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sábado, 18 de abril de 2020

REENCUENTRO





Aquella mañana primaveral los periódicos de esa capital hermosa y fascinante narraban casi todos en primera plana un acontecimiento que quizás nunca debió ocurrir. Todo comenzó una década atrás, cuando ya el maquillaje y los ejercicios no tapaban lo que el tiempo en su crueldad dejaba aflorar con beneplácito y con cierta ironía en aquel bello rostro y cuerpo como no se había visto en mucho tiempo. Como todas las tardes Amelie se sentaba solitaria en aquel café que le traía no pocos recuerdos de cuando era feliz, codiciada y aplaudida por todos. Ella miraba absorta a las personas que por allí pasaban, con una taza de capuchino y un croissant que el mesero le servía cada día. Era casi un ritual.  Las vicisitudes de la vida, habían comenzado a dejar su huella y Amelie no supo en qué momento había comenzado esa soledad que le corroía el alma y el pensamiento. Y es que la soledad no solo se lleva porque no tienes compañía sino por todas las circunstancias que acarrean a ella. Todos los que en algún momento reparaban en ella y la recordaban veían en su rostro lo que su alma gritaba, pero nadie la escuchaba. A veces pasaban jóvenes que la miraban y cuchicheaban entre sí y ella veía como se sonreían con un gesto entre lástima y asombro a la vez. No en vano fue la actriz de teatro más solicitada y admirada de toda la ciudad. Hacía tiempo que sus amigos se habían marchado. Solo Carmen, la señora que se encargó por años de vestirla y cambiarle los trajes en el teatro, envejecida ahora como ella, la visitaba eventualmente más por solidaridad y caridad hacia ella que por amistad. Amelie se lo agradecía en lo más profundo de su corazón pensando que al menos alguien se preocupaba de ella. Por las noches se sentía triste y desamparada. Figuras fantasmagóricas de antiguos pretendientes y admiradores la visitaban algunas veces en la fría habitación de aquel hotelucho, donde era huésped permanente y los dueños le tenían cierta consideración y respeto ya que fueron asiduos visitantes de sus presentaciones en aquel teatro que ya hacía tiempo había desaparecido y hoy era un monumento más a la desidia y al abandono. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza y no conseguía el hilo de regreso para constatar el comienzo de su decadencia. Y es que los humanos somos ingratos, cuando estamos en la cúspide son todo amores y alabanzas y cuando caemos ni siquiera nos saludan si por casualidad nos tropezamos en la calle. Una tarde llegó al café un poco más temprano y en el preciso momento que iba a ordenar, la vio pasar. Al principio no la reconoció totalmente. Estaba cambiada y hasta tenía una sonrisa en su hermoso rostro. Estaba totalmente rejuvenecida que al principio le costó reconocerla. No le dio mucha importancia pensando que eran ideas suyas. Al otro día llegó con el pensamiento fijo de verla otra vez. Pero ese día no pasó. Las tardes se hicieron eternas. Su rostro adquirió de pronto una placidez encantadora.  Ya la angustia y ansiedad no oprimían su pecho. Deseaba verla otra vez. Y así pasaron varios días, hasta que llegó el momento anhelado. Allí venía ella. Que radiante estaba, con ese vestido floreado, uno de sus preferidos y ese sombrero llamativo que todas las miradas voltearon para verla. Allí estaba ahora, si preciosa y hermosa como siempre. Ya nunca más volvería a estar sola. En un impulso la llamó y ella volteando le obsequió su más tierna y encantadora sonrisa. Sus miradas se abrazaron al reconocerse. Cuanto había esperado ese momento crucial. Ahora las penas y sinsabores de los últimos años desaparecieron. Su esencia estaba allí. Ya nadie la miraría de reojo y disimularían al verla. Tardó unos segundos en reaccionar y comprender lo que pasaba. Allí estaba ella. Hermosísima. Se levantó de la silla y caminó presurosa hasta alcanzarla. Ya nunca más se separarían. Al otro día cuando los periódicos reseñaron la noticia muchos no podían creerlo. Una de las actrices de teatro más famosa de todos los tiempos aparentemente se había suicidado lanzándose de unos de los puentes del río. Pero lo que más asombró y consternó a los habitantes de aquella ciudad fue que varios testigos aseguraron a las autoridades que vieron a dos personas lanzarse. Dos mujeres. Una anciana y una joven. Parecían madre e hija por su gran parecido. Pero lo más misterioso y que nunca se supo con certeza fue que la mujer más anciana vestía ropa de actualidad y la más joven llevaba un atuendo sacada de una revista de moda de hace muchos años. Un verdadero misterio.

Nancy Aguilar Quintero
27 de mayo de 2015
Julio, 2018


Aquella mañana primaveral los periódicos de esa capital hermosa y fascinante narraban casi todos en primera plana un acontecimiento que quizás nunca debió ocurrir. Todo comenzó una década atrás, cuando ya el maquillaje y los ejercicios no tapaban lo que el tiempo en su crueldad dejaba aflorar con beneplácito y con cierta ironía en aquel bello rostro y cuerpo como no se había visto en mucho tiempo. Como todas las tardes Amelie se sentaba solitaria en aquel café que le traía no pocos recuerdos de cuando era feliz, codiciada y aplaudida por todos. Ella miraba absorta a las personas que por allí pasaban, con una taza de capuchino y un croissant que el mesero le servía cada día. Era casi un ritual.  Las vicisitudes de la vida, habían comenzado a dejar su huella y Amelie no supo en qué momento había comenzado esa soledad que le corroía el alma y el pensamiento. Y es que la soledad no solo se lleva porque no tienes compañía sino por todas las circunstancias que acarrean a ella. Todos los que en algún momento reparaban en ella y la recordaban veían en su rostro lo que su alma gritaba, pero nadie la escuchaba. A veces pasaban jóvenes que la miraban y cuchicheaban entre sí y ella veía como se sonreían con un gesto entre lástima y asombro a la vez. No en vano fue la actriz de teatro más solicitada y admirada de toda la ciudad. Hacía tiempo que sus amigos se habían marchado. Solo Carmen, la señora que se encargó por años de vestirla y cambiarle los trajes en el teatro, envejecida ahora como ella, la visitaba eventualmente más por solidaridad y caridad hacia ella que por amistad. Amelie se lo agradecía en lo más profundo de su corazón pensando que al menos alguien se preocupaba de ella. Por las noches se sentía triste y desamparada. Figuras fantasmagóricas de antiguos pretendientes y admiradores la visitaban algunas veces en la fría habitación de aquel hotelucho, donde era huésped permanente y los dueños le tenían cierta consideración y respeto ya que fueron asiduos visitantes de sus presentaciones en aquel teatro que ya hacía tiempo había desaparecido y hoy era un monumento más a la desidia y al abandono. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza y no conseguía el hilo de regreso para constatar el comienzo de su decadencia. Y es que los humanos somos ingratos, cuando estamos en la cúspide son todo amores y alabanzas y cuando caemos ni siquiera nos saludan si por casualidad nos tropezamos en la calle. Una tarde llegó al café un poco más temprano y en el preciso momento que iba a ordenar, la vio pasar. Al principio no la reconoció totalmente. Estaba cambiada y hasta tenía una sonrisa en su hermoso rostro. Estaba totalmente rejuvenecida que al principio le costó reconocerla. No le dio mucha importancia pensando que eran ideas suyas. Al otro día llegó con el pensamiento fijo de verla otra vez. Pero ese día no pasó. Las tardes se hicieron eternas. Su rostro adquirió de pronto una placidez encantadora.  Ya la angustia y ansiedad no oprimían su pecho. Deseaba verla otra vez. Y así pasaron varios días, hasta que llegó el momento anhelado. Allí venía ella. Que radiante estaba, con ese vestido floreado, uno de sus preferidos y ese sombrero llamativo que todas las miradas voltearon para verla. Allí estaba ahora, si preciosa y hermosa como siempre. Ya nunca más volvería a estar sola. En un impulso la llamó y ella volteando le obsequió su más tierna y encantadora sonrisa. Sus miradas se abrazaron al reconocerse. Cuanto había esperado ese momento crucial. Ahora las penas y sinsabores de los últimos años desaparecieron. Su esencia estaba allí. Ya nadie la miraría de reojo y disimularían al verla. Tardó unos segundos en reaccionar y comprender lo que pasaba. Allí estaba ella. Hermosísima. Se levantó de la silla y caminó presurosa hasta alcanzarla. Ya nunca más se separarían. Al otro día cuando los periódicos reseñaron la noticia muchos no podían creerlo. Una de las actrices de teatro más famosa de todos los tiempos aparentemente se había suicidado lanzándose de unos de los puentes del río. Pero lo que más asombró y consternó a los habitantes de aquella ciudad fue que varios testigos aseguraron a las autoridades que vieron a dos personas lanzarse. Dos mujeres. Una anciana y una joven. Parecían madre e hija por su gran parecido. Pero lo más misterioso y que nunca se supo con certeza fue que la mujer más anciana vestía ropa de actualidad y la más joven llevaba un atuendo sacada de una revista de moda de hace muchos años. Un verdadero misterio.

Nancy Aguilar Quintero
27 de mayo de 2015
Julio, 2018

SEPARACIÓN INDESEADA

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Desde temprano sentía una inquietud muy grande. Fue casi al mediodía cuando mi amiga me confirmó que iría en la tarde por la gata. Me dijo que le pidió a un amigo nuestro que la acompañara. Sentí una tristeza infinita. Ninguna de las dos quería separarse, pero no me quedaba otra alternativa. Pronto me iría del país y no había conseguido quien adoptara a mi protegida, mi hermosa minina Irina. Ya sus hijitos habían sido adoptados. Sé que la extrañaría tanto como ella a mí. A pesar del poco tiempo que compartimos, apenas dos meses y unos días, nos compenetramos demasiado. Que locura querer así a un animal y de paso callejero dirían muchos. Son pocos los que entienden esta afinidad. Cuando la metí en la cesta casi me muerde. No quería irse y yo menos que se fuera. Desde la primera vez que la vi en los edificios donde yo vivía quise tenerla. Estaba echada en el estacionamiento y cuando me acerqué a hacerle un cariño me miró con sus ojitos tristes como pidiéndome ayuda. Noté inmediatamente su preñez y ya allí había demasiados gatos como para tener una más y de paso en esas condiciones. Pero nunca falta un alma bondadosa. María, del condominio, que era una amante de los mininos, comenzó a darle comida. Al principio era arisca pero poco a poco fue adquiriendo confianza y ya comía con los otros que estaban allí. Parió el seis de diciembre el mismo día del cumpleaños de mi hija. Al momento de cantar el cumpleaños me llamó una vecina de María y me dijo que la gatita estaba mal.  Ya me habían informado que parecía un parto difícil. Me sentí angustiada y le ofrecí mi colaboración, pero al final tuvo cuatro hermosos mininos. La metió al cuarto de la basura para protegerla de los otros gatos y de los niños que siempre quieren un animalito. Yo quería tenerla, pero era navidad y me iba para el apartamento donde vive mi hija y ella es alérgica a los gatos. Debido a las condiciones de insalubridad del cuarto donde estaba se le murió un minino. No supimos si era macho o hembra. En enero al regresar a la casa de mi hijo, María me la llevó con sus gatitos. Fue un cuatro de enero. Faltaban dos días para que sus bebés cumplieran el mes. Le puse Irina que es un nombre ruso que me gusta mucho. Ella me recordaba a mi otra gata, Nina, que había fallecido hacía un poco más de un año. Viéndola me parecía verla a ella. Cuando los sentimientos se entrecruzan y le damos cabida en nuestras vidas a otros seres similares a los que hemos perdido sentimos una especie de consuelo, esperanza y nos aferramos a ese cariño, aunque nunca sustituye al anterior. Algo así me pasó con Irina. Pero lo más doloroso y cruel tanto para ella como para mí fue esta separación indeseada. Y aquí estoy a kilómetros de distancia, pero ella se instaló para siempre dentro de mi alma, pensamiento y corazón.
Nancy Aguilar Quintero
Ciudad de Panamá, 18 de marzo de 2015

viernes, 10 de abril de 2020

NINA





 (Mi gatita partió al puente del Arco Iris al amanecer del día martes 25 de noviembre de 2013, me dejo cuatro días antes de mi cumpleaños… ¡como la extraño!)


NINA



Hoy es un día triste. Amaneció muerta mi gatita Nina. Ha sido más de un mes en este tormento. Se enfermó de pronto. Comenzó cojeando y pensé que alguien me la había golpeado o que se habría caído. Como ya tenía once años para ser más exactos...pensé que eran achaques propios de su edad. Llegó a nuestra vida muy chiquitita, apenas tendría una o dos semanas de nacida. Cuando comenzaron los primeros síntomas de su enfermedad la lleve primero a una veterinaria la cual me la remitió a un hospital para hacerle un ecograma que me diera un diagnóstico más veraz. Le tomaron muestras de sangre, la hidrataron. Estuvo dos días hospitalizada. Pero continuó malita. Se le hizo el ecograma arrojando un tumor en una mama, metástasis del hígado y los pulmones. No sé qué pudo pasar. Pero así es la vida. Tantos cuidados y atenciones y se enfermó de un día para otro. Lo noté cuando de pronto ya no me atendía como antes a mi silbido. Dejó de comer. Allí si me preocupé seriamente. Tan bella mi gata, nunca tuvo un quejido durante su enfermedad. Solo me miraba fijamente con sus ojitos tristes como despidiéndose. Bueno ya no estará más con nosotros. No la regañaremos por subirse a los muebles ni por arañar los marcos de las puertas. No estará detrás de la puerta cuando lleguemos. Ella formó parte de nuestras vidas y todas las personas de las Residencias donde vivía la conocían. Ya su “espíritu de grupo” decidió llamarla. Llegó a mí porque así lo tenía dispuesto nuestro Creador. Como se dice en Metafísica, los animales son nuestros “hermanitos menores” a quienes debemos cuidar, darles atención y cariño. Nunca maltratarlos. Nadie llega a tu vida por casualidad, sino por causalidad. Algo tenía que cumplirse aquí. Ella estuvo todos estos años conmigo para que la cuidara y fue mi compañerita a la que le hablaba como si fuera una persona. “Ninita, Ninita, curizonitica da ma chachi”. Cómo atendía a mi voz y llegaba corriendo a mi lado. Hay quienes piensan que son ángeles en la tierra y yo comparto esa opinión. No me desamparaba. Si estaba leyendo o en la computadora, ella echada a mis pies, jugando con mis sandalias.  Cuando viajé con mi hijo a Estados Unidos y me ausenté por más de veinte días casi no comía, pendiente de la puerta. ¡Sé que me extrañaba! Cuando regresé con ella del hospital, en la madrugada a las cuatro y media comenzó a arañar la puerta para que la dejara entrar a mi cuarto, y se instaló en mi closet. Siempre conmigo.  A pesar que fue muy “bravita” la quisimos mucho. Todos en la casa tenemos una historia que contar de ella. En mi correo electrónico, mi Twitter, mis claves bancarias, siempre aparecía su nombre. Gracias mi amor por acompañarme y recorrer juntas este camino todo este tiempo, cuanto te voy a extrañar y siempre estarás presente en mi corazón.

Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, 25 de noviembre de 2013

jueves, 9 de abril de 2020

LA MUÑECA









Clotilde había muerto. Mariana, su única hija de veinte años, se sintió más desamparada que nunca. Habían transcurrido catorce años desde aquella tarde calurosa del mes de abril cuando su madre la llevó a conocer el circo que días antes se había instalado en las afueras del pueblo. Mariana, una niña de apenas seis años, demasiado alta para su edad, recordaba perfectamente los acontecimientos de aquel día, grabados en su memoria para siempre, como si el tiempo se hubiese detenido en una imagen persistente. Ese día maravilloso y grandioso, su madre le compró su primera muñeca. Era preciosa, con rizos dorados y vestido azul y blanco con zapatos y todo…y que al moverla decía “mamá”. ¡Qué sueños e ilusiones para una niña acostumbrada a la soledad! De pronto su pequeño mundo triste y limitado a las paredes de su casa se amplió con una nueva esperanza. Su madre, una mujer endurecida por el trabajo y los desencantos de la vida, nunca se había preocupado por esas nimiedades de los juguetes como ella decía, a los cuales consideraba un gasto innecesario. Fue la tarde más feliz de la niña. Los payasos, los trapecistas, el enorme oso que hacía llorar con sus gruñidos al niño pálido sentado delante de ellas fueron atracciones secundarias comparadas con la inmensa alegría y satisfacción que sentía al acariciar su muñeca. Al terminar la función su madre le compró una enorme chupeta roja que Mariana saboreo con verdadera delicia de regreso a su casa.
Vivía Clotilde con su hija y una prima lejana llamada Evarista, que le servía de compañía y a la vez le ayudaba con los quehaceres domésticos, en una pequeña casa situada en las afueras del pueblo, pintada de blanco con techos rojos y un hermoso jardín en contorno. Esta casa y una pensión vitalicia que ella cobraba cada fin de mes, fue el único patrimonio que le dejó su marido al morir. Como ésta apenas alcanzaba para subsistir, Clotilde, mujer emprendedora, estableció en su casa una pequeña dulcería que ocupaba casi todo su tiempo y cuyos ingresos le permitían cubrir los gastos del hogar, colegio de la niña y alguno que otro pequeño lujo. Ese contacto amoroso que debe existir entre padres e hijos, sobre todo en la infancia, no existió nunca entre ellas. Clotilde se levantaba al despuntar el alba para atender su pequeño negocio de dulces, dejando todas las otras labores hogareñas en manos de su prima, incluyendo el cuidado de la pequeña Mariana, que pasaba la mayor parte de la tarde, después de regresar de la escuela, jugando sola en su cuarto. Fue este aislamiento de la madre y el poco compartir con otros niños, lo que forjo la personalidad solitaria y taciturna de Mariana. Recordaba ella el día que Evarista entró sofocada en su cuarto, la tomó en brazos y corriendo la llevó hasta la puerta para que viera el desfile de payasos, trapecistas, bailarines y animales del circo que había llegado al pueblo unas horas antes. Pasaron los días y la niña esperó con paciencia, sin atreverse a pedirlo, que su madre la llevara al circo, que ya de antemano la emocionaba. Que angustia e incertidumbre sentía el alma de la niña esperando el gran momento. Éste llegó un sábado cuando Clotilde ordenó a Evarista que la vistiera porque irían a la función vespertina del circo, que desde tempranas horas un camión con su parlante invitaba a los residentes del pueblo a la función de la tarde ya que había un descuento de la mitad del precio de la entrada. Ese fue el día, grandioso para ella, que su madre le compró la muñeca. En la noche se durmió más temprano que nunca, abrazada a ella, considerándola su tesoro más preciado. Esa noche tuvo sueños anhelados, su madre amorosa jugaba con ella.
Como sucede en todos los sueños, siempre hay un despertar. Para Mariana ese despertar se transformó en una pesadilla de la cual no había posibilidades de escape. Su miedo, aunado a la impotencia de no poder protestar ante una madre excesivamente rígida e imperiosa, se convirtió en terror ante la realidad que se presentaba ante su alma impúber, sedienta de afecto. Su muñeca, su tesoro, con la que había jugado tan feliz la tarde anterior, estaba colocada cuidadosamente encima de la repisa de su cuarto, inalcanzable, lejana. Acostumbrada a reprimir sus emociones y sentimientos delante de su madre y de cualquier persona mayor, esta vez el dique se rompió fluyendo a caudales. Lloró hasta el atardecer, pero su madre ocupada como estaba en los preparativos de los dulces, apenas si se dio cuenta de su llanto. La decisión estaba tomada. La muñeca se quedaba donde estaba por ordenes de su madre. Según ella, lucía mejor en la repisa que en las manos de la niña, ya que esta podría dañarla, ensuciarla y perdería su encanto. Desconociendo totalmente la naturaleza infantil, Clotilde no comprendía que precisamente el encanto de los juguetes está en las manos de los niños. Los años fueron pasando y Mariana se convirtió en una hermosa joven, que solo tenía contacto con su madre, ya que esta le había prohibido todo trato con personas de su edad. Evarista se marchó un día sin dar ninguna explicación y solo ella y su madre compartían los momentos de soledad y de tristeza. A los veinte años no había tenido novio, ni siquiera un amigo y sus perspectivas de la vida terminaban en la puerta de su casa. Cuando su madre enfermó de gravedad, solo el cura del pueblo solía visitarlas, no porque sintiera afecto por la enferma, que nunca fue ni siquiera a misa, sino por un alto sentido de la caridad. Murió Clotilde una fresca mañana de primavera, sin haber exhalado un solo quejido, rígida y autoritaria como fue durante toda su vida. En su lecho de enferma le hizo jurar a Mariana que no lloraría ni se lamentaría por su muerte y mucho menos delante de sus vecinos, ejerciendo con ello su control sobre la joven aún después de muerta. El cura Nemesio y algunos vecinos se hicieron cargo de los preparativos del funeral, ya que Mariana después que su madre recibiera la extremaunción no volvió a pronunciar palabra. Al regreso del cementerio, algunas vecinas la acompañaron por un rato y luego una a una se fueron marchando comentando sobre el incierto futuro de la joven, sin parientes cercanos ni amigos que pudiesen estar con ella en estos aciagos momentos. Verdaderamente estaba sola en el mundo. Su mente no atinaba a pensar ni organizar sus ideas. Se sentía desamparada y con miedo. Cerró puertas y ventanas refugiándose en su dormitorio con la mirada fija, perdida en el techo. Aterrorizada, sin encontrar una vía de escape que la librara de la prisión que la mantuvo sometida su madre durante toda su vida. De repente su memoria se remontó hacia el pasado y los recuerdos comenzaron a fluir suavemente. Se acordó de su muñeca, su tesoro. La puerta herméticamente cerrada durante tantos años se abrió de pronto de par en par. Mariana se levantó del lecho y comenzó a buscar por toda la casa a su tesoro, su aliciente, su refugio… —¿Donde la pondría su madre, Dios mío? Ella que tenía la manía de guardar tanto las cosas que después no sabía dónde estaban. Los pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza.  Recordó el día que su madre guardó el costurero y luego no lo encontró. Ese día fue al colegio con el dobladillo de la falda descosido. Buscó desesperada, registró todos los rincones de la casa, anhelante, transformada totalmente por la emoción. ¡Su muñeca!  —¿Donde la guardaría su madre? Ella sería su salvación, estaba segura que de encontrarla la calma y la felicidad volverían a ella como aquel día remoto cuando su madre se la compró a la señora gorda, de pelo azabache, en el bazar del circo. La casa era un caos, todo revuelto, en desorden, todas las cosas tiradas al piso. Se sentía liberada, como si un gran peso se le hubiera quitado de encima. Total, su madre no estaba para regañarla o llamarle la atención. Después se ocuparía ella de arreglar todo —ya habrá tiempo…De pronto ¡qué emoción, qué felicidad...Escondida en la parte más alta del armario, detrás de unas sábanas, estaba su muñeca—¡su preciosa muñeca! Con una emoción casi febril la abrazó y beso, llorando intensamente, con un llanto nervioso y alegre a la vez. Se encontraba un poco maltratada, no por el uso, sino por estar guardada tanto tiempo. Un poco despeinada y el vestido azul y blanco lleno de polvo y moho. Qué importancia tenía esto con la inmensa alegría de hallarla. Ya se ocuparía de peinarla y hacerle muchos vestidos, todos con telas muy brillantes y coloridas. Sería la muñeca más linda, despertaría la envidia de todas las niñas del pueblo, las cuales desearían jugar con ella.
Para Mariana en un instante todas las otras cosas ocuparon en su mente un lugar secundario. Lo más importante para ella en estos momentos era la recuperación de su tesoro, su linda muñeca y que ya nadie se la podría quitar. Ahora si estaba dispuesta a luchar, a defenderla, si había alguien con la idea de separarla de ella. A los tres días los vecinos alarmados llamaron al padre Nemesio para informarle que les parecía muy extraño que la joven no hubiese salido de la casa y tenía puertas y ventanas herméticamente cerradas. El sacerdote solicitó una orden judicial para abrir la puerta y poder entrar. Adentro todo estaba fuera de lugar. Lo que encontraron los dejo totalmente pasmados y una que otra vecina enjugó una lágrima. Mariana, la dócil, la que nunca protestó por nada, los miraba aterrorizada, sentada en el piso de su dormitorio, despeinada y en pijamas abrazando a su muñeca, asustada y con los ojos desorbitados, dispuesta, ahora sí, a defender su tesoro hasta la muerte.

Nancy Aguilar Quintero
Abril, 2006

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 6. Agosto, 2016







MARGINADOS
Abel José nació no sé qué día de un mes cualquiera. Cuando lo vi por primera vez, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión con su vestimenta “unisex”, un pantaloncito corto azul y una franelita muy desteñida. Estaba parado al lado de la ventanilla de mi auto y me miraba con sus inmensos ojos grises, su rostro sucio, muy sucio y su cabello corto enmarañado. Esta gran ciudad donde la riqueza y la pobreza riñen a diario, se ha convertido en una urbe de indigentes y mendigos. Miré al niño con cierta lástima, saqué una moneda y la puse en su mano rápidamente con temor a que me contagiara. Apenas escuché un —“gracias señorita”. Después pensé, —¿de qué me podría contagiar? Porque en verdad no parecía enfermo y su mirada profunda me perturbó. Si contara esto a mis amistades y compañeros de trabajo, no lo creerían. Yo, tan mundana, tan ejecutiva, que solo me importaba lo mío, debo confesar que esa mirada y esa voz me turbaron. Como pasaba siempre por esa esquina, un día me sinceré conmigo misma. ¡Quería verlo de nuevo! Muchas veces el sonido de la bocina del auto de atrás me avisaba del cambio de luz del semáforo. Era como si un impulso, un anhelo que no comprendía, me decía que lo buscara. Después de varios días, por fin lo vi. Estaba parado al lado de una muchacha que cargaba un niño de meses en los brazos. Era una chica joven y estaba tan sucia como él. Tomé la decisión de hablarles, de preguntarles cosas, de por qué estaban allí y si el niño no asistía a la escuela. Busqué un lugar donde estacionarme y me bajé del auto apresuradamente. Cuando me acerqué, la muchacha me miró con extrañeza y recelo como quien ve a un fantasma. En fin, para hacerles corta la historia, allí comenzó mi interrogatorio. Primero le pregunté tonterías para que no desconfiara. Me dijo que tenía veinticuatro años y el niño siete. Embarazada muy joven de un hombre mayor que al comentarle su estado desapareció y nunca más lo vio. Huérfana desde muy pequeña, quedó al cuidado de una tía paterna y gruñona y un tío abusivo y borracho que la maltrataba. Víctima ella misma de la gran tragedia social y moral que afecta a gran parte de la sociedad. Nunca fue a la escuela. Se crio prácticamente en la calle, donde la sobrevivencia y buscar un bocado de comida es la prioridad fundamental, sin importar los medios que para ello se requiera. Cuando su tía se enteró de su embarazo la botó de la casa. Con un niño no había cabida para ella allí. Desde ese momento su calvario se agudizó aún más. Después que Abel José nació se fue a vivir con una señora que conoció en la maternidad donde dio a luz. Era un ranchito, una invasión, muy lejos del centro de la ciudad. Poco a poco se fue convirtiendo en una indigente, en una pordiosera pidiéndole dinero a cualquiera. Le miré la cara y vi sus ojos brillantes. Sé que le daba vergüenza llorar. Casi teníamos la misma edad. Se llamaba Lucía. Le pregunté por el otro niño, el que tenía en los brazos, me dijo que no era suyo, que se lo prestaba una vecina para que se rebuscara y compartiera con ella lo que conseguía. —¡No ve que cuando a una la ven con un bebé casi siempre le dan algo! —¡Dios mío! —Pensé —de cuantas tonterías nos quejamos, —de los zapatos que no podemos comprar, de adquirir el último modelo de móvil, y de tantas otras cosas. ¡Ahora la que tenía un nudo en la garganta y a punto de llorar era yo! ¿Cómo puede alguien vivir así?... bueno esto no es vida, es una tortura, un castigo muy grande. Le di algo de dinero y le prometí ayudarla.  Me dijo que siempre estaba por allí, pero moviéndose ya que el policía de la esquina la regañaba y le decía que no estorbara el paso de los vehículos. Y así religiosamente todos los días ella me esperaba, casi nos hicimos amigas. En el corto intervalo de espera del semáforo, me contó muchas cosas, de sus vivencias. El sufrimiento que reflejaba su rostro me partía el alma. Me dijo que le hubiese gustado ser maestra. Antes de llegar le compraba pan, galletas y alguna que otra chuchería para Abel José. Le insinué de la manera más diplomática que pude, que se aseara un poco, era muy bonita y no merecía estar en esas condiciones. Me dijo que en el ranchito donde vivía no había agua, tenían que comprarla y era muy cara. Me encariñé con el niño y hasta lo comenté en el trabajo. Era tanta la atracción hacia él, que mis compañeros me jugaban bromas y me decían que tuviera mis propios hijos. Transcurrido un tiempo, una mañana al llegar al semáforo no los vi. Los busqué insistentemente con la mirada y no estaban. ¿Les habrá pasado algo? —pensé. No me dio tiempo de preguntar, cambió la luz del semáforo y tuve que seguir. Pasé todo el día nerviosa y malhumorada. Al otro día lo mismo. No estaban. Empezaba seriamente a preocuparme. A los tres días estacioné el auto más adelante, donde pude. Me acerqué al policía que dirigía el tráfico y le pregunté por Lucía y el niño. Con cara de pocos amigos me dijo que no sabía dónde estaban, pero me comentó que una patrulla pasó por allí y los agentes le dijeron que se quitara del semáforo sino la pondrían presa. Ya han pasado seis meses que no los veo. Sigo pasando todos los días por allí y miro a los lados con la esperanza de encontrarlos. Pienso que habrá sido de ellos, donde estarán y siento un dolor punzante y una gran angustia en mi corazón.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, marzo 2011






EL SUEÑO DE UN NIÑ0
Todo aquel lio comenzó cuando Javier David leyó una revista sobre astronautas que por casualidad vio en el consultorio del odontólogo donde su madre lo llevó para su chequeo anual. Excelente estudiante y deportista, pertenecía al equipo de fútbol del colegio, donde ostentaba la posición de arquero. Esa mañana lo que vio en la revista le cambió su comportamiento por completo y ahora sus constantes charlas eran sobre astronautas y viajes espaciales. Tenía afición a todo lo concerniente a la nueva tecnología y era el primero en poseer los juegos más novedosos y en conocer a la perfección el funcionamiento de los teléfonos celulares y equipos más modernos. El culpable de toda esta situación era su padre, Ingeniero en Telecomunicaciones, quien hacía poco había comenzado a trabajar en una empresa de telefonía que le prestaba servicios al gobierno y siempre comentaba con su esposa Dalila el deseo que su hijo fuera a estudiar al exterior. Todas estas conversaciones, aunadas a los deseos de Javier David fueron internalizadas en su espíritu de niño y en su mente se forjó la imagen que desearía ser un astronauta famoso y viajar al espacio sideral. Veía programas en la televisión y leía libros todos relacionados con el tema de los viajes espaciales. Hasta sus profesores del colegio, donde estudiaba octavo grado, comenzaron seriamente a preocuparse ya que el niño en sus conversaciones solo hablaba de su sueño contando los días y los meses para graduarse de bachiller y que sus padres lo enviaran a estudiar lo que él anhelaba. 
—Cuando sea grande y termine mi bachillerato, —decía Javier David —me iré a los Estados Unidos a estudiar para ser astronauta.
Sus padres, orgullosos de él por ser un niño tan buen estudiante, pensaron que quizás algún día sus sueños se hicieran realidad. Constantemente le preguntaba a su primo Daniel José cuánto costaría un viaje para los Estados Unidos.
—Mucho dinero, —decía su primo, —pero el asunto es quedarse a vivir allá, dicen que las universidades son muy costosas.
Por las tardes cuando regresaba de sus clases, se sentaba en el patio de su casa, debajo de un frondoso árbol de mango, a pensar en su futuro y la manera de conseguir el dinero para irse a vivir y estudiar en el exterior. Dalila lo observaba con preocupación, pensando en la obsesión de su único hijo y cómo conseguirían el dinero suficiente para cumplir sus deseos. Sus vecinas y amigas trataban de animarla, diciéndole que como Javier David era tan buen estudiante, quizás el gobierno o una empresa privada le otorgaran una beca, y ella les refutaba que aquí en este país no realizan esos viajes espaciales, por lo cual sería ilógica e innecesaria una ayuda para ese tipo de estudios. Se sentía culpable y responsable de esta disparatada idea de su hijo por consentirlo mucho.  Si desde un principio lo hubiese reprendido enérgicamente y no dejarle ver tanta televisión ni Internet, quizás esa idea se le hubiese quitado de la cabeza. Ella misma al principio le decía como el refrán popular “que más hace el que quiere que el que puede” y algún día tendríamos un astronauta en la familia. Como lamentaba todo esto al observar el comportamiento retraído de Javier David que ya casi no hablaba con familiares ni amigos, solo pensando en su futuro. Una tarde, al regresar del colegio, su mamá le sirvió la merienda y después se fue al patio, como era su costumbre y se sentó debajo del árbol de mango a reposar un rato antes de cenar y hacer las tareas. Se imaginó vestido de astronauta tripulando una nave espacial. Saldría en todos los periódicos y las televisoras del mundo. ¡El primer venezolano en viajar al espacio exterior! ¡Sería famoso! Todos desearían entrevistarlo.
—Astronauta Javier David Pérez, —¿Que sintió al pisar por primera vez el planeta Licifedad?
Estos eran los pensamientos de Javier David cuando de pronto vio un punto luminoso en el cielo, como una estrella muy brillante, que hacía mucho ruido y se acercaba a gran velocidad en dirección al lugar donde él estaba. A medida que se acercaba vio que se trataba de una nave en forma circular, con una cúpula con numerosas ventanillas de las cuales salían luces muy potentes, de diversos colores que iluminaron todo el patio. Javier David sintió un poco de miedo, pero a la vez mucha curiosidad. De pronto la nave se posó sobre la arena, se abrió una puerta y a través de una escalerilla, bajaron dos criaturas diminutas de color rojizo pálido, parecidas a los humanos, que se acercaron a él.
—Nos hemos enterado que quieres visitar nuestro planeta, —le dijo el que parecía ser el jefe de la nave.
—Sí, ese ha sido mi sueño desde hace tiempo, —contestó Javier David
—A través de ondas ultra sensoriales tus pensamientos han llegado a nosotros y hemos venido a buscarte para que conozcas nuestro mundo.
—Eso sería maravilloso, —dijo Javier David, —¿Y cómo se llaman ustedes?
—Yo me llamo Roam, —dijo el jefe, —y mi compañero Dadbon. —conocemos tu idioma, ya que en nuestro planeta la ciencia y la tecnología está muy adelantada.
Javier David los siguió en silencio, y con un poco de temor y desconfianza. Pero su curiosidad rebasaba su miedo. Dentro de la nave, le dieron una ropa especial para que se fuera adaptando a la atmósfera de Licifedad. Se escuchó un ruido ensordecedor y la nave despegó. Durante el recorrido, ellos conversaron con Javier David sobre sus costumbres y leyes. Era tal la velocidad de la nave, que al poco rato ya estaban en el planeta Licifedad. Lo que vio lo dejó maravillado. Todos los habitantes eran muy amables, no peleaban ni gritaban. Todo lo compartían. Allí no había guerras y se sentía una paz y felicidad total. No había países pobres ni ricos. Se respetaban entre si y vivían en paz y armonía. Tenían bellas y espaciosas viviendas, se vestían muy bien y los alimentos eran abundantes. Existían grandes parques, con árboles hermosos y frondosos con toda clase de diversión. Todas las personas tenían un trabajo gratificante. No se veían por las calles pordioseros, ni mendigos ni animales desprotegidos. Y todos los niños asistían a la escuela.
—¡Qué mundo tan hermoso y ordenado! —exclamó Javier David…—¡si la Tierra llegara a ser así!
—Ese día pronto llegará, —le dijo Dadbon, cuando los terrícolas dejen de pelear entre sí y comprendan que solo el amor a Dios y a nuestro prójimo puede traer la verdadera felicidad y paz.
Roam intervino y dijo, —no te preocupes, ya está próximo el día que en la Tierra se acabarán las guerras y odios de hermanos contra hermanos. Los terrícolas tienen que comprender que la mayor felicidad es la que se comparte y que el odio y la guerra no resuelven ningún problema. Te hemos escogido a ti para que lleves este mensaje a la Tierra y cuentes lo que has visto.
—¡Qué bello es este mundo! —dijo Javier David —cuando lo cuente no lo creerán.
Por supuesto que te van a creer —dijo Dadbon, —ya verás que sí.
—¡Que lástima que tenga que irme y abandonar este mundo tan perfecto! —exclamó Javier… —pero tengo que regresar con los míos.
—Javier, despierta que te has quedado dormido y estabas hablando en sueños, —levántate, que tienes que hacer las tareas.
Javier se levantó sobresaltado, al oír la voz de su mamá y se dirigió a su casa pensando si contarle a la familia su maravilloso sueño sin que se burlaran de él. Mientras tanto, detrás del árbol de mango, dos seres diminutos de color rojizo sonreían.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, abril 2010

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 17
Julio, 2017






LA PLAZA

La noticia corrió como pólvora. Como dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad, al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la plaza que quedaba justo frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que este anciano llegó un mes de mayo hacía muchos años, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos reverdecían con una variedad increíble de flores.  Fue en la época de la Guerra Civil cuando el país estaba convulsionado y el caos reinaba por todas partes. Era un mozo idealista y soñador y la tropa donde servía como soldado lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel mísero dispensario que ni médico tenía y era atendido por una enfermera, solícita y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las autoridades se llamaba Pozo Viejo y el anciano que para ese tiempo tendría unos veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo. Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches heladas a campo abierto sin poder dormir y con poco abrigo pensaba —¡Dios mío qué absurda y terrible es la guerra, cuánto odio entre hermanos! Cuando ocurrió el accidente de su esposa, Anselmo siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno, cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era visitar la plaza del pueblo. —¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de esparcimiento y descanso al que acudía diariamente a las cuatro en punto de la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron al mes. A él nadie lo esperaba en la capital. Nunca conoció a sus padres y por caridad fue criado por las monjas en el orfanato de San Jerónimo.  Vivía en una pensión y su trabajo como encargado de una sastrería de prestigio lo aburría enormemente. Ella vivía con su único hermano, mayor que ella en una pequeña granja a las afueras del pueblo, donde cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y dicharachero, ella en cambio muy ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con su hermano, pero los problemas nunca faltan ya que la granja era muy pequeña para albergar a tantas personas. Anselmo cuando finalizó la guerra viajó con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a trabajar el arte de la sastrería el cual conocía muy bien. Agripina se convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en todos los proyectos, que ella llamaba —“locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa la cual fue remodelada totalmente en una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, cuya fama rebasó los límites del poblado extendiéndose a los pueblos vecinos cuyos habitantes siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su esposa se levantaba muy temprano al despuntar el alba para preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y siempre se mostraba animoso delante de Agripina haciendo hasta lo imposible por hacerla feliz, y ella al verlo alegre se sentía tranquila y regocijada de tener a alguien que la amara tanto. Le contaba anécdotas e historias con tal de verla sonreír. Fue para esa época que Anselmo decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con sólo verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina a quien no le dijo nada. Cuando ella se enteró lloró desconsoladamente, pero no comentó nada para no herir más los sentimientos de su esposo, pero a partir de ese día algo se rompió en su corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del almuerzo, Anselmo ayudaba a una sobrina de su esposa que la atendía durante el día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media cuando salía a caminar y se dirigía a la plaza del pueblo llegando un poco antes de las cuatro, ya que el trayecto no era largo y el trataba de caminar despacio para disfrutar del paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de esparcimiento, recreación, diversión y meditación disfrutando a plenitud cada instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el corretear de los niños. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas de la iglesia cercana llamando a misa, el paso de la señora italiana, esposa del dueño de la panadería, que lo saludaba y siempre le preguntaba con su español mal pronunciado por la salud de su esposa. La pareja de novios que se citaban todos los jueves a las cinco de la tarde. Cuando Anselmo estaba en la plaza se olvidaba de todos sus problemas. Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora de regresar al hogar, ya que Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa, solo esperaba su llegada para marcharse. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba recostada en la cama para cenar juntos. Martina se esmeraba en colocar un mantel de lino blanco inmaculado y el servicio de porcelana china, regalo de su boda en la bandeja donde su tía cenaría. Después rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos. Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más, con amor y dedicación del uno hacia el otro. Después de los funerales, al volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo se sintió verdaderamente solo. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien cuidar. Solitario y triste, sintió unas ganas inmensas de llorar, ya que delante de amigos y conocidos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no cenó y se fue al dormitorio más temprano. En los nueve días siguientes a la muerte de Agripina, por las tardes en vez de ir a la plaza iba al cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas las cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los funerales cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se acordó que hacía días no visitaba la plaza. Se sintió más animado y tranquilo. —¡La plaza! Que gratos recuerdos venían a su memoria. Y se prometió a si mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría la taberna de su viejo amigo, el gallego, quien preparaba unos platos exquisitos.  Estaría todo el día fuera de la casa, ya que ésta cada vez se le tornaba más triste y sombría. Regresaría tarde por la noche solo a dormir. A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera delicia. Siempre disfrutó mucho del café. Recordó con ternura cuando Agripina le decía que no lo tomara de noche ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando con las personas que conseguía en su trayecto. Almorzó en la taberna como había pensado. La comida le pareció verdaderamente deliciosa. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo Faustino. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la mañana. El sol de abril brillaba en el firmamento y una brisa suave y fresca le acarició el rostro. Caminó y la recorrió por completo disfrutando cada paso, grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y se dispuso a dormir un rato. Se sentía maravillosamente bien. Entre el sueño y la vigilia vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su vestido floreado más hermoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella le hablaba, veía el movimiento de sus labios, pero él no la escuchaba. Observó a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la iglesia llamando a misa. A las siete de la noche los niños que jugaban llamaron al vigilante para decirle que el señor Anselmo tenía mucho rato profundamente dormido en un banco de la plaza.
Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 Febrero 2019


jueves, 2 de abril de 2020

EL SEÑOR DE LOS MANDADOS

 


Anselmo, cada mañana, daba los buenos días al mal encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre, el maleducado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba más. Eso aunado quizá a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las vicisitudes y desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de la señora. Cómo soñaba Anselmo ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran “don”, y su madre, que se lo recordaba a diario:

—Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué, allí no le importas a nadie, ni siquiera te respetan.

En esos momentos, desearía retorcerle el cuello, pero se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla! Esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía: “qué de malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento, entre la invisibilidad de sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco y algún otro mandado que el dueño requiriera. Sus únicos momentos de felicidad y alegría eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la ferretería, e imaginaba que ella se la regresaba con arrobamiento y le sonreía. Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, y todos los otros empleados, él no existía, solo era “el señor que hace los mandados”. Ni siquiera le decían su nombre. Y Anselmo, escuálido y tristón,n caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés, ni siquiera le daba para los pasajes en el autobús. En el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios, a quien tanto su madre le rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano, el encargado de la ferretería le encomendó, hablar con el gerente del banco, ya que al parecer el contador encontró algunas anomalías en la cuenta nómina del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre, decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado, para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se anunció con la recepcionista y esta al ver el sobre y de dónde provenía, le obsequió una encantadora sonrisa y unos buenos días sonoros, como hacía mucho tiempo no escuchaba:

─¿Desea un café, don Anselmo?

Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó: “¿Es a mí a quién se dirige esta encantadora joven?”.

—Don Anselmo, —repitió la señorita— ¿desea un café?

—Sí, sí, si es su gusto…

Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso, cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte apretón de manos, como desde hace tiempo tampoco nadie lo saludaba.

—Pase, pase, don Anselmo; es un placer tenerlo aquí en nuestro banco. Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente.

Después de una breve llamada, el señor elegante, que debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos:

—Ya está todo resuelto, -dígale a don Andrés que ya hemos solucionado, y nos disculpe el inconveniente.

Anselmo esbozó una amplia sonrisa, sintiéndose tan feliz y pleno. Al salir del banco escuchó el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical eso de… don Anselmo.

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile

Publicado en la Antología Literaria Digital El Narratorio N° 46, diciembre 2019








viernes, 21 de febrero de 2020




INOLVIDABLE SORPRESA


Los pensamientos persistentes y recurrentes de Marta sobre aquel episodio tan penoso, ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en recordar con cierta nostalgia y tristeza, pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y satisfacción porque el cariño y aprecio de Alicia era en verdad desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás su única amiga. No pensó Marta que ese juramento se cumpliría a cabalidad meses después.
Alicia, alta, blanca de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían inscrito, cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde según decían tuvo problemas con el director, pero eso no fue impedimento para hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos de sus amigos y muchas veces daba una respuesta antes de conocer la pregunta. Alegre y dicharachera, quizás demasiado y eso no pocas veces le trajo problemas con sus profesores, ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía dos años de edad. Parecía su hermana mayor, y según cuchicheaban en el liceo no tenía muy buena fama. Alicia hablaba de todo, menos de su madre y cuando alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de inmediato la conversación.
Al mes de haber finalizado el curso cuando todavía festejaban el hecho de ser Bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro. Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su madre siempre le decía, —“cuídate de los deseos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”. Marta le deseo todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar. Luego, cuando todo pasó y quiso retractarse era demasiado tarde. Pero ese recuerdo marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. —¿Será que se fue porque quería? o, —¿Alguien se la llevó engañada, o a la fuerza? Esas interrogantes son peores que conocer la verdad…porque la verdad te libera, te aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates, nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en una casa muy humilde con sus padres y tres hermanos, más los agregados que nunca faltaban. Le daba vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de sus compañeros de clase le producían una envidia escondida y juró que nunca los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde ella viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada, como ella sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue para el cumpleaños de Marta, y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta sorpresa. Todos se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema: nadie sabía a ciencia cierta donde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una señora sencilla y agradable, de cabello corto algo encanecido con porte de reina, como si la pobreza en vez de disminuirla la enalteciera. Le explicaron todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea, ya que Marta a su edad nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus diecisiete primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así, despreocupados y sin prejuicios. Menos Marta que era la excepción de la regla. Sus pensamientos eran de gente mayor, como decía su madre, —“pareces una vieja, en un cuerpo de muchacha”. La señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y nunca los invitara para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá como de costumbre al levantarse le dio un beso y un abrazo y como todos los años la felicitó por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano que de costumbre, resignada a que nadie en el liceo la felicitara ya que nunca había dicho su fecha de cumpleaños. En el aula vio cuchicheos y sonrisas, pero jamás pensó ella lo que se estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre con las tareas y actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto, encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total, daba lo mismo. Un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa como decía su hermano Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme sonrisa le dijo que viniera rápido a la sala que le tenía una sorpresa. ¡Una sorpresa su mamá!... con cara de aburrimiento y sin muchas ganas la siguió. Las luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. ¡Y en ese instante! ¡Sorpresa!
¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloína, cumpleaños feliz!
Y allí estaba casi todos los compañeros del salón con una enorme torta, refrescos, golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y Alicia enfrente, como una guerrera desafiante con un inmenso globo multicolor en las manos. En ese momento la odio con toda su alma. Hacerle pasar semejante vergüenza y de paso decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la “sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de Historia por quien Marta suspirada y la tenía embobada, y a la profesora de Literatura, gruñona y amargada que la miraba como diciéndole, —¡Aja, —¿Aquí es dónde vives?! Su cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella escuchando la gritería y la música. —¡Se desmayó, se desmayó! Su madre verdaderamente aterrada y arrepentida de haber sido cómplice de semejante locura. Roberto, el profesor de Historia se hizo cargo inmediatamente de la situación, pidió un refresco y un poco de alcohol. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de rabia, de impotencia, de vergüenza y quien sabe que de cosas pasaron por su cabeza en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, menos Marta. Faltó al liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho menos de Alicia quién también andaba medio apesadumbrada, sin entender en que se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes de texto, pero nada Marta no daba su brazo a torcer. —¡¿Como se te ocurre hacerme esto?! —Amiga, lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con tantos prejuicios. —A nadie le importa dónde vives. Pero estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes sin dirigirle la palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés que estaba medio enamorado de Alicia propició su encuentro nuevamente. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó a ambas a comer helados.
Sucedió que próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases, habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente meta, la Universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase” se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias como anteriormente. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas, uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba sola. Doña Aurora fue quien primero la vio. Estaba sentada en un pequeño café, de esos medios bohemios con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada la mano, la cual Alicia soltó rápidamente cuando se dio cuenta que Marta y su mamá se acercaban a saludarla. Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó como un amigo, Diego, creo que escucho Marta cuando éste le estrechó la mano.  —¿Y qué hacía Alicia con un amigo que le doblaba la edad?, —dijo Doña Aurora.  Por mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no, quedaría por siempre en un misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia, sentada en la pequeña, pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de fotografías abierto sobre sus piernas, una lágrima que forcejeaba por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche, día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable sorpresa.  
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, junio 2017
Enero, 2018

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...