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martes, 25 de julio de 2023

AMARGO DESENCANTO

 

A las cuatro y media de la tarde de aquel día caluroso del mes de abril, Adelaida dejó de llorar. En un instante, su vida cambió para siempre y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó su llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando Mauricio, elegante y apuesto joven capitalino, apareció en su vida. Como de costumbre, doña Beatriz, su mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, modista fina de amplia clientela, le encargó que comprara en la única quincalla del pueblo, árido y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes. Los necesitaba, para terminar, de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él sentado enfrente de la bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento muy lejos de ahí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron solo un instante, que para ella fue una eternidad. Un temblor recorrió su cuerpo. Una emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba justo al lado de la bodega. Con voz trémula pidió a Misael, el dependiente tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Le temblaba todo el cuerpo cuando salió del establecimiento, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy observadora, notó de inmediato que algo había ocurrido en el trayecto, pero como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de no hacer preguntas. Los días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella mañana, Adelaida continuó con su rutina cotidiana. Se levantaba muy temprano, para ayudar en los quehaceres del hogar, a pesar de que tenían una empleada que se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa. Era la encargada de comprar los alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a la tienda del turco. Disponía, de una manera casi artística, las plantas de los materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de regarlas, tarea que solo ella hacía, con la cantidad exacta de agua que cada planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo, Santiago, quien venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de abono químico de un vivero, cuyo anuncio salía en un periódico capitalino. Llegó el domingo, día tan anhelado por los jóvenes del pueblo. Como eran tan pocas las diversiones, las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono, se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con semanas de antelación con colores brillantes y vistosos, ya que existía una sana competencia para ver cuál calle era la más bonita, puesto que ese día, el cura, en el sermón, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de estas, recorriendo por ellas la procesión del santo. Adelaida luciría ese domingo un precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su piel. Su primo le trajo de la capital unos hermosos zarcillos, que combinaban con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de las tiendas del pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana a la iglesia con su madre, y allí estaba él, sentado en el último banco, como escondiéndose de las personas que entraban al recinto, pleno de aromas a rosas y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le combinaba a la perfección. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Sus ojos, color miel, de infinita tristeza, la dejó muy perturbada. Adelaida se sentó al lado de varias amigas, pero ese día no prestó atención a lo que decía el padre Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea fija:

–“¿Quién era él?”. “¿De dónde vino?”, y “¿para qué?”.

Todas estas interrogantes fueron contestadas muy pronto al terminar la misa. Su gran amiga, Vestalia, le hizo señas para que se acercara. Era su primo Mauricio y había llegado de la capital donde residía, con la misión de comprar un viñedo situado en las afueras del pueblo, encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad. Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se quedaría unos meses en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como su amiga no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío. La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás se fijara en ella, se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí su mamá, doña Beatriz, y era la invitación para el cumpleaños de doña Elba, la madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría con un almuerzo en su hacienda Blancaflor. El ansiado día llegó, sin sospechar Adelaida, que las ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio se desmoronaría como castillo de naipes, Y es que ella, de personalidad soñadora y romántica, nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, doña Elba presentaba a su sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando alguien preguntó qué estudiaba, la señora contestó muy orgullosa:

—¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin habrá un sacerdote en la familia!

Nancy Aguilar Quintero

lunes, 24 de julio de 2023

AMANECER LLUVIOSO

 


Llovía a cántaros. El chaparrón comenzó en la madrugada cuando se escucharon ruidos ensordecedores sobre las ventanas y el tinglado del patio. El agua corría a raudales por la empedrada calle, lavando el sucio y purificando el aire. Me fascina escuchar como caen las gotas de lluvia del cielo y transformarse el ambiente en liviano y límpido. Sentí a mi madre levantarse e ir a la cocina por un vaso de agua. Luego, el sueño profundo me llevó a lugares lejanos, en el tiempo y el espacio, en el río donde disfrutamos jugando y haciendo travesuras, mi hermana Lucía y yo. Siempre juntos. Unidos en todo momento. Desde que mi padre desapareció una tarde de enero sin dar explicación, al menos a nosotros no nos la dieron, éramos casi inseparables. Mamá lloró toda la semana y nuestra abuela Catalina, desde ese día, se le vio más malhumorada que de costumbre. Éramos muy niños, y los problemas, decía mi madre, eran para gente mayor, nosotros solo debíamos obedecer, jugar y estudiar. Mamá, mujer de oficios hogareños, nunca había tenido un trabajo formal, ni estaba preparada, ya que apenas era una adolescente, cuando comenzó su bachillerato, se casó con mi padre de veintitrés años, que proveía todo para el hogar. Pero ahora sola y con dos hijos que mantener, la situación cambió por completo. Mi abuela Catalina, la malhumorada y regañona, le propuso que trabajara con ella en un pequeño restaurante de pescados y mariscos, el cual, bien administrado, daba buenas ganancias. Mi madre aceptó a regañadientes, ya que nunca tuvo habilidades culinarias ni nada por el estilo, pero las circunstancias cambian a las personas, y ahora ella ganaba nuestro sustento trabajando fuera de la casa. A pesar del aguacero que estaba cayendo, mamá se levantó como de costumbre, y después de prepararnos el desayuno, darnos un beso y abrigarse bien, se marchó al trabajo. Ese día no iríamos a clase,

—A lo mejor hasta las suspenden–. Nos dijo al salir.

Qué rico quedarse arropaditos en nuestras camas calentitas. Con el arrullo de la lluvia y el frío caímos en un sueño profundo. A eso de las diez de la mañana, Lucía me despierta toda atemorizada:

“–Pablo, Pablo, –oigo ruidos en la cocina”. 

Con sigilo me levanté y pegué el oído a la puerta del cuarto. Al principio no escuché nada y pensé que eran imaginaciones de mi hermana. Intenté abrir la puerta cuando sentimos caer un plato y algunos cubiertos. Ahora, sí estábamos aterrorizados, en nuestras mentes de niños, cualquier historia de espantos y aparecidos tenía cabida y al unísono gritamos y nos abrazamos. Transcurrió media hora cuando volvimos a sentir el ruido, pero ahora, escuchamos algo más. Mi hermana y yo nos miramos perplejos y esta vez no fueron gritos, sino nuestras risas las que se oyeron por toda la casa. Fue Lucía, la más osada, quien abrió la puerta del cuarto, y la vio venir, con su andar principesco, esa mirada altiva y ese arrullador “miau” que nos enamoraba y hacía nuestras vidas tan felices. Qué tontos habíamos sido, nuestra gata Alfonsina, haciendo de las suyas en la cocina, y nosotros haciéndonos historias en nuestras cabezas.

 

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, sábado 13 de octubre de 2018


lunes, 10 de julio de 2023

AÑORANZA



En las alas del olvido

te lance un día a volar.

Un día de primavera

tan triste, tan fugaz.

Te vi partir cual ave

que en su peregrinar

busca ansiosa un refugio

para poder amar.

Triste y sola me quede,

y en mi soledad

ansiaba que volvieras

para no irte jamás.

#minipoema  

Nancy Aguilar Quintero


 

 

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...