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sábado, 9 de marzo de 2024

MARGINADOS

 


La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un pantalón corto azul y una franela de color indefinido, muy desteñida. Estaba parado al lado de la ventanilla de mi auto y me miraba con sus inmensos ojos grises, su rostro desaseado, muy sucio y su cabello corto enmarañado. Esta gran ciudad, donde la riqueza y la pobreza riñen a diario, se ha convertido en una urbe de indigentes y mendigos. Miré al niño con cierta lástima, saqué una moneda y la puse muy rápido en su mano con temor a que me contagiara alguna enfermedad. Apenas escuché un:

—Gracias, señorita.

Después reflexioné y me dije para mis adentros: ––“¿De qué podría contagiarme?”  Porque en verdad no parecía enfermo y su mirada límpida y profunda me impactó. Si contara esto a mis amistades y compañeros de trabajo, no lo creerían. Yo, tan mundana, tan ejecutiva, que solo me importaba lo mío, debo confesar que esa mirada y esa voz me turbaron. Como pasaba siempre por esa esquina, un día me sinceré conmigo misma. ¡Quería verlo de nuevo! Muchas veces el sonido de la bocina del auto de atrás me avisaba del cambio de luz del semáforo. Era como si un impulso, un anhelo que no comprendía, me decía que lo buscara. Después de varios días, por fin lo vi, parado al lado de una muchacha, muy joven y tan sucia como él, que cargaba un bebé de meses en los brazos. Tomé la decisión de hablarles, de preguntarles cosas, qué razones tenían para estar en esas condiciones y si el niño asistía a la escuela. Busqué un lugar donde estacionarme y me bajé del auto. Cuando me acerqué, la muchacha me miró extrañada, con recelo y temor, como quien ve a un fantasma. Primero le pregunté tonterías tratando de ganar su confianza. Me dijo que se llamaba Lucia, tenía veinticuatro años y el niño, Abel José, siete. Quedó embarazada muy joven de un hombre mayor que al comentarle su estado desapareció y nunca más lo vio. Huérfana desde muy pequeña, fue criada por una tía paterna, gruñona y un tío abusivo y borracho que la maltrataba. Víctima ella misma de la tragedia social y moral que afecta a gran parte de la sociedad con menos recursos, nunca asistió a la escuela y se crio en la calle, donde la sobrevivencia y buscar un plato de comida es la prioridad fundamental, sin importar los medios que para ello se requiera. Cuando su tía se enteró de su embarazo la botó de la casa y desde ese momento su calvario se agudizó aún más. Después de que Abel José nació, se fue a vivir con una señora que conoció en el hospital donde dio a luz y le ofreció posada en su casita muy humilde, lejos del centro de la ciudad. A medida que pasaba el tiempo, se fue convirtiendo en una indigente, en una pordiosera, pidiéndole dinero a cualquiera. Le miré la cara y vi sus ojos brillantes. Se sentía avergonzada y a punto de llorar. Le pregunté por el otro niño, el que tenía en los brazos, y me dijo que no era suyo, que se lo prestaba una vecina para que se rebuscara y compartiera con ella lo que conseguía.

—“¡No ve que cuando a una la ven con un bebé casi siempre le dan algo!” “¡Dios mío!”, pensé: “De cuántas tonterías nos quejamos: de los zapatos que no podemos comprar, de adquirir el último modelo de móvil y de tantas cosas sin transcendencia”. ¡Ahora la que tenía un nudo en la garganta y a punto de llorar era yo! “¿Cómo puede un ser humano vivir así?”  Esto no es vida; es una tortura, un castigo muy grande”. Le di algo de dinero y le prometí ayudarla. Me dijo que siempre estaba por allí, moviéndose, ya que el policía de la esquina la regañaba y le decía que no estorbara el paso de los vehículos. Y así, puntual, todos los días ella me esperaba, casi nos hicimos amigas. En el corto intervalo de cambio de luz del semáforo, me contó parte de su vida. El sufrimiento que reflejaba su rostro me destrozaba el alma. Me dijo que le hubiera gustado ser maestra.  Antes de llegar, le compraba pan, leche, queso y alguna que otra chuchería para Abel José. Le insinué de la manera más diplomática que pude que se aseara un poco ya que era muy bonita y no merecía estar en esas condiciones. Me dijo que en el ranchito donde vivía no había agua, que tenían que comprarla a los camiones cisterna y era muy cara. Me encariñé con Abel José, y hasta lo comenté en el trabajo. Era tanta la atracción hacia él que mis compañeros de oficina me jugaban bromas y me decían que tuviera mis propios hijos. Transcurrido un tiempo, una mañana al llegar al semáforo, no los vi. Los busqué con la mirada y no estaban. «¿Les habrá ocurrido algo?» —las manos sobre el volante me temblaban al pensar esto. No me dio tiempo de preguntar, cambió la luz del semáforo y tuve que seguir. Pasé todo el día nerviosa y malhumorada. Al otro día, lo mismo. No estaban, ya la situación era preocupante. A los tres días, estacioné el auto más adelante, donde pude. Me acerqué al policía que dirigía el tráfico y le pregunté por ellos. Con cara de pocos amigos, me dijo que no sabía dónde estaban, pero comentó que la policía estuvo haciendo una redada por allí y que los patrulleros le dijeron que se retirara del semáforo; si no, la pondrían presa y le quitarían al niño… Ya han transcurrido seis meses desde que no los veo. Continúo con mi recorrido todos los días por allí y miro a los lados con la esperanza de encontrarlos. —“¿Qué habrá sido de ellos?” —“¿Dónde estarán?” Y siento un dolor punzante y una gran angustia en mi corazón. Dios permita que algún día pueda reencontrarme con ellos de nuevo.

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, octubre de 2016

Publicado en La Antología Digital El Narratorio N° 8, octubre 2016

jueves, 1 de febrero de 2024

MIS TERTULIAS CON DIOS

 



Hoy me desperté más temprano cuando mi hijo entró en la habitación a pedirme la bendición de salida al trabajo y mi memoria se remontó en el tiempo y el espacio a mis años juveniles. Pienso que el tiempo pasa tan rápido, que apenas nos damos cuenta. Ya soy una abuela, vivo con mi hijo menor y su esposa, que es muy buena conmigo, pero yo siento que estorbo. Ella me dice: “Clara, usted puede disponer de esta casa como quiera, para nosotros es un privilegio, que viva aquí y comparta momentos con sus nietos”. Sentí el golpe de la puerta al salir mi hijo y mi sueño se desvaneció, los recuerdos se amotinaron en mi mente, y recordé la época en que yo era quien salía a trabajar en mi lejana ciudad, a kilómetros de distancia. Casi siempre me levanto a media mañana porque me acuesto tarde, a veces me dan las dos o tres de la madrugada y yo despierta. Y es que la noche tiene un encanto especial para mí. Y no es que haya sido fiestera ni muy alegre ni nada por el estilo. Mis estadías nocturnas son porque en esas horas de silencio, interrumpido a veces por el sonido de una sirena lejana o de un grillo, me pongo a leer o ver un programa por la televisión sin que nadie moleste. O a pensar, meditar o conversar con Dios. Con Él tengo una comunicación mental que se inició desde el parto de mi primer hijo, cuando busqué a alguien con quien conversar sin que me cuestionara ni juzgara. Aunque soy siempre la que habla, sé que me presta atención, porque de inmediato siento un susurro en mi oído e intuyo su respuesta. La otra noche se enojó conmigo.

–¡No te preocupes tanto! –¡Tranquiliza tu mente! – ¡Yo estoy siempre contigo, recuerda que soy Todopoderoso y no te voy a dejar desamparada!

Él sabe de mis penas y preocupaciones, es un excelente oyente y casi no me interrumpe. Tenemos química, Dios y yo, pero soy tan terca y testadura y a veces no le hago ni un poquito de caso. Vive regañándome. Dice que, si converso de temas interesantes con mis amigos, la situación mejorará, que cambie ese gesto malhumorado y amargado por una sonrisa. 

–Pero es que desde chica fui así. Tímida y gruñona.

–Es por eso que no tienes casi amigos —me comenta Dios a cada rato.

Y como hago, nací así y creo que moriré así.

Él me dice que todos podemos cambiar o al menos intentarlo. La otra vez traté de hacer amistad con una señora que conocí en un taller de escritura creativa. Me dije a mí misma:

—Creo que voy a tener al menos una amiga con quien intercambiar ideas o algún comentario. 

Y no sé qué pasó, le envié mensajes y apenas me respondía. Comencé una conversación con ella, pero solo yo hablaba, me salía con evasivas. Hasta que me dije:

¡A esta también le caigo mal!

Tengo arraigado el pensamiento de que les caigo mal a las personas y sé que debo soltarlo. Conversando con Dios me dice que como pienso así me responden, que estoy predispuesta al rechazo y entonces siento que me rechazan.

—Tienes que ser un poco más espontánea y analizar primero a la persona, observarla a ver cuáles son sus gustos y preferencias, y después le planteas una conversación.

Mis nietos me dicen:

—¡Nana, de verdad hablas con Dios! —¡Cómo haríamos nosotros para hacerlo!

Esto me causa mucha risa y es que los niños son tan espontáneos e inocentes que se creen todo lo que los adultos le decimos. Y más si somos las abuelas. Hoy en la mañana, cuando me dirigía a desayunar, escuché a Matías, el menor de siete años.

—Sabes mami, la Nana habla con Dios.

—¿Con Dios? —¿¡Como así!? —preguntó mi nuera.

—Si ella lo dice, y yo pienso que es verdad –dijo mi nieto–porque ayer lo escuché, cuando toqué la puerta de su cuarto para darle las buenas noches. –Oí que conversaba con un señor que le decía que pronto la llevaría de paseo a un parque, con una fuente de agua en el centro, con muchos árboles, mariposas, abejas y los gatos que a ella tanto le gustan. Estoy seguro de que era Dios que vino a visitarla.

–¿Serán inventos de mi nieto o en verdad escucharía algo? Ahora si me quedé perpleja y pensativa. Bueno, tendré todo el día para comunicarme con Dios y que me saque de mis dudas. 

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, octubre 2020

Taller de Narrativa: Contando desde la memoria. Patrocinado por Independencia Cultural




sábado, 27 de enero de 2024

LA VISITA

 


La víspera de navidad, la anciana y achacosa Carmen Lucía, revolvía la sopa en la cocina de su humilde casa. Su memoria se remontó al pasado, a otras navidades, con su esposo e hijos reunidos alrededor de la mesa, con manjares suculentos propios de esa celebración.  De pronto escuchó tres golpes en la puerta.  Se limpió las manos con el delantal, caminó a la pequeña sala y descorrió con sigilo la cortina.  Vio a un hombre alto y con sombrero de guama, parado frente a la puerta y pensó en su esposo, desaparecido hacía cuarenta años.

–Carmen Lucía, voy a la tienda a comprar café y los víveres que hagan falta–fueron las últimas palabras que escuchó de él. “Me estaré volviendo loca, o es que ya los años me pesan demasiado, y confundo la realidad, con la imaginación”. –pensó Carmen Lucía.

–¿Ismael José, sois vos?, –preguntó con trémula voz.

Sí, Carmen Lucía, soy yo. Anhelaba tanto verte.

Verme ¿Y para qué? –Te fuiste sin despedirte.

Quise hacerlo, pero no me dejaron, vos sabías a quién nos enfrentábamos, no me dieron tiempo de nada.

–¿Y a que has venido si se puede saber? Los muchachos crecieron sin vos, y hace rato se fueron por esos mundos de Dios y que, a probar suerte en otro lugar, donde no haya tanta muerte y guerra por el control del territorio. Anhelaban vivir en un ambiente de paz.

–¿Y vos por qué no te fuiste con ellos? –preguntó Ismael José

No quise, siempre tuve la esperanza que un día regresarías, a darme una explicación. –¿Viniste a eso verdad?

–Yo no vine Carmen Lucía, sois vos la que ha llegado. Y abrazándola con ternura le dio un beso en la frente.

Nancy Aguilar Quintero

Los Ángeles, Chile, 25 de octubre de 2023

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...