Pasaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al
regresar del trabajo y me quedaba un rato contemplándola. Un camino empedrado
con yerbas y flores silvestres comenzaba en el portón y subía empinado hasta el
porche de entrada. Allí donde dos ancianos sentados en sendas sillas de mimbre
de color blanco, tomando algo, pienso que era café o té por la taza que
sostenían en sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por
dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis pensamientos y en
mis sueños recurrentes. Era una mansión antigua, estilo victoriano. Por su
aspecto deteriorado parecía abandonada, pero ejercía sobre mí una fascinación
casi febril. Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía
abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la caminería hasta
llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos que nunca respondían.
Entraba a una inmensa sala con muebles antiguos y un amplio ventanal que daba
al jardín sembrado de gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la
estancia. En un rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía
clases a una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que las
dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio. Una gran
escalera de madera de nogal conducía el piso superior donde
estaban los
dormitorios. Seguía por un amplio corredor y llegaba a la cocina, donde una
empleada comenzaba a preparar la cena. Subía la escalera hacia los dormitorios,
el principal, siempre muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de
costumbres conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las
paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos y platos
con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no admitía el orden de
sus padres. Encima de la cama de sábanas de terciopelo y encajes, un enorme
gato siamés dormía un sueño profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los
libros llegaban al techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e
ignotos. En el salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la
totalidad de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas
tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se discutían temas
políticos y no faltaba algún chismecillo sobre alguien que no estaba presente.
Yo los observaba deseando para mis adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y
fascinante. Esta repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina
para mí. Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se reunían
en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño, este también tuvo un
final. Mejores oportunidades de trabajo me alejaron de mi pueblo y por años me
desconecté de la mansión, pero nunca del entresijo y marañas de mis sueños y
pensamientos. Otra vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué
creen...? Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la
casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba yo parada
enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y desvencijada, pero con su
mismo encanto y fascinación. La alegría me invadió y lágrimas inquietas
humedecieron mis ojos al ver aquel enorme cartel con letras muy precisas: **SE
VENDE**. Sin pensarlo mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche
donde años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su taza de
café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un leve temblor recorrió
sus manos y piernas. Me intrigaba qué había pasado con los antiguos dueños y le
pregunté por qué la vendían.
En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador
con voz entrecortada. ─Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión cada
tarde a las cuatro en punto.
Nancy Aguilar Quintero
Santiago de Chile, miércoles
16 de diciembre de 2020