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martes, 25 de octubre de 2022

INTRUSA



Pasaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al regresar del trabajo y me quedaba un rato contemplándola. Un camino empedrado con yerbas y flores silvestres comenzaba en el portón y subía empinado hasta el porche de entrada. Allí donde dos ancianos sentados en sendas sillas de mimbre de color blanco, tomando algo, pienso que era café o té por la taza que sostenían en sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis pensamientos y en mis sueños recurrentes. Era una mansión antigua, estilo victoriano. Por su aspecto deteriorado parecía abandonada, pero que ejercía sobre mí una fascinación casi febril. Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos que nunca respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles antiguos y un amplio ventanal que daba al jardín sembrado de gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la estancia. En un rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía clases a una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio. Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior donde estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y llegaba la cocina en la cual una empleada comenzaba a preparar la cena. Subía la escalera hacia los dormitorios, el principal, siempre muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de costumbres conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de terciopelo y encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los libros llegaban al techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e ignotos. En el salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la totalidad de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se discutían temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre alguien que no estaba presente. Yo los observaba deseando para mis adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y fascinante. Esta repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina para mí. Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño, este también tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me alejaron de mi pueblo y por años me desconecté de la mansión, pero nunca del entresijo y marañas de mis sueños y pensamientos. Otra vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué creen...? Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y desvencijada, pero con su mismo encanto y fascinación. La alegría me invadió y lágrimas inquietas humedecieron mis ojos al ver aquel enorme cartel con letras muy precisas: **SE VENDE**. Sin pensarlo mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche donde años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su taza de café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un leve temblor recorrió sus manos y piernas. Me intrigaba qué había pasado con los antiguos dueños y le pregunté por qué la vendían.

En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador con voz entrecortada. ─Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión cada tarde a las cuatro en punto.

 Nancy Aguilar Quintero.


 

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