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miércoles, 21 de junio de 2023

EL REPARTIDOR


Cada mañana Pilar bajaba por la escalera del edificio donde vivía. Era la primera en salir y abrir la puerta de entrada, que por seguridad se cerraba con llave todas las noches. Le gustaba llegar temprano a la universidad dónde trabajaba de bibliotecaria.

Y todas las mañanas estaba allí, aquel joven minusválido, frente a la puerta, con dos canastas repletas de frutas y verduras, para entrar y repartir en los apartamentos.

Pilar le tenía animadversión, ya que su mirada, entre mansa y perversa, que no conseguía descifrar, le producía escalofríos. Él se quedaba viéndola embobado hasta que ella cruzaba la esquina. Llevaba el joven una muleta, grande y tosca, que un buen samaritano, le regaló por caridad. Aparte del impedimento en la pierna izquierda, poseía un cierto retraso mental, que movía a los residentes del edificio a tenerle aprecio y compasión. Era el sustento de su abuela, y por eso el dueño del pequeño supermercado de la esquina, le permitía el reparto de verduras y frutas, porque aparte del sueldo que ganaba, los propietarios e inquilinos, le daban buenas propinas. Los chismes que nunca faltan en una comunidad tan pequeña, decían que Zacarías, que así se llamaba el joven, era hijo de una bailarina y un general de la república, Cuando este se enteró de las deficiencias mentales y motoras del niño, se deprimió tanto que perdió la noción de la realidad y se refugió en el alcohol para mitigar su pena y dolor. Un día se marchó y no se supo más de él. En cuanto a la bailarina, su madre, dejó al niño, que ya tenía cinco años, al cuidado de una tía-abuela, que vivía sola, con el compromiso de enviarle dinero, para su sustento y educación. Se fue con un rico comerciante griego, asiduo visitante del cabaret donde trabajaba, y nunca volvió por el niño. Zacarías fue creciendo entre las burlas de sus compañeros de colegio y la compasión de los adultos. Hasta que su tía Zoila, a quien él llamaba abuela, no lo envió más a la escuela. Esto forjó su carácter tímido y retraído.

Las constantes quejas de los usuarios de la biblioteca, y los reclamos de su jefa, le producían a Pilar fuertes dolores de cabeza. Solo deseaba que terminara su jornada de trabajo para regresar a su pequeño apartamento, su “cuevita” como ella decía. Ducharse, cenar y acostarse a dormir, era su cotidianidad, después de cerrar la puerta. Vivía sola y rara vez veía televisión, se mantenía actualizada de la realidad mundial a través de sus redes sociales.

Sucedió que una tarde, al llegar al edificio y abrir la puerta de entrada, un escalofrío le recorrió el cuerpo y sus manos comenzaron a temblar. El portal estaba oscuro, ya que, a esa hora, el conserje, bajaba las persianas para atenuar un poco el calor del verano. Sintió como si alguien la observara, debajo de la escalera. Sin mirar hacia los lados, subió rápido hasta el tercer piso. Estaba sudada, con palpitaciones, y muy asustada. Cerró la puerta y le pasó doble cerrojo, cosa inusual en ella, ya que este era un edificio muy tranquilo, y nunca había escuchado que hubiesen robado nada.

“–¿Pero Pilar, por Dios que te pasa, pareces una chiquilla temerosa? –se burlaban sus pensamientos amotinados en su cabeza”.

¡No, no, no molestaría a su vecina, llamándola por conjeturas ridículas de ella! Se preparó café y se sentó a revisar las redes sociales con su taza humeante y un paquete de galletas. ¡A ver si así me pasa este susto! –pensó.  El sonido del móvil, le hizo brincar de su asiento. Era su vecina, del segundo piso, para preguntarle si tenía alguna pastilla que aliviara el dolor de cabeza. “–Qué oportuna” –y aprovechando el momento le preguntó:

–Vecina, por casualidad usted escuchó ruidos en el pasillo. –Es que cuando subía las escaleras, me pareció oírlos”.

–No, no oí nada, —¿Por qué?

–Vecina, acabo de preparar café, venga para darle la pastilla y así charlamos un poco, y le explico mejor.

No pasaron ni dos minutos cuando sintió el timbre de la puerta.

–Adelante, ya le sirvo su cafecito. —Vecina, hace rato al subir las escaleras, inclusive en la planta baja, tuve la impresión que alguien me observaba. Y luego, cuando cerré la puerta, oí gemidos y quejidos.

Su vecina le comentó que, hubo mucho ruido en la mañana, pero eran los nuevos inquilinos del piso cuatro, que se estaban mudando por las escaleras, ya que desde ayer el ascensor se encontraba dañado.

–No lo has notado, porque tú nunca lo utilizas.

–Bueno, vecina, gracias por el café y la pastilla…–Y deja los nervios y el susto, que no es para tanto. Y con una sonrisa se despidió de Pilar.

Contrario a su costumbre, se acostó en el sofá. Que suave y mullido se sentía. En ese momento añoró a su gata Sakura, fallecida el año pasado. Entornó los ojos y ya más relajada, se dispuso a descansar. En verdad en ese edificio la paz era total, pocas veces se escuchaba música y ruidos. Alrededor de las siete se despertó sobresaltada. Creyó sentir el sonido del ascensor. Pensó en los nuevos inquilinos. “Quizás ya lo arreglaron para facilitarles la mudanza”.

En la mañana, al bajar las escaleras, escuchó ruidos y voces muy alteradas., en el portal del edificio. La policía y algunos vecinos aglomerados en la puerta, hablando todos a la vez.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Pilar intrigada.

–Zacarías, el joven minusválido, repartidor de frutas y verduras, desapareció. –no regresó ayer al mediodía a su casa, le contestó el vecino del tercer piso. Nadie sabe de él.

–“Yo lo espero todos los días para almorzar juntos, nunca me ha fallado–dijo una anciana, con cara compungida. –Estoy muy preocupada”.

Se notaba a leguas la pobreza y desamparo de la señora, y qué pensamientos terribles pasarían por su cabeza. Pilar supuso era la abuela de Zacarías y solo se le ocurrió decir:

–¿No estará en casa de algún amigo, o familiar?

La anciana rompió a llorar.

–Zacarías no tiene más familia que yo. ¿Y amigos? Nunca le he conocido ninguno. Por eso estoy tan angustiada. –Algo terrible debe haberle pasado.

Pilar llegó retrasada al trabajo, y no pudo concentrarse en sus labores habituales. La gruñona de su jefa le llamó varias veces la atención. A la una de la tarde pidió permiso para irse, ya que se sentía muy mal.

“–Pilar, será que estás enamorada”–le dijo en tono sarcástico. Le dolía la cabeza y opresión en el pecho. No se aguantó y le contó todo a la cascarrabias de su jefa.

“–Seguro se cansó de la abuela y se le escapó”– sugirió

Sintió como si alguien le hubiese echado un balde de agua fría.

“Dios mío, será posible. Pero si no tiene más familia”. Llamó a su vecina, preguntando si había alguna novedad del joven. Del otro lado de la línea hubo un prolongado silencio.

“–Todos estamos muy preocupados, todavía no se sabe nada del chico. La policía estuvo hasta el mediodía. Lo van a reportar como desaparecido”.

–¡Desaparecido! –qué palabra tan terrible.

–¿Y si tenía razón la gruñona de su jefa y el chico se fue porque ya no soportaba vivir con su abuela? Otra posibilidad es que se hubiese metido a un apartamento vacío. Allí había varios ¿Y si se hubiese desmayado, y no tuvo tiempo de pedir ayuda? -¡Desmayado… o muerto! Dios mío, no quería ni pensarlo”.

Era como si el chico se estuviera comunicando con ella de alguna manera, enviándole pensamientos telepáticos. ¡Ayúdame por favor! Y esos ruidos que escuchó ayer por la tarde. ¡Ayer por la tarde! –¡Y hoy es viernes! Y si sus preocupaciones eran infundadas y ese chico se marchó por voluntad propia. Su angustia rayaba ya en la paranoia. Tomó la decisión de ir a la estación de policía y contarle sus temores. La miraron con condescendencia y sonrieron.

–Si yo sé que están creyendo que estoy loca, pero por favor, no les cuesta nada enviar a alguien a revisar los apartamentos desocupados, y así descartamos esa posibilidad.

Fue tanto su insistencia que, al comisario, no le quedó más remedio que enviar unos policías a investigar. En los apartamentos desocupados no había ni rastro de Zacarías. Pilar no entendía por qué se estaba tomando esta situación como algo personal. Será que, a pesar de todo, sentía lástima por ese pobre muchacho. Y los residentes, siguieron con su vida como si nada estuviese pasando. Pero ella, en su interior, sentía que tenía que hacer algo. En la tarde, cuando sorbía su segunda taza de café, cavilando su rostro se iluminó. Un presentimiento fuerte la invadió. Descartó llamar a la policía, esta vez no le harían caso. Decidió comunicarse con su vecina del piso dos, quien de mala gana la escuchó.

–Pilar, déjate ya de inventos, solo a ti se te ocurre que esté allí, deja que la policía haga su trabajo.

–Busquemos al conserje, él nos tiene que colaborar. —dijo Pilar.

Y cuál sería la sorpresa: –¡Bendita seas Pilar, has salvado una vida!  Su cara de triunfo y satisfacción no tenía precio. El pobre Zacarías los miraba aterrorizados, medio desmayado, llorando como un niño. No atinaba a decir palabras. Su muleta y las canastas vacías esparcidas dentro del ascensor. Al principio golpeó con furia y gritó, pero nadie vino en su auxilio. Se quedó dormido de cansancio y miedo. No se asfixió de puro milagro. Días después, cuando se recuperó, su abuela le explicó que había sido Pilar, su ángel guardián. Que de no ser por su insistencia de que abrieran el ascensor, él habría fallecido. A partir de ese día, cuando regresaba cansada de trabajar y con estrés, Pilar encontraba en la puerta de su apartamento una pequeña bolsa, muy bien acomodada, con naranjas, mangos, guayabas o cualquier otra fruta. ¡Qué manera tan sublime e inocente a la vez, de dar las gracias!

Nancy Aguilar Quintero

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