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sábado, 18 de mayo de 2019



AMARGO DESENCANTO


Exactamente a las cuatro y media de la tarde de aquel día caluroso del mes de abril Adelaida dejó de llorar. En un instante su vida cambio para siempre y ya no sería más la misma. No sabía con certeza en qué momento comenzó su llanto tibio y melancólico. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lavándole el rostro. Todo empezó dos meses antes, cuando Mauricio, elegante y apuesto joven capitalino apareció en su vida. Como de costumbre, doña Beatriz, su mamá, una viuda de carácter muy recio y conducta intachable, modista fina de amplia clientela, le encargó que comprara en la única quincalla del pueblo, árido y triste, donde nunca ocurría nada importante, unos hilos y encajes. Los necesitaba, para terminar de coser el vestido que Adelaida luciría ese domingo en las fiestas patronales del pueblo. Y allí estaba él sentado enfrente de la bodega del turco Richani, con un vaso de limonada en la mano y el pensamiento muy lejos de allí. Había llegado al pueblo la noche anterior, hospedándose allí mismo, ya que el turco tenía en la parte alta algunas habitaciones, que regularmente ocupaban los granjeros cuando venían al pueblo a vender sus productos y a realizar sus compras. Caminaba Adelaida con pasos lentos, cabizbaja, con una actitud de muchacha acostumbrada a obedecer. Sus miradas se cruzaron solo un instante, que para ella fue una eternidad. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Una emoción muy intensa la embargó. Muy turbada entró en la quincalla, que quedaba justo al lado de la bodega. Con voz trémula pidió a Misael, el dependiente tosco y huraño, lo encomendado por su mamá. Aun estaba muy nerviosa cuando salió, pero él ya no estaba. Doña Beatriz, mujer muy observadora, notó inmediatamente que algo había ocurrido en el trayecto, pero como Adelaida nada comentó, se guardó ella muy bien de no hacer preguntas. Los días siguientes, con alguna excepción en que recordaba el encuentro de aquella mañana, Adelaida continuó con su rutina cotidiana. Se levantaba muy temprano, para ayudar en los quehaceres del hogar, a pesar que tenían una empleada que se ocupaba de los oficios fuertes, era ella quien administraba la casa disponiendo la compra de alimentos semanales, para elaborar el menú, platillos deliciosos que copiaba de una revista española, que siempre llegaba atrasada a la tienda del turco. Disponía de una manera casi artística, las plantas de los materos colocadas en el corredor y jardín de la vetusta casona, ocupándose de regarlas, tarea que solo ella hacía, con la cantidad exacta de agua que cada planta necesitaba. No satisfecha con esto, encargaba a su primo Santiago que venía al pueblo dos veces al mes trayendo mercancía, pequeños sacos de abono químico de un vivero, cuyo anuncio salía en un periódico capitalino. Llegó el domingo, día tan anhelado por los jóvenes del pueblo. Como eran tan pocas las diversiones, las fiestas dedicadas a San Sebastián, el santo patrono, se convertían en momentos de encuentros felices. Las casas eran pintadas con semanas de antelación con colores brillantes y vistosos, ya que existía una sana competencia para ver cual calle era la más bonita, ya que ese día el cura, en el sermón, les dedicaba elogios y bendiciones a los vecinos de la misma, recorriendo por ellas la procesión del santo. Adelaida luciría ese domingo un precioso vestido verde esmeralda, que hacía resaltar más la blancura de su piel. Su primo le trajo de la capital unos hermosos zarcillos, que combinaban perfectamente con el traje, ya que ella no confiaba en los adornos baratos de las tiendas del pueblo. Ensimismada en sus propios pensamientos, Adelaida entró aquella mañana a la iglesia con su madre y allí estaba él. Sentado en el último banco, como escondiéndose de las personas que entraban a la iglesia, la cual estaba plena de aromas a rosas y azahares. Lo miró de reojo y eso fue suficiente para detallarlo. Vestía muy elegante y a la moda, pantalón gris y una camisa a rayas que le combinaba perfectamente. Su porte erguido, la desenvoltura de sus ademanes, su mirada perdida, le producían a ella emociones indescriptibles. Sus ojos color miel de infinita tristeza la dejo verdaderamente perturbada. Adelaida se sentó al lado de varias amigas, pero ese día no prestó atención a lo que decía el padre Olegario. Su cabeza le daba vueltas con un pensamiento persistente y una idea fija. —¿Quién era él, de donde vino y para qué? Todas estas interrogantes fueron contestadas muy pronto al terminar la misa. Su gran amiga Vestalia le hizo señas para que se acercara. Era su primo y había llegado de la capital, donde residía con sus padres, con la misión de comprar un viñedo situado en las afueras del pueblo, encomienda de su padre, un rico comerciante y banquero muy distinguido, que pensaba invertir en el campo, y alejarse un poco del bullicio de la ciudad. Vestalia se lo presentó y conversaron de cosas triviales, del tiempo, de las cosechas, de la abundancia de frutos de aquella región. Él le comentó que se quedaría un tiempo en el pueblo aprovechando que eran sus vacaciones. Como su amiga no los dejó solos ni un momento, Adelaida pensó si tendrían algún amorío. La ocasión perfecta para conocer mejor a Mauricio y quizás para que se fijara en ella, se presentó cuando consiguió un sobre encima de su cama. Lo había dejado allí su mama, Doña Beatriz, y era la invitación para el cumpleaños de Doña Elba, la madre de Vestalia, acontecimiento que se celebraría con un almuerzo en su hacienda Blancaflor. El ansiado día llego, sin sospechar Adelaida, que las ilusiones y proyectos internalizados por ella, noviazgo, matrimonio se desmoronaría como castillo de naipes, y es que ella de personalidad soñadora y romántica nunca pensó que la realidad sería otra muy diferente. Antes del almuerzo, y a medida que llegaban los invitados, Doña Elba presentaba a su sobrino, como un joven muy educado y estudioso. Cuando alguien preguntó que estudiaba, la señora contestó muy orgullosa —¡Mauricio tiene dos años en el seminario y por fin habrá un sacerdote en la familia!
Nancy Aguilar Quintero
Abril, 2009

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