A las cuatro y media de la tarde de aquel día caluroso
del mes de abril, Adelaida dejó de llorar. En un instante, su vida cambió para
siempre y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó
su llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole
el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando Mauricio, elegante y apuesto
joven capitalino, apareció en su vida. Como de costumbre, doña Beatriz, su
mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, modista fina de
amplia clientela, le encargó que comprara en la única quincalla del pueblo,
árido y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes. Los
necesitaba, para terminar, de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo
en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él sentado enfrente de la
bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento
muy lejos de ahí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí
mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que
ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a
realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una
actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron solo un
instante, que para ella fue una eternidad. Un temblor recorrió su cuerpo. Una
emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba
justo al lado de la bodega. Con voz trémula pidió a Misael, el dependiente
tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Le temblaba todo el cuerpo cuando
salió del establecimiento, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy
observadora, notó de inmediato que algo había ocurrido en el trayecto, pero
como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de no hacer preguntas. Los
días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella
mañana, Adelaida continuó con su rutina cotidiana. Se levantaba muy temprano,
para ayudar en los quehaceres del hogar, a pesar de que tenían una empleada que
se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa. Era la
encargada de comprar los alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos
deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a
la tienda del turco. Disponía, de una manera casi artística, las plantas de los
materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de
regarlas, tarea que solo ella hacía, con la cantidad exacta de agua que cada
planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo, Santiago,
quien venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de
abono químico de un vivero, cuyo anuncio salía en un periódico capitalino.
Llegó el domingo, día tan anhelado por los jóvenes del pueblo. Como eran tan
pocas las diversiones, las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono,
se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con
semanas de antelación con colores brillantes y vistosos, ya que existía una
sana competencia para ver cuál calle era la más bonita, puesto que ese día, el
cura, en el sermón, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de estas,
recorriendo por ellas la procesión del santo. Adelaida luciría ese domingo un
precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su
piel. Su primo le trajo de la capital unos hermosos zarcillos, que combinaban
con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de las tiendas del
pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana
a la iglesia con su madre, y allí estaba él, sentado en el último banco, como
escondiéndose de las personas que entraban al recinto, pleno de aromas a rosas
y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy
elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le combinaba a la
perfección. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada
perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Sus ojos, color miel,
de infinita tristeza, la dejó muy perturbada. Adelaida se sentó al lado de
varias amigas, pero ese día no prestó atención a lo que decía el padre
Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea
fija:
–“¿Quién era él?”. “¿De dónde vino?”, y “¿para qué?”.
Todas estas interrogantes fueron contestadas muy
pronto al terminar la misa. Su gran amiga, Vestalia, le hizo señas para que se
acercara. Era su primo Mauricio y había llegado de la capital donde residía,
con la misión de comprar un viñedo situado en las afueras del pueblo,
encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que
pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad.
Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las
cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se
quedaría unos meses en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como su
amiga no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío.
La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás se fijara en ella,
se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí
su mamá, doña Beatriz, y era la invitación para el cumpleaños de doña Elba, la
madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría con un almuerzo en su
hacienda Blancaflor. El ansiado día llegó, sin sospechar Adelaida, que las
ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio se
desmoronaría como castillo de naipes, Y es que ella, de personalidad soñadora y
romántica, nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del
almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, doña Elba presentaba a su
sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando alguien preguntó qué
estudiaba, la señora contestó muy orgullosa:
—¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin
habrá un sacerdote en la familia!
Nancy
Aguilar Quintero