La marcha fatal.
Cada vez que pienso en esos
ojitos tristes, resignados y recuerdo esa carita con un tapaboca, de verdad se
me arruga el corazón. Y no es que yo sea muy blandito. Desde pequeño lo
demostré. En el barrio, en la escuela, doquiera que hubiese una pelea, ahí
estaba yo como protagonista, sin importar si el pleito era conmigo o no. Como decía mi abuela -este muchacho tiene un carácter aguerrido y fuerte, ya dice lo que
va a ser, ¡es perfecto para ser militar! Y yo internalicé sus consejos y al cumplir
los dieciocho años me presente como voluntario al ejército. Inmediatamente me
aceptaron. Tenía la estatura y el perfil requerido. Soy apenas Cabo Segundo, no
es mucho pero en el barrio donde vivo ser militar da cierto prestigio. Pero todo cambio para mí el día de la marcha, de esa bendita marcha
para no decir otra cosa que ofenda más a Dios, cuando sacaron a los niños enfermos a la calle a protestar para
solicitar medicinas al Ministro de Salud. Y es que las marchas se han convertido
en una institución en este país. Todos los días hay varias. La gente se está muriendo de mengua y hambre.
No hay medicinas, ni comida, ni agua, ni electricidad. Todo es un caos. El estado de derecho se fue por la
alcantarilla. ¡Esto se lo llevo el carajo! Pero tengo que callarme y no decir
nada y tragarme las palabras que se me atoran en la garganta. Claro como trabajo para el gobierno y ahorita como están las cosas si miras mal a
un Superior o dices cualquier tontería te tildan de traidor. Ese día yo no
tendría que estar ahí. A última hora me llamó mi Superior para suplir a un compañero
que se enfermó de dengue. Y allí estaba yo, con mi armamento deteniendo el paso
de la gente. Y de pronto vi a ese niño
tan triste y desamparado, sosteniendo con sus manos aquel cartel
que le tapaba el pecho, con grandes letras escritas con marcador sobre papel bond o cartón.
¡Yo que sé! Solo sé que decía ¡Quiero curarme,
Paz y Salud! Tendría a lo sumo nueve o diez años y podría haber sido mi hermanito o mi sobrino. Nuestras miradas se cruzaron y en
la de él hubo un interrogante, sin comprender por qué estaba de frente a toda
esa gente con mi fusil dispuesto a todo. Tenía cáncer. Uno de esos que dan en
la sangre con un nombre bien raro que no recuerdo. Salió a marchar con su mamá y su abuela, pensando que el gobierno
se ablandaría al verlo tan desprotegido y suplicante. Pero no, este gobierno de
ladrones y corruptos no se enternecen con las necesidades y carencias del
pueblo. A los tres días falleció. Me enteré cuando un compañero me envió un
mensaje por WhatsApp. La noticia estaba en todos los periódicos y las redes
sociales. Y lo más triste y aterrador
para mí fue verme al lado del niño en la foto que divulgaron. Hoy en el barrio me miran con cierto recelo y
bajan la cabeza como para no saludarme. ¡Qué ironía! Me tenía que tocar a mí. Lo único que les
falta es que me llamen asesino. ¡Y si supieran!
En lo profundo de mi alma y
corazón así me siento. ¡Qué rabia e
impotencia tengo! Quisiera gritar y decir a todos que no, que yo no debía estar allí. Que fue un error. Pedir perdón si
es posible. Pero ya para qué. El mal está hecho. Ya nada, absolutamente nada
volverá a ser como antes.
Nancy
Aguilar Quintero
Ciudad
de Panamá, lunes 30 de mayo de 2016