el hijo
del alcalde, más por complacer a sus padres que por estar sola y desamparada
con dos niños a quienes criar. Y entonces tomó una decisión trascendental en su
vida: crearía un escudo de protección para su familia. Ella tan romántica y
soñadora idealizaría al padre perfecto, al santo, al mártir que dio su vida por
la de su hija enferma.
Eulogio estaba a punto de
dar media vuelta para marcharse, cuando de pronto la vio en el umbral de la
puerta. Vestida con un traje largo, negro y con su hermosa cabellera, color
trigal, recogida en un moño. ¡Su Aurorita! Ella lo reconoció de inmediato y
sintió una congoja muy fuerte en su alma, viendo en el despojo humano que se
había convertido el hombre a quien amó con locura y le hizo trizas el corazón.
Supo en ese instante que su búsqueda había terminado, pero disimulando muy
bien, se dispuso a recibir las condolencias de los presentes.
El cortejo fúnebre partió a
las diez en punto, con destino al viejo cementerio ubicado en las afueras del
pueblo. A lo lejos vio su antigua casa, donde vivió momentos felices e
infelices con su madre… ¡Su madre! Nunca supo más de ella, ni una carta, ni una
llamada. ¡Qué comportamiento tan ingrato tuvo con los seres que más lo amaron!
Recorrió el cementerio, como alma en pena, soportando el fardo y el peso del
remordimiento en su corazón. Buscó la tumba de su padre, una pequeña lápida,
casi escondida entre la maleza y hojas húmedas. Entonces vio algo que lo dejó
paralizado, anonadado. ¡No lo podía creer! Al lado de la tumba de su padre,
otra muy cuidada, rodeada de rododendros y narcisos, con una hermosa lápida y
un epitafio algo ostentoso. Leyó y releyó y no salía de su asombro. Allí, escrito
en letras doradas, estaba su nombre. Pero lo inverosímil era el texto. ¿¡Qué
significaba todo esto!?
¡Él… ¿Un santo?!
Eulogio Ramón Cisneros
Morante
1955-1985
Padre amantísimo y Santo
varón, elevado a los altares, fallecido en medio de una tormenta, buscando un
remedio para la curación de su hija enferma. ¡Milagro que se le pida, es de
inmediato concedido! Q.E.P.D.
Su esposa Aurora y sus hijos
Inés María y Jacobo José.
Piedra Alta, 6 de abril de
1985
Todavía no salía de su
asombro, cuando vio acercarse a una joven, alta y blanca, muy parecida a
Aurora, y supo de inmediato que era su Inés María. Esta se arrodilló en
ferviente oración, frente a su tumba. ¡Su tumba! Con dolor y rabia decidió
terminar con esa falsa, le diría que su padre, fue un mal hombre, sin
escrúpulos, ¡Que los abandonó a su suerte! Se detuvo al ver la mirada fría
y lacerante de Aurora, que con el dedo índice le conminaba a guardar silencio.
No tenía derecho a romper el idílico recuerdo de esa leyenda fascinante del
hombre que se convirtió en santo. El padre perfecto que perdió la vida al ser
alcanzado por un rayo en una noche de tormenta por buscar un remedio para su
hija enferma.
Nancy
Aguilar Quintero, mayo 2017
Publicado
en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 15