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lunes, 10 de mayo de 2021

INOLVIDABLE SORPRESA

 



Marta, sentada en su sillón preferido en la sala de su casa, se dedicó a recordar. Eran pensamientos persistentes y recurrentes sobre aquel episodio tan penoso, ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en rememorar con cierta nostalgia y tristeza, pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y satisfacción porque el cariño y aprecio que Alicia le tenía, era, en verdad, desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás su única amiga. No pensó Marta que ese juramento se llevaría a cabo meses después.

Alicia, alta, blanca, de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían inscrito, cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde según decían, tuvo problemas con el director, pero eso no fue impedimento para hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos y en algunas oportunidades, daba una respuesta antes de conocer la pregunta. Alegre y dicharachera, tal vez demasiado, lo que acarreaba problemas con sus profesores, ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía dos años de edad. Parecía su hermana mayor, y según cuchicheaban en el liceo, su fama no era nada buena. Alicia hablaba de todo, menos de su madre, y cuando alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de inmediato la conversación.

Al mes de haber finalizado el curso, cuando ya festejaban el hecho de ser bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro. Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su madre siempre le decía:

“–Cuídate de los anhelos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”.

Marta le deseó todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar. Luego, cuando se calmó y quiso retractarse, ya era muy tarde. Pero ese recuerdo marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. “¿Será que se fue porque quería?, o, “¿Alguien se la llevó engañada, o a la fuerza?”. Esas interrogantes son peores que conocer la verdad… Porque la verdad te libera, te aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates, nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en una vivienda muy humilde con sus padres y tres hermanos, más los agregados que nunca faltaban. Le daba vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de sus compañeros del liceo le producían una envidia escondida y juró que nunca los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada, como ella sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue el día su cumpleaños, y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta. Todos se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema: nadie sabía a ciencia cierta dónde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una señora sencilla y agradable, de cabello corto, algo encanecido, con porte de reina, como si la pobreza, en vez de disminuirla, la enalteciera. Le explicaron todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea, ya que Marta, a su edad, nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus diecisiete primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así, despreocupados y sin prejuicios, menos Marta, que era la excepción de la regla. Sus pensamientos eran de gente mayor, como decía su madre,

“—Pareces una vieja, en un cuerpo de muchacha”.

La señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y nunca los invitara para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá, como era su costumbre, al levantarse le dio un beso y un abrazo, y la bendijo por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano, resignada a que nadie allí la felicitara, ya que nunca había dicho su fecha de cumpleaños. En el aula sus compañeros sonreían y cuchicheaban, pero ella jamás pensó lo que se estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre, con las tareas y actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto, encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total, daba lo mismo, “un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa” como decía su hermano, Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme sonrisa la invitó que viniera rápido a la sala, que le tenía una sorpresa.

“–¿Una sorpresa?... ¿Su mamá?” ... y con cara de aburrimiento y sin muchas ganas la siguió.

Las luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. ¡Y en ese instante! ¡Sorpresa!

“–¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloína, cumpleaños feliz!”

Y allí estaban casi todos los compañeros del salón con una enorme torta, refrescos, golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y Alicia enfrente, como una guerrera desafiante con un inmenso globo multicolor en las manos. En ese momento la odió con toda su alma. Hacerle pasar semejante vergüenza y además decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la “sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de Historia, por quien Marta suspiraba y la tenía embobada. Y a la profesora de Literatura, gruñona y amargada, que la miraba como diciéndole, “¡Aja!” “¿Aquí es dónde vives?!” Su cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella escuchando la gritería y la música. —"¡Se desmayó, se desmayó!" –Decía su madre, aterrorizada y arrepentida de haber sido cómplice de semejante locura. Roberto, el profesor de Historia, con mucha amabilidad, se hizo cargo de la situación; le dio a beber un poco de refresco, y a oler alcohol isopropílico. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de rabia, de impotencia, de vergüenza y quién sabe qué cosas pasaron por su cabeza en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, a excepción de Marta. Faltó al liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho menos de Alicia, quien también andaba medio apesadumbrada, sin entender en qué se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes por el móvil, pero nada. Marta no daba su brazo a torcer y la  increpó:

—¡¿Cómo se te ocurre hacerme esto?!

“—Amiga, lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con tantos prejuicios. A nadie le importa dónde vives”.

 Pero estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes, sin dirigirle la palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés, que estaba enamorado de Alicia propició un encuentro entre las dos. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó a ambas a comer helados.

Sucedió que, próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases, habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente meta, la universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase” se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias como antes. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas, uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba sola. Doña Aurora fue quien la vio primero. Sentada en un pequeño café, de esos medios bohemios, con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada la mano, la cual Alicia soltó muy rápido cuando se dio cuenta de que Marta y su mamá se acercaban a saludarla. Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó como un amigo. Diego, creo que escucho Marta cuando este le estrechó la mano. 

“—¿Y qué hacía ella con un amigo que le doblaba la edad?, —comentó doña Aurora”. 

Por mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no, quedaría por siempre en un misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia, sentada en la pequeña, pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de fotografías abierto, y un diario sobre sus piernas, una lágrima que forcejeaba por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche, día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable sorpresa.

 

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, junio 2017

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 22

enero, 2018.

 

 

lunes, 3 de mayo de 2021

EL TREN VOLVIÓ A PARTIR



Eran las seis de la mañana, en pleno invierno, cuando Eulogio llegó a la estación del tren. Poco le abrigaba la chamarra que llevaba puesta, demasiado vieja y raída, y el frío le calaba hasta el alma. Hacía treinta años y tres días que había dejado el pueblo con la intención de no regresar jamás. No sabía con qué se enfrentaría y cuáles acontecimientos lo esperaban durante los días que se avecinaban. Ni siquiera tenía la certeza de por qué había regresado. Retomar el hilo de un pasado cruel y lleno de resentimiento no sería tarea fácil. Con sesenta años encima, su aspecto era escuálido y decrépito, como el hombre que fuma, se trasnocha y bebe mucho. Todavía sentía en sus oídos el llanto desgarrador de su hija, de apenas un mes de nacida, con cólicos y vómitos que le hacían insoportable su permanencia en el hogar. Su esposa, Aurora, le miraba suplicante, diciéndole con los ojos lo que sus labios no se atrevían a pronunciar. Momentos detenidos en su memoria y que lo atormentaban en las largas noches de farra y aguardiente, en un bar o taberna, de cualquier ciudad o pueblo donde vivió, o malvivió todos estos años. ¿Qué razones válidas pueden llevar a un ser humano a abandonar a su familia para deambular como alma errante por esos mundos de Dios? Estaba harto de la vida, de su mujer, de sus hijos, de la pequeña Inés María y el varoncito Juan Jacobo, de dos años. Nunca superó haberse casado. El problema no era Aurora, hacendosa y aseada, con una cabellera reluciente como los trigales en flor. Era él, de alma errante y sin ataduras, asiduo a cantinas y a parrandas, con su guitarra al hombro, cantando y perdiendo el tiempo, como le decía su madre, Doña Carmela Morante, viuda de Cisneros. Y la cantinela diaria que se lo recordaba.

— ¿Eulogio, ¿cuándo vas a sentar cabeza y formar un hogar como Dios manda? 

Y allí estaba Aurorita, la bella hija de los pulperos Anzola, que lo miraba con ojos arrobados y embobada al escucharlo cantar y tocar la guitarra. Un día de tantos, después de oír la consabida cantinela y reproches de su madre, tomó la decisión. ¡Se casaría con Aurora! Estaba tan seguro de que ella lo aceptaría, que se dio plazo de dos meses para los preparativos de la boda. Fue una ceremonia sencilla, pero elegante, donde asistió todo el pueblo. Los padres de Aurora le obsequiaron la vivienda en que vivirían, ya que doña Carmela dejó muy claro el hecho que “casado casa quiere”. Y como dice el refrán “escoba nueva barre bien”, el primer año de casados todo fue felicidad y arrumacos. Sus suegros, en vista de su falta de estudios y oficio, le ofrecieron, a regañadientes, después de escuchar las súplicas diarias de su hija, hacerse cargo de la pulpería. Era la más grande del pueblo con toda clase de víveres y quincalla. Pero al poco tiempo, su suegro don Ignacio Anzola notó la desaparición de mercancía, ¡y lo más grave, no entregaba bien las cuentas! Al año lo botó y Eulogio recibió la lluvia de reproches de su madre y esposa. Volvió a las andanzas, a la cantina donde permanecía casi hasta el amanecer, divirtiendo a los clientes con sus chistes y su guitarra, descuidando por completo su hogar. Una tarde, llegando a la casa de su madre y antes de comenzar a escuchar sus reproches, tomó una decisión. Y es que las decisiones de Eulogio eran así, tajantes y rápidas. ¡Se marcharía del pueblo! Sabía que a su esposa y a sus hijos no les faltaría nada. Para eso estaban sus padres y su madre, que no los desampararían. Se iría a buscar fortuna, sin ataduras, como siempre quiso, sin dar explicaciones de su conducta a nadie. Cuando su hija Inés María comenzó con el llanto y el vómito, Aurora le suplicaba con la mirada, sin atreverse a decirle que fuera a buscar un remedio para la niña. Días antes, le había sugerido, de manera muy sutil, los buenos oficios de la yerbatera Agustina Coronado, famosa por nunca equivocarse en sus diagnósticos. Salió dando un portazo y pensó en la curandera que en el pueblo le tenían más fe que al doctor Olegario Arreaza, ya que según decían ya era demasiado viejo y anacrónico para atender enfermos. Su cabeza era un caos, con pensamientos desordenados y reprochándose a sí mismo en el problema que se había metido por estarle haciendo caso a su madre. La noche, oscura y tenebrosa, no pintaba nada bien. Caminó un buen rato bajo la tormenta que arreciaba por momentos. Pasaron las horas, llegó el amanecer y Eulogio sin aparecer. Nadie supo más de él. La policía interrogó a Nehemías, el taquillero de la estación del tren, si lo había visto pasar por allí. Pero como era huraño y mal encarado, nunca se fijaba a quién compraba los boletos, por lo tanto, no dio mayores explicaciones. Lo buscaron por los alrededores y la policía sabiendo lo tarambana que era no puso mucho empeño en encontrarlo. Estaban agradecidos que así fuera, porque aparte de bebedor, era pendenciero y buscapleitos, y fueron muchas las veces que los agentes del orden se apersonaban en la cantina porque había problemas con Eulogio.

Y como la fama de todo acontecimiento dura siete días, a la semana solo apenas rumores y uno que otro preguntar. El pueblo se olvidó de él. Aurora nunca. Y ahora estaba ahí, en la estación del tren, queriendo con toda el alma juntar los pedazos de vida rotos por el tiempo y la distancia.

Eulogio ya había ideado un plan que estaba seguro, le daría resultado. Pediría disculpas, se arrodillaría si fuese necesario. Aurorita lo amó demasiado y no dudaría en perdonarlo. Hablaría con sus hijos desde el corazón y les daría una explicación. Si eran tan buenos y piadosos como su madre, de seguro lo comprenderían. Estaba arrepentido, y a cualquier persona en sus condiciones, se le otorga el perdón. Lo decía el cura Casimiro, de la iglesia santa Teresa, lugar donde contrajeron nupcias y su esposa era una ferviente feligresa.

Estaba ansioso por llegar y que todo volviera a ser como treinta años atrás cuando, sin excusa ni motivo valedero, abandonó el techo conyugal.

Apenas Eulogio se acercó a la casa donde vivió momentos felices e infelices, supo que algo muy grave ocurría. La pequeña y modesta casa que dejó estaba irreconocible. Reformada en su totalidad, simulaba un hermoso palacete, como un jardín en contorno, espléndidas flores y árboles frutales a los lados. Frente a la verja entreabierta notó que había algunas personas en la entrada de la casa. Su corazón casi se sale del pecho cuando vio una carroza fúnebre parada enfrente. Alguien, al verlo con aquella vestimenta, inapropiada y sucia, y el pequeño morral al hombro, le preguntó qué deseaba. Ya iba a contestar cuando otra persona les interrumpió y dijo:

—Debe ser uno de los labriegos a quien don Demetrio ayudaba con sus obras de caridad y vino a darle el último adiós.

Quedó paralizado por la duda. —¿Quién sería Don Demetrio?... —Y qué hacía en aquella casa, su antigua casa. —¿Será que Aurorita tuvo que venderla, cuando él se marchó? —Y… ¿Dónde estarían sus hijos?

Supuso que ya eran independientes, que se habrían casado y tendrían sus propias familias. Toda su cabeza era un torbellino de preguntas incongruentes, sin respuestas. Sin que nadie se diese cuenta y en medio de la confusión se adentró en la casa. De aquella pequeña y humilde vivienda no quedaba nada. Estaba irreconocible. Tropezó con una chica y por su uniforme dedujo era del servicio. Casi le tumba una bandeja donde llevaba bocadillos y tazas humeantes de café. 

—¡Usted debe ser uno de los labriegos que vienen por la limosna semanal del don! —Pero…—¿no sabe que él falleció ayer en la madrugada? –dijo la chica con actitud asombrada.

—No, no estaba enterado de nada… —balbució Eulogio, con palabras entrecortadas.

—Vamos, buen hombre, tome una taza de café y un bocadillo que se le nota a leguas el hambre en la cara. —Y ya que está aquí, puede quedarse para el funeral.

Ahora sí, era verdad que Eulogio desorientado por completo, decidió seguir el juego a las personas y descubrir qué pasaba allí. Deseaba con el alma ver a Aurora, ¡a su Aurorita! Qué alivio sintió cuando la chica del servicio le dijo que el difunto era un tal don Demetrio. Tenía la certeza de haber escuchado ese nombre antes, pero no recordaba dónde.

Con la velocidad de la luz su memoria se remontó al pasado…

“Claro… ¡Demetrio, el hijo del alcalde del pueblo!” Un chico fatuo y pretencioso. “¿Sería el mismo?” Eterno enamorado de Aurora, pero a esta no le hacía la menor gracia. Podría decirse que hasta le causaba cierta repulsión.

Qué dolor tan grande puede ocasionar la partida de un ser amado, pero cuando este desaparece sin dejar ningún rastro, la pérdida es doble y la incertidumbre mayor. Si está muerto, se reza por su alma y se le lleva flores a su tumba… ¡Pero si vive! ¿Dónde estará? 

A los dos años de desaparecer Eulogio, Aurora se unió en segundas nupcias con Demetrio, el hijo del alcalde, más por complacer a sus padres que por estar sola y desamparada con dos niños a quienes criar. Y entonces tomó una decisión trascendental en su vida: crearía un escudo de protección para su familia. Ella tan romántica y soñadora idealizaría al padre perfecto, al santo, al mártir que dio su vida por la de su hija enferma.

Eulogio estaba a punto de dar media vuelta para marcharse, cuando de pronto la vio en el umbral de la puerta. Vestida con un traje largo, negro y con su hermosa cabellera, color trigal, recogida en un moño. ¡Su Aurorita! Ella lo reconoció de inmediato y sintió una congoja muy fuerte en su alma, viendo en el despojo humano que se había convertido el hombre a quien amó con locura y le hizo trizas el corazón. Supo en ese instante que su búsqueda había terminado, pero disimulando muy bien, se dispuso a recibir las condolencias de los presentes.

El cortejo fúnebre partió a las diez en punto, con destino al viejo cementerio ubicado en las afueras del pueblo. A lo lejos vio su antigua casa, donde vivió momentos felices e infelices con su madre… ¡Su madre! Nunca supo más de ella, ni una carta, ni una llamada. ¡Qué comportamiento tan ingrato tuvo con los seres que más lo amaron! Recorrió el cementerio, como alma en pena, soportando el fardo y el peso del remordimiento en su corazón. Buscó la tumba de su padre, una pequeña lápida, casi escondida entre la maleza y hojas húmedas. Entonces vio algo que lo dejó paralizado, anonadado. ¡No lo podía creer! Al lado de la tumba de su padre, otra muy cuidada, rodeada de rododendros y narcisos, con una hermosa lápida y un epitafio algo ostentoso. Leyó y releyó y no salía de su asombro. Allí, escrito en letras doradas, estaba su nombre. Pero lo inverosímil era el texto. ¿¡Qué significaba todo esto!?

¡Él… ¿Un santo?!

Eulogio Ramón Cisneros Morante

1955-1985

Padre amantísimo y Santo varón, elevado a los altares, fallecido en medio de una tormenta, buscando un remedio para la curación de su hija enferma. ¡Milagro que se le pida, es de inmediato concedido! Q.E.P.D.

Su esposa Aurora y sus hijos Inés María y Jacobo José.

Piedra Alta, 6 de abril de 1985

Todavía no salía de su asombro, cuando vio acercarse a una joven, alta y blanca, muy parecida a Aurora, y supo de inmediato que era su Inés María. Esta se arrodilló en ferviente oración, frente a su tumba. ¡Su tumba! Con dolor y rabia decidió terminar con esa falsa, le diría que su padre, fue un mal hombre, sin escrúpulos, ¡Que los abandonó a su suerte! Se detuvo al ver la mirada fría y lacerante de Aurora, que con el dedo índice le conminaba a guardar silencio. No tenía derecho a romper el idílico recuerdo de esa leyenda fascinante del hombre que se convirtió en santo. El padre perfecto que perdió la vida al ser alcanzado por un rayo en una noche de tormenta por buscar un remedio para su hija enferma.

Nancy Aguilar Quintero, mayo 2017

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 15  





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