Marta,
sentada en su sillón preferido en la sala de su casa, se dedicó a recordar.
Eran pensamientos persistentes y recurrentes sobre aquel episodio tan penoso,
ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en rememorar con
cierta nostalgia y tristeza, pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque
añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y
satisfacción porque el cariño y aprecio que Alicia le tenía, era, en verdad,
desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca
más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás su única
amiga. No pensó Marta que ese juramento se llevaria a cabo meses después.
Alicia,
alta, blanca, de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete
años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían
inscrito, cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde
según decían, tuvo problemas con el director, pero eso no fue impedimento para
hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa
mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos y en algunas
oportunidades, daba una respuesta antes de conocer la pregunta. Alegre y
dicharachera, tal vez demasiado, lo que acarreaba problemas con sus profesores,
ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía
con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía
dos años de edad. Parecía su hermana mayor, y según cuchicheaban en el liceo,
su fama no era nada buena. Alicia hablaba de todo, menos de su madre, y cuando
alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de
inmediato la conversación.
Al
mes de haber finalizado el curso, cuando ya festejaban el hecho de ser
bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro.
Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y
que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su
madre siempre le decía:
“–Cuídate
de los anhelos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”.
Marta
le deseó todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar.
Luego, cuando se calmó y quiso retractarse, ya era muy tarde. Pero ese recuerdo
marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar
rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. “¿Será que se
fue porque quería?, o, “¿Alguien se la llevó engañada, o a la fuerza?”. Esas
interrogantes son peores que conocer la verdad… Porque la verdad te libera, te
aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el
agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates,
nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos
en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en una vivienda muy humilde
con sus padres y tres hermanos, más los agregados que nunca faltaban. Le daba
vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de
sus compañeros del liceo le producían una envidia escondida y juró que nunca
los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no
fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde
viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada, como ella
sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue el
día su cumpleaños, y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta. Todos
se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema:
nadie sabía a ciencia cierta dónde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron
seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en
clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una
señora sencilla y agradable, de cabello corto, algo encanecido, con porte de
reina, como si la pobreza, en vez de disminuirla, la enalteciera. Le explicaron
todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea, ya que Marta, a su
edad, nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus
diecisiete primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad
nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así,
despreocupados y sin prejuicios, menos Marta, que era la excepción de la regla.
Sus pensamientos eran de gente mayor, como decía su madre,
“—Pareces
una vieja, en un cuerpo de muchacha”.
La
señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y
nunca los invitara para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá,
como era su costumbre, al levantarse le dio un beso y un abrazo, y la bendijo
por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano, resignada a que
nadie allí la felicitara, ya que nunca había dicho su fecha de cumpleaños. En
el aula sus compañeros sonreían y cuchicheaban, pero ella jamás pensó lo que se
estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre, con las tareas y
actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto,
encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total, daba lo
mismo, “un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa” como decía
su hermano, Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa
que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme
sonrisa la invitó que viniera rápido a la sala, que le tenía una sorpresa.
“–¿Una
sorpresa?... ¿Su mamá?” ... y con cara de
aburrimiento y sin muchas ganas la siguió.
Las
luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. ¡Y
en ese instante! ¡Sorpresa!
“–¡Cumpleaños
feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloína, cumpleaños feliz!”
Y
allí estaban casi todos los compañeros del salón con una enorme torta,
refrescos, golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y
Alicia enfrente, como una guerrera desafiante con un inmenso globo multicolor
en las manos. En ese momento la odió con toda su alma. Hacerle pasar semejante
vergüenza y además decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la
“sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de Historia, por quien
Marta suspiraba y la tenía embobada. Y a la profesora de Literatura, gruñona y
amargada, que la miraba como diciéndole, “¡Aja!” “¿Aquí es dónde vives?!” Su
cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella
escuchando la gritería y la música. —"¡Se desmayó, se desmayó!" –Decía
su madre, aterrorizada y arrepentida de haber sido cómplice de semejante
locura. Roberto, el profesor de Historia, con mucha amabilidad, se hizo cargo
de la situación; le dio a beber un poco de refresco, y a oler alcohol
isopropílico. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta
rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de
rabia, de impotencia, de vergüenza y quién sabe qué cosas pasaron por su cabeza
en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, a de excepción Marta. Faltó al
liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho
menos de Alicia, quien también andaba medio apesadumbrada, sin entender en qué
se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes por el móvil, pero
nada. Marta no daba su brazo a torcer y la increpó:
—¡¿Cómo
se te ocurre hacerme esto?!
“—Amiga,
lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con
tantos prejuicios. A nadie le importa dónde vives”.
Pero
estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes, sin dirigirle la
palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés, que estaba enamorado de Alicia
propició un encuentro entre las dos. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó
a ambas a comer helados.
Sucedió
que, próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases,
habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente
meta, la universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera
diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a
tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase”
se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias
como antes. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas,
uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba
sola. Doña Aurora fue quien la vio primero. Sentada en un pequeño café, de esos
medios bohemios, con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó
como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada
la mano, la cual Alicia soltó muy rápido cuando se dio cuenta de que Marta y su
mamá se acercaban a saludarla. Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó
como un amigo. Diego, creo que escucho Marta cuando este le estrechó la
mano.
“—¿Y
qué hacía ella con un amigo que le doblaba la edad?, —comentó doña
Aurora”.
Por
mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a
decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y
tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no, quedaría por siempre en un
misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia,
sentada en la pequeña, pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de
fotografías abierto, y un diario sobre sus piernas, una lágrima que forcejeaba
por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche,
día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable
sorpresa.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, junio 2017
Publicado en EL
NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 22
enero, 2018.