Buscar este blog

miércoles, 11 de enero de 2023

INTRUSA

 

Pasaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al regresar del trabajo y me quedaba un rato contemplándola. Un camino empedrado con yerbas y flores silvestres comenzaba en el portón y subía empinado hasta el porche de entrada. Allí donde dos ancianos sentados en sendas sillas de mimbre de color blanco, tomando algo, pienso que era café o té por la taza que sostenían en sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis pensamientos y en mis sueños recurrentes. Era una mansión antigua, estilo victoriano. Por su aspecto deteriorado parecía abandonada, pero ejercía sobre mí una fascinación casi febril. Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos que nunca respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles antiguos y un amplio ventanal que daba al jardín sembrado de gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la estancia. En un rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía clases a una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio. Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior donde
estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y llegaba a la cocina, donde una empleada comenzaba a preparar la cena. Subía la escalera hacia los dormitorios, el principal, siempre muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de costumbres conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de terciopelo y encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los libros llegaban al techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e ignotos. En el salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la totalidad de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se discutían temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre alguien que no estaba presente. Yo los observaba deseando para mis adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y fascinante. Esta repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina para mí. Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño, este también tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me alejaron de mi pueblo y por años me desconecté de la mansión, pero nunca del entresijo y marañas de mis sueños y pensamientos. Otra vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué creen...? Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y desvencijada, pero con su mismo encanto y fascinación. La alegría me invadió y lágrimas inquietas humedecieron mis ojos al ver aquel enorme cartel con letras muy precisas: **SE VENDE**. Sin pensarlo mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche donde años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su taza de café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un leve temblor recorrió sus manos y piernas. Me intrigaba qué había pasado con los antiguos dueños y le pregunté por qué la vendían.

En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador con voz entrecortada. ─Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión cada tarde a las cuatro en punto.

 Nancy Aguilar Quintero 

Santiago de Chile, miércoles 16 de diciembre de 2020


 

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...