Publicado por Antología Digital @elnarratorio en diciembre 2018
Aprendiz de escritora...cuentos, relatos, microrrelatos,poemas y algo más que se me ocurra.
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viernes, 16 de diciembre de 2022
LÓBREGA NOCHE
lunes, 21 de noviembre de 2022
INGRATA DESPEDIDA
Llegó el día tan temido para Amalia. Ya las maletas estaban preparadas y
solo era cuestión de horas para la terrible despedida. A las once de la noche
se estaría embarcando en el avión que la llevaría tan lejos del lugar donde
vivió toda su vida. No había marcha atrás. Era irse con su hija o quedarse sola
en aquel caserón familiar donde las vivencias y recuerdos se paseaban de
habitación en habitación. Era primavera y hacía un calor sofocante. Se
despediría de su casa y de su hermoso jardín con todas las de la ley. Fue a su
cuarto y se puso el vestido celeste que tanto le gustaba a su esposo fallecido
el año pasado, se maquilló y arregló su cabello cano, y, por último, se colocó
el collar de perlas, regalo de boda de su madre. Sintió unas ganas inmensas de
tomarse un café. Lo preparó como le gustaba, tinto y sin azúcar, y con taza en
mano se dirigió a su jardín. Su viejo gato Sócrates, de reluciente pelaje
negro, que dormitaba en el sofá de la sala, se desperezó y arqueando su cuerpo
la siguió. Dentro de una hora llegaría su hermana para llevárselo. Le acaricio
el lomo con ternura y también se despidió de él. Sentada en la banca del jardín, contempló
alrededor tratando de llevarse en su retina las esplendorosas flores
multicolores sembradas allí con tanto esmero por ella. Flores blancas,
amarillas, rojas, azules que fueron poblando su jardín a través de los años.
Tomó su regadera manual y mientras el agua corría por sus pétalos y hojas, se
fue despidiendo de sus amadas flores una por una, hablándoles y pidiéndoles
perdón por abandonarlas. Les explicó que no tenía alternativa, pero lo más
triste y sobrecogedor fue la despedida de su hermoso y frondoso manzano,
sembrado por las manos juveniles de su difunto esposo, el mismo día que nació
su primer hijo.
–¡Ahora los dos crecerán a la par!, –fueron las palabras de él al
culminar la tarea.
Lucía tan imponente con sus frutos rojos y brillantes. La tarde iba
cayendo, ya el sol estaba por ocultarse y Amalia, ensimismada en su mundo
interior, sintió que la noche oscura se instalaba en su corazón.
Nancy Aguilar Quintero
Santiago de
Chile, martes 13 de octubre de 2020
Taller de
Narrativa: Contando desde la memoria. Patrocinado por Independencia
Cultural
martes, 25 de octubre de 2022
INTRUSA
Pasaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al
regresar del trabajo y me quedaba un rato contemplándola. Un camino empedrado
con yerbas y flores silvestres comenzaba en el portón y subía empinado hasta el
porche de entrada. Allí donde dos ancianos sentados en sendas sillas de mimbre
de color blanco, tomando algo, pienso que era café o té por la taza que
sostenían en sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por
dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis pensamientos y en
mis sueños recurrentes. Era una mansión antigua, estilo victoriano. Por su
aspecto deteriorado parecía abandonada, pero que ejercía sobre mí una
fascinación casi febril. Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi
imaginación. Me veía abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría
la caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos que nunca
respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles antiguos y un amplio
ventanal que daba al jardín sembrado de gardenias cuyo aroma exquisito
impregnaba toda la estancia. En un rincón, un piano donde un adusto y serio
profesor impartía clases a una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en
su cara que las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y
fastidio. Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior donde
estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y llegaba la cocina en
la cual una empleada comenzaba a preparar la cena. Subía la escalera hacia los
dormitorios, el principal, siempre muy ordenado, propio de personas muy
metódicas y de costumbres conservadoras. El otro, el de la chica con papel
rosado en las paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros,
vasos y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no
admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de terciopelo y
encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño profundo. Me dirigía a la
biblioteca, donde los libros llegaban al techo y mi ensoñación me llevaba a
lugares lejanos e ignotos. En el salón de juegos de mesa, un amplio televisor
cubría casi la totalidad de la pared, donde se reunían familiares y amigos en
amenas tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se discutían
temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre alguien que no estaba
presente. Yo los observaba deseando para mis adentros pertenecer a ese mundo
tan ajeno y fascinante. Esta repetición constante de mis sueños febriles se
hizo rutina para mí. Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que
se reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño, este también
tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me alejaron de mi pueblo y por
años me desconecté de la mansión, pero nunca del entresijo y marañas de mis
sueños y pensamientos. Otra vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo.
¿Y qué creen...? Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de
verdad la casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba
yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y desvencijada, pero
con su mismo encanto y fascinación. La alegría me invadió y lágrimas inquietas
humedecieron mis ojos al ver aquel enorme cartel con letras muy precisas: **SE
VENDE**. Sin pensarlo mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche
donde años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su taza de
café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un leve temblor recorrió
sus manos y piernas. Me intrigaba qué había pasado con los antiguos dueños y le
pregunté por qué la vendían.
En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador
con voz entrecortada. ─Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión cada
tarde a las cuatro en punto.
Nancy Aguilar Quintero.
jueves, 1 de septiembre de 2022
AUDACIA
#minificcion #microrrelato
Le compré una motocicleta a mi nieto en la Navidad
para sorprenderlo por su cumpleaños. Pero la sorprendida fui yo. Al acariciarla
y montarla todos mis miedos desaparecieron en un instante, y con mi casco,
chaqueta negra y el cabello alborotado por el viento recorrí sobre ella las
calles de mi barrio.
Nancy Aguilar Quintero
martes, 23 de agosto de 2022
LA MARCHA FATAL
Cada vez que pienso en esos
ojitos tristes, resignados y recuerdo esa carita con un tapaboca, de verdad se
me enternece el corazón. Yo, que desde pequeño demostré ser rudo y pendenciero,
en el barrio donde nací, en la escuela, doquiera que hubiese una pelea, ahí
estaba yo como protagonista, sin importar si el pleito era conmigo o
no. Como decía mi abuela:
─¡Este muchacho tiene un
carácter aguerrido y fuerte, ya dice lo que va a ser! …–¡Es perfecto para
militar!
Y yo internalicé sus
consejos, y al cumplir los dieciocho años me presenté como voluntario al
ejército. De inmediato, me aceptaron. Tenía la estatura y el perfil requeridos.
Tengo apenas el rango de Cabo Segundo, del Ejército de Venezuela, pero en
Petare, donde vivo, un barrio con el más alto índice de criminalidad de la
capital venezolana, ser militar da cierto prestigio y respeto. Todo cambió para
mí el dieciséis de febrero del año dos mil dieciséis. Ese día fue convocada una
"gran marcha", una bendita marcha por no decir otra cosa que ofenda
más a Dios, donde sacaron a los niños enfermos a la calle a protestar y
solicitar al ministro de Salud medicamentos e insumos requeridos para tratar
enfermedades como el cáncer. Y es que las marchas se han convertido en una
institución en este país. Todos los días hay varias. La gente se está muriendo
de mengua y hambre. No hay medicinas, comida, agua, ni electricidad. ¡Todo es
un caos! El estado de derecho se fue por la alcantarilla. ¡Esto se lo llevó el
carajo! Pero tengo que callarme y no decir nada y tragarme las palabras que se
me atoran en la garganta. Claro, trabajo para el Gobierno, y en este momento
como están las cosas, si miras mal a un superior o dices cualquier tontería te
tildan de traidor. Ese día yo no tendría que estar ahí. A última hora me llamó
el Sargento y me ordenó reemplazar a un compañero que se enfermó de dengue. Y
allí estaba yo, con mi armamento, deteniendo el paso de la gente. Y de pronto
vi a ese niño tan triste y desamparado, sosteniendo con sus manos aquel cartel
que le tapaba el pecho, con grandes letras escritas con marcador sobre
cartulina o cartón. ¡Yo qué sé! Solo sé qué decía: “¡QUIERO CURARME, PAZ Y
SALUD!”. Tendría a lo sumo ocho o nueve años y podría haber sido mi hermanito o
mi sobrino. Nuestras miradas se cruzaron y en la de él hubo una interrogante,
sin comprender por qué estaba yo de frente a esa muchedumbre, con mi fusil
dispuesto a todo. Tenía cáncer. Uno de esos que dan en la sangre con un nombre
bien raro que no recuerdo. Salió a marchar con su mamá y su abuela, pensando
que las autoridades se ablandarían al verlo tan desprotegido y suplicante.
¡Pero no! - “Este Gobierno de ladrones y corruptos no se enternecen con las
necesidades y carencias del pueblo”. A los tres días falleció. Me enteré cuando
un compañero me envió un mensaje por WhatsApp. La noticia estaba en todos los
periódicos y las redes sociales. Y lo más triste y aterrador para mí fue verme
al lado del niño en la foto que divulgaron. Hoy, en el barrio, me miran con
cierto recelo y bajan la cabeza para no saludarme. ¡Qué ironía! Tenía que
tocarme a mí. Lo único que les falta es que me llamen asesino. ¡Y si supieran…!
En lo profundo de mi alma y corazón así me siento. ¡Qué rabia e impotencia
tengo! Quisiera gritar y decir a todos que no, que yo no debía estar allí. Que
fue un error. Pedir perdón, si es posible. Pero ¿ya para qué? El mal está
hecho. Ya nada volverá a ser como antes.
Nancy Aguilar Quintero
Ciudad de Panamá, lunes 30
de mayo de 2016
Publicado en EL NARRATORIO,
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 12, febrero 2017
DESORIENTADA
Eran las
ocho de la noche, había comenzado a lloviznar y Carlota apresuró el paso por
aquella calle solitaria. La mayoría de las casas estaban derruidas y en
escombros, ya que la municipalidad había decidido remodelar varias manzanas
porque eran viviendas de muchos años y le daban un aspecto feo y deteriorado a
la ciudad. Sentía la piel erizada y un sustico en el estómago al pasar por
allí, pero era el único camino viable para llegar a la autopista y tomar el
autobús que la conduciría a su hogar.
–“¿Quién me
mandaría a mí a ser de inventora y ponerme a estudiar de noche?” –pensó
tratando de no mirar a los lados.
Pero ya
había cancelado el curso de computación e inglés en un instituto del centro de
la ciudad y su propósito era culminarlos para poder ascender en su trabajo. No
le quedaba de otra que seguir asistiendo al curso, así fuese un martirio
atravesar esa calle todas las noches. Era recepcionista en una entidad bancaria
de mucho prestigio y aspiraba a un mejor puesto, de más estatus y beneficios
económicos. Sintió un leve ruido a sus espaldas, como pasos muy tenues,
pero persistentes y no se atrevía a voltear, ya que estaba casi paralizada de
terror. Alguien la seguía y ella no sabía con qué intenciones. Aquel vecindario
se había convertido en un sitio muy inseguro, sobre todo de noche. En un
momento supuso que eran ideas suyas, puesto que, al pasar por esa calle, muy
solitaria y con la mayoría de las casas deshabitadas, le producía escalofríos.
Se encomendó a las ánimas del purgatorio y a su Ángel de la Guarda siguiendo
los consejos de su madre cuando le decía que si en algún momento presentía un
peligro les rezara, ya que eran muy milagrosos. Vio que una de las casas estaba
iluminada, con mucha gente afuera y adentro y sin pensarlo dos veces entró. Era
un velorio. Se sentó al lado de una señora en actitud cabizbaja y que en
susurros rezaba un rosario. Esperó un buen rato, respirando y tratando de
tranquilizarse, ya que su corazón latía como caballo desbocado. Miró su reloj
de pulsera y vio que había pasado una hora y algunas personas comenzaron a
marcharse caminando hacia la autopista. Se fue junto a ellas, pero ni siquiera
miró sus caras, prometiéndose que al día siguiente en la mañana pasaría por esa
calle antes de llegar a su trabajo para rezar una oración por el difunto o
difunta en agradecimiento que la hubiese librado de quien sabe que percance. Al
otro día se levantó más temprano que de costumbre para cumplir con su
propósito. Al llegar a la casa, donde la noche anterior se había refugiado, y
la consiguió en ruinas. No vio a nadie y se notaba que estaba desocupada
hacía mucho tiempo. Carlota no salía de su asombro.
–“¿Me
estaré volviendo loca?, –estoy segura de que esta era la casa”.
Preguntó a
un señor que atendía un quiosco cercano donde vendía café, refrescos,
chucherías y periódicos. Este la miró desconcertado y con voz queda le
respondió:
–“Según
cuentan por ahí, en esa casa vivió hace algunos años una señora muy caritativa
y generosa. -Cuando murió, mucha gente vino a sus funerales en agradecimiento
por haber recibido sus favores”.
Ahora sí
Carlota estaba desorientada y confundida, un leve temblor le recorrió su
cuerpo, pensando en que acertados y precisos son los consejos de una madre.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, miércoles 13 de septiembre de 2017
Publicada en Antología Literaria
Digital El Narratorio, N° 19
lunes, 22 de agosto de 2022
AMANECER LLUVIOSO
Llovía a cántaros. El chaparrón comenzó en la madrugada cuando se escucharon los ruidos ensordecedores sobre las ventanas y el tinglado del patio. El agua corría a raudales por la empedrada calle, lavando el sucio y purificando el aire. Me fascina escuchar como caen las gotas de lluvia del cielo y transformarse el ambiente en liviano y límpido. Sentí a mi madre levantarse e ir a la cocina por un vaso de agua. Luego, el sueño profundo me llevó a lugares lejanos, en el tiempo y el espacio, en el río donde disfrutábamos jugando y haciendo travesuras, mi hermana Lucía y yo. Siempre juntos. Unidos en todo momento. Desde que mi padre desapareció una tarde de enero sin dar explicación, bueno, al menos a nosotros no nos la dieron, éramos casi inseparables. Mamá lloró toda la semana y nuestra abuela Catalina, desde ese día, se le vio más malhumorada que de costumbre. Éramos muy niños, y los problemas, decía mi madre, eran para gente mayor, nosotros solo debíamos obedecer, jugar y estudiar. Mamá, mujer de oficios hogareños, nunca había tenido un trabajo formal, ni estaba preparada, ya que apenas era una adolescente, cuando comenzó su bachillerato, se casó con mi padre de veintitrés años, que proveía todo para el hogar. Pero ahora sola y con dos hijos que mantener, la situación cambió por completo. Mi abuela Catalina, la malhumorada y regañona, le propuso que trabajara con ella en un pequeño restaurante de pescados y mariscos, el cual, bien administrado, daba buenas ganancias. Mi madre aceptó a regañadientes, ya que nunca tuvo habilidades culinarias ni nada por el estilo, pero las circunstancias cambian a las personas, y ahora ella ganaba nuestro sustento trabajando fuera de la casa. A pesar del aguacero que estaba cayendo, mamá se levantó como de costumbre, y después de prepararnos el desayuno, darnos un beso y abrigarse bien, se marchó al trabajo. Ese día no iríamos a clase,
—A lo mejor hasta las
suspenden–. Nos dijo al salir.
Que rico quedarse
arropaditos en nuestras camas calentitas. Con el arrullo de la lluvia y el frío
caímos en sueño profundo. A eso de las diez de la mañana, Lucía me despierta
toda atemorizada:
“–Pablo, Pablo, -escucho
ruidos en la cocina”.
Con sigilo me levanté y pegué el oído a la puerta del cuarto. Al principio no escuché nada y pensé que eran imaginaciones de mi hermana. Intenté abrir la puerta cuando sentimos caer un plato y algunos cubiertos. Ahora si estábamos aterrorizados, en nuestras mentes de niños, cualquier historia de espantos y aparecidos tenía cabida y al unísono gritamos y nos abrazamos. Transcurrió como media hora cuando volvimos a sentir el ruido, pero esta vez aparte del ruido, escuchamos algo más. Mi hermana y yo nos miramos perplejos y esta vez no fueron gritos sino nuestras risas las que se escucharon por toda la casa. Fue Lucía, la más osada, quien abrió la puerta del cuarto, y la vio venir, con su andar principesco, esa mirada altiva y ese arrullador “miau” que nos enamoraba y hacía nuestras vidas tan felices. Qué tontos habíamos sido, nuestra gata Alfonsina, haciendo de las suyas en la cocina, y nosotros haciéndonos historias en nuestras cabezas.
Nancy Aguilar Quintero
martes, 9 de agosto de 2022
LA PLAZA
La noticia corrió como
pólvora. Bien lo dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el
pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad,
al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió
a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de
terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la
noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la
plaza frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que llegó un mes de mayo
años atrás, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos
reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la
Guerra Civil, en un país convulsionado, donde el caos reinaba por todas partes.
Mozo idealista y soñador, y la tropa en la cual servía como soldado
lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel
mísero dispensario que ni médico tenía. Allí lo atendió una enfermera, solícita
y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que
tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda
gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las
autoridades, era Pozo Viejo y el anciano quien para ese momento tendría unos
veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército
pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras,
de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo.
Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de
batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches
heladas a campo abierto, sin poder dormir y con poco abrigo, pensaba:
—¡Dios mío, ¡qué absurda y
terrible es la guerra, -cuánto odio entre hermanos!
Cuando ocurrió el accidente
de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno,
cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era
visitar la plaza del pueblo. ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de
esparcimiento y descanso al que acudía cada día a las cuatro en punto de
la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días
posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando
un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el
médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis
meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que
puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos
años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera
del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie
lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron
al mes. Anselmo, nunca conoció a sus padres y fue educado por las monjitas de
la Congregación de la Caridad, en el orfanato de San Jerónimo, en la
capital. Residía en una pensión y trabajaba como encargado de una
sastrería de prestigio, donde el aburrimiento y fastidio era el plato del día.
Ella vivía con su hermano mayor, en una pequeña granja a las afueras del
pueblo, allí cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales
adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su
vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y
dicharachero, ella, en cambio, ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con
su hermano, pero los problemas nunca faltan porque la granja era muy pequeña
para albergar a tantas personas. Anselmo, cuando finalizó la guerra, viajó
con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de
su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña
casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a
trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se
convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en sus proyectos, que ella
llamaba, “locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo
consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos
cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa, la cual fue remodelada en
una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al
lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, y la fama era tal, que
rebasó los límites, extendiéndose a los pueblos vecinos, cuyos habitantes
siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los
dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su
esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para
preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y
siempre se mostraba animoso delante de Agripina, haciendo hasta lo imposible
por verla feliz, sentía tranquila y regocijada. . Le contaba anécdotas e
historias, que ella agradecía con una sonrisa. Fue para esa época que Anselmo
decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de
Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo
verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina.
Cuando esta se enteró lloró toda la tarde, pero no comentó nada para no herir
más los sentimientos de su esposo. A partir de ese momento algo se rompió en su
corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del
almuerzo, Anselmo ayudaba a la sobrina de su esposa que la atendía durante el
día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media, cuando salía y se
dirigía a la plaza del pueblo, llegando un poco antes de las cuatro, ya que el
trayecto no era largo y él trataba de caminar despacio para disfrutar del
paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de
esparcimiento, recreación, diversión y meditación, disfrutando a plenitud cada
instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba
contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el
corretear de los niños, a la pareja de novios que se citaban los jueves, a las
cinco de la tarde. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas
de la iglesia cercana, llamando a misa, el paso de la señora italiana,
dueña de la panadería, que siempre le preguntaba con su español mal pronunciado
por la salud de Agripina. En la plaza, Anselmo, se olvidaba de sus problemas.
Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad
interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba
esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la
iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora
de volver al hogar, porque Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa,
se marchaba a las ocho. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba
recostada en la cama para comer juntos. Martina se esmeraba en colocar un
mantel de lino blanco inmaculado y la vajilla de porcelana china, que les
regalaron el día de su boda, en la bandeja donde su tía cenaría. Después
rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y
ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos.
Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más,
con amor y dedicación del uno hacia el otro.
Después de los funerales, al
volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo sintió una
angustia aterradora. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien
cuidar. Solitario y triste, comenzó a llorar con desconsuelo, ya que delante de
familiares y amigos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo
firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no
cenó y se fue al dormitorio más temprano.
En los nueve días siguientes
a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza, iba al
cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas, las
cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban
amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los
funerales, cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se
acordó que hacía días no visitaba su lugar de esparcimiento favorito. Se sintió
más animado y tranquilo. ¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y
se prometió a sí mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir
en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría
la taberna de su viejo amigo, Faustino, el gallego, quien preparaba unos platos
exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que esta cada vez se
le tornaba más triste y sombría. Regresaría
tarde por la noche solo a dormir.
A la mañana siguiente se
levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera
delicia. Siempre lo disfrutó mucho. Recordó con ternura que Agripina le decía
que no lo tomara de noche, ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando
todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se
sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando
con las personas que conseguía en su trayecto. El almuerzo en la taberna
estuvo delicioso. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí
hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo,
el gallego. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la
mañana. El sol de abril brillaba en el ocaso y una brisa suave y fresca le
acarició el rostro. Caminó y la recorrió completo, disfrutando el paisaje,
grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y
se dispuso a dormir un rato. Se encontraba de maravilla. De pronto, entre el
sueño y la vigilia, vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se
conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su
vestido floreado más vistoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella
le hablaba, él veía el movimiento de sus labios, pero no la escuchaba. Observó
a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la
iglesia anunciando la misa. A las siete de la noche, unos niños que jugaban a
la pelota, llamaron al vigilante, para decirle que un señor tenía mucho rato
dormido en un banco de la plaza.
Nancy
Aguilar Quintero
Nancy Aguilar Quintero
Publicado
en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 febrero 2019
miércoles, 3 de agosto de 2022
EL HELADERO
Olivia, de ocho años, cabello castaño y ojos muy
azules, estaba sentada frente al televisor viendo las comiquitas, cuando escuchó
la campana del heladero. Este pasaba puntual todas las tardes a las dos. Como
siempre corrió despavorida a la puerta de la casa-hogar, donde residía con
otros huérfanos. Y como todos los días, con su semblante triste y compungido,
lo vio alejarse hasta cruzar la esquina.
Nancy Aguilar Quintero
martes, 26 de julio de 2022
INOLVIDABLE SORPRESA
Marta,
sentada en su sillón preferido en la sala de su casa, se dedicó a recordar.
Eran pensamientos persistentes y recurrentes sobre aquel episodio tan penoso,
ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en rememorar con
cierta nostalgia y tristeza, pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque
añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y
satisfacción porque el cariño y aprecio que Alicia le tenía, era, en verdad,
desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca
más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás su única
amiga. No pensó Marta que ese juramento se llevaria a cabo meses después.
Alicia,
alta, blanca, de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete
años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían
inscrito, cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde
según decían, tuvo problemas con el director, pero eso no fue impedimento para
hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa
mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos y en algunas
oportunidades, daba una respuesta antes de conocer la pregunta. Alegre y
dicharachera, tal vez demasiado, lo que acarreaba problemas con sus profesores,
ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía
con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía
dos años de edad. Parecía su hermana mayor, y según cuchicheaban en el liceo,
su fama no era nada buena. Alicia hablaba de todo, menos de su madre, y cuando
alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de
inmediato la conversación.
Al
mes de haber finalizado el curso, cuando ya festejaban el hecho de ser
bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro.
Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y
que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su
madre siempre le decía:
“–Cuídate
de los anhelos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”.
Marta
le deseó todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar.
Luego, cuando se calmó y quiso retractarse, ya era muy tarde. Pero ese recuerdo
marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar
rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. “¿Será que se
fue porque quería?, o, “¿Alguien se la llevó engañada, o a la fuerza?”. Esas
interrogantes son peores que conocer la verdad… Porque la verdad te libera, te
aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el
agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates,
nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos
en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en una vivienda muy humilde
con sus padres y tres hermanos, más los agregados que nunca faltaban. Le daba
vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de
sus compañeros del liceo le producían una envidia escondida y juró que nunca
los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no
fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde
viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada, como ella
sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue el
día su cumpleaños, y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta. Todos
se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema:
nadie sabía a ciencia cierta dónde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron
seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en
clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una
señora sencilla y agradable, de cabello corto, algo encanecido, con porte de
reina, como si la pobreza, en vez de disminuirla, la enalteciera. Le explicaron
todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea, ya que Marta, a su
edad, nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus
diecisiete primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad
nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así,
despreocupados y sin prejuicios, menos Marta, que era la excepción de la regla.
Sus pensamientos eran de gente mayor, como decía su madre,
“—Pareces
una vieja, en un cuerpo de muchacha”.
La
señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y
nunca los invitara para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá,
como era su costumbre, al levantarse le dio un beso y un abrazo, y la bendijo
por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano, resignada a que
nadie allí la felicitara, ya que nunca había dicho su fecha de cumpleaños. En
el aula sus compañeros sonreían y cuchicheaban, pero ella jamás pensó lo que se
estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre, con las tareas y
actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto,
encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total, daba lo
mismo, “un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa” como decía
su hermano, Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa
que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme
sonrisa la invitó que viniera rápido a la sala, que le tenía una sorpresa.
“–¿Una
sorpresa?... ¿Su mamá?” ... y con cara de
aburrimiento y sin muchas ganas la siguió.
Las
luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. ¡Y
en ese instante! ¡Sorpresa!
“–¡Cumpleaños
feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloína, cumpleaños feliz!”
Y
allí estaban casi todos los compañeros del salón con una enorme torta,
refrescos, golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y
Alicia enfrente, como una guerrera desafiante con un inmenso globo multicolor
en las manos. En ese momento la odió con toda su alma. Hacerle pasar semejante
vergüenza y además decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la
“sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de Historia, por quien
Marta suspiraba y la tenía embobada. Y a la profesora de Literatura, gruñona y
amargada, que la miraba como diciéndole, “¡Aja!” “¿Aquí es dónde vives?!” Su
cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella
escuchando la gritería y la música. —"¡Se desmayó, se desmayó!" –Decía
su madre, aterrorizada y arrepentida de haber sido cómplice de semejante
locura. Roberto, el profesor de Historia, con mucha amabilidad, se hizo cargo
de la situación; le dio a beber un poco de refresco, y a oler alcohol
isopropílico. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta
rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de
rabia, de impotencia, de vergüenza y quién sabe qué cosas pasaron por su cabeza
en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, a de excepción Marta. Faltó al
liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho
menos de Alicia, quien también andaba medio apesadumbrada, sin entender en qué
se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes por el móvil, pero
nada. Marta no daba su brazo a torcer y la increpó:
—¡¿Cómo
se te ocurre hacerme esto?!
“—Amiga,
lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con
tantos prejuicios. A nadie le importa dónde vives”.
Pero
estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes, sin dirigirle la
palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés, que estaba enamorado de Alicia
propició un encuentro entre las dos. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó
a ambas a comer helados.
Sucedió
que, próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases,
habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente
meta, la universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera
diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a
tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase”
se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias
como antes. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas,
uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba
sola. Doña Aurora fue quien la vio primero. Sentada en un pequeño café, de esos
medios bohemios, con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó
como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada
la mano, la cual Alicia soltó muy rápido cuando se dio cuenta de que Marta y su
mamá se acercaban a saludarla. Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó
como un amigo. Diego, creo que escucho Marta cuando este le estrechó la
mano.
“—¿Y
qué hacía ella con un amigo que le doblaba la edad?, —comentó doña
Aurora”.
Por
mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a
decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y
tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no, quedaría por siempre en un
misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia,
sentada en la pequeña, pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de
fotografías abierto, y un diario sobre sus piernas, una lágrima que forcejeaba
por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche,
día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable
sorpresa.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, junio 2017
Publicado en EL
NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 22
enero, 2018.
miércoles, 20 de julio de 2022
REVELACIÓN
América leyó su primera novela llamada "La saeta ardiendo", a
los once años, por recomendación de su maestra de sexto grado. Con esa lectura
su vida cambió por completo y un nuevo horizonte de mundos ignotos y
desconocidos se abrió ante sus ojos. Se aficionó a la lectura y por las tardes
calurosas, después de almorzar, cuando todos en su familia hacían la siesta,
ella acudía a la biblioteca de la Embajada norteamericana, que quedaba cerca de
su casa y se deleitaba con las obras de los grandes literatos. Eran sus
momentos de relax y ensoñación. Una tarde, en el trayecto de regreso a su casa,
se encontró con una señora que le preguntó una dirección. Era alta, muy delgada
y de cabello rubio encanecido. Parecía perdida, como quien no encuentra un
lugar que no sabe dónde está. América sintió lástima por ella. Su vestido
anticuado parecía copiado de los figurines que tiene la abuela guardados en su
baúl y su rostro le recordó a su tía Adriana, la que viajó a Europa, cuando
ella era aún muy pequeña, con un alemán que conoció siendo camarera de un
hotel. Nunca la volvieron a ver, no escribía ni se sabía nada de ella. Por un
momento pensó en su tía, y en las fotos que había visto hasta el cansancio en
los álbumes familiares, porque esta señora tenía un cierto parecido con ella.
Desechó esa idea de inmediato, ya que en las fotos su tía Adriana, lucía
radiante y jovial, al contrario de esta señora, con arrugas y cara compungida.
América la invitó a entrar a una panadería donde le compró un refresco, porque
dijo estar acalorada con mucha sed y no tenía dinero. América comenzó a hablar
con el dependiente, preguntando el precio de algunas chucherías. La señora
desapareció. No supo en qué momento se marchó y lamentó no despedirse de ella y
poder ayudarla más. Solo se tomó la mitad del refresco. Cuando llegó a su casa,
la familia estaba reunida. Recibieron una carta proveniente de Holanda, dónde
el alemán, con quien su tía se marchó, les comunicaba que Adriana falleció en
un sanatorio para enfermos mentales. Nunca superó haber dejado a su familia e
irse tan lejos. América se quedó ensimismada pensando en la señora que se
encontró cuando regresaba de la biblioteca. ¿Premonición? No quiso comentar
nada a la familia. No queria que la tomaran por loca.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, abril 2005
martes, 12 de julio de 2022
EL TREN VOLVIÓ A PARTIR
Eran las seis de la mañana,
en pleno invierno, cuando Eulogio llegó a la estación del tren. Poco le
abrigaba la chamarra que llevaba puesta, demasiado vieja y raída, y el frío le
calaba hasta el alma. Hacía treinta años y tres días que había dejado el pueblo
con la intención de no regresar jamás. No sabía con qué se enfrentaría y cuáles
acontecimientos lo esperaban durante los días que se avecinaban. Ni siquiera
tenía la certeza de por qué había regresado. Retomar el hilo de un pasado cruel
y lleno de resentimiento no sería tarea fácil. Con sesenta años encima, su
aspecto era escuálido y decrépito, como el hombre que fuma, se trasnocha y bebe
mucho. Todavía sentía en sus oídos el llanto desgarrador de su hija, de apenas
un mes de nacida, con cólicos y vómitos que le hacían insoportable su
permanencia en el hogar. Su esposa, Aurora, le miraba suplicante, diciéndole
con los ojos lo que sus labios no se atrevían a pronunciar. Momentos detenidos
en su memoria y que lo atormentaban en las largas noches de farra y aguardiente,
en un bar o taberna, de cualquier ciudad o pueblo donde vivió, o malvivió todos
estos años. ¿Qué razones válidas pueden llevar a un ser humano a abandonar a su
familia para deambular como alma errante por esos mundos de Dios? Estaba harto
de la vida, de su mujer, de sus hijos, de la pequeña Inés María y el varoncito
Juan Jacobo, de dos años. Nunca superó haberse casado. El problema no era
Aurora, hacendosa y aseada, con una cabellera reluciente como los trigales en
flor. Era él, de alma errante y sin ataduras, asiduo a cantinas y a parrandas,
con su guitarra al hombro, cantando y perdiendo el tiempo, como le decía su
madre, Doña Carmela Morante, viuda de Cisneros. Y la cantinela diaria que
se lo recordaba.
— ¿Eulogio, ¿cuándo vas a
sentar cabeza y formar un hogar como Dios manda?
Y allí estaba Aurorita, la
bella hija de los pulperos Anzola, que lo miraba con ojos arrobados y embobada
al escucharlo cantar y tocar la guitarra. Un día de tantos, después de oír la
consabida cantinela y reproches de su madre, tomó la decisión. ¡Se casaría con
Aurora! Estaba tan seguro de que ella lo aceptaría, que se dio plazo de dos
meses para los preparativos de la boda. Fue una ceremonia sencilla, pero
elegante, donde asistió todo el pueblo. Los padres de Aurora le obsequiaron la
vivienda en que vivirían, ya que doña Carmela dejó muy claro el hecho que
“casado casa quiere”. Y como dice el refrán “escoba nueva barre bien”, el
primer año de casados todo fue felicidad y arrumacos. Sus suegros, en vista de
su falta de estudios y oficio, le ofrecieron, a regañadientes, después de
escuchar las súplicas diarias de su hija, hacerse cargo de la
pulpería. Era la más grande del pueblo con toda clase de víveres y
quincalla. Pero al poco tiempo, su suegro don Ignacio Anzola notó la
desaparición de mercancía, ¡y lo más grave, no entregaba bien las cuentas! Al
año lo botó y Eulogio recibió la lluvia de reproches de su madre y esposa.
Volvió a las andanzas, a la cantina donde permanecía casi hasta el amanecer,
divirtiendo a los clientes con sus chistes y su guitarra, descuidando por
completo su hogar. Una tarde, llegando a la casa de su madre y antes de
comenzar a escuchar sus reproches, tomó una decisión. Y es que las decisiones
de Eulogio eran así, tajantes y rápidas. ¡Se marcharía del pueblo! Sabía que a
su esposa y a sus hijos no les faltaría nada. Para eso estaban sus padres y su
madre, que no los desampararían. Se iría a buscar fortuna, sin ataduras, como
siempre quiso, sin dar explicaciones de su conducta a nadie. Cuando su hija
Inés María comenzó con el llanto y el vómito, Aurora le suplicaba con la
mirada, sin atreverse a decirle que fuera a buscar un remedio para la niña.
Días antes, le había sugerido, de manera muy sutil, los buenos oficios de la
yerbatera Agustina Coronado, famosa por nunca equivocarse en sus diagnósticos.
Salió dando un portazo y pensó en la curandera que en el pueblo le tenían más
fe que al doctor Olegario Arreaza, ya que según decían ya era demasiado viejo y
anacrónico para atender enfermos. Su cabeza era un caos, con pensamientos
desordenados y reprochándose a sí mismo en el problema que se había metido por
estarle haciendo caso a su madre. La noche, oscura y tenebrosa, no pintaba nada
bien. Caminó un buen rato bajo la tormenta que arreciaba por momentos. Pasaron
las horas, llegó el amanecer y Eulogio sin aparecer. Nadie supo más de él. La
policía interrogó a Nehemías, el taquillero de la estación del tren, si lo
había visto pasar por allí. Pero como era huraño y mal encarado, nunca se
fijaba a quién compraba los boletos, por lo tanto, no dio mayores
explicaciones. Lo buscaron por los alrededores y la policía sabiendo lo
tarambana que era no puso mucho empeño en encontrarlo. Estaban agradecidos que
así fuera, porque aparte de bebedor, era pendenciero y buscapleitos, y fueron
muchas las veces que los agentes del orden se apersonaban en la cantina porque
había problemas con Eulogio.
Y como la fama de todo
acontecimiento dura siete días, a la semana solo apenas rumores y uno que otro
preguntar. El pueblo se olvidó de él. Aurora nunca. Y ahora estaba ahí, en la
estación del tren, queriendo con toda el alma juntar los pedazos de vida rotos
por el tiempo y la distancia.
Eulogio ya había ideado un
plan que estaba seguro, le daría resultado. Pediría disculpas, se arrodillaría
si fuese necesario. Aurorita lo amó demasiado y no dudaría en perdonarlo.
Hablaría con sus hijos desde el corazón y les daría una explicación. Si eran
tan buenos y piadosos como su madre, de seguro lo comprenderían. Estaba
arrepentido, y a cualquier persona en sus condiciones, se le otorga el perdón.
Lo decía el cura Casimiro, de la iglesia santa Teresa, lugar donde contrajeron
nupcias y su esposa era una ferviente feligresa.
Estaba ansioso por llegar y
que todo volviera a ser como treinta años atrás cuando, sin excusa ni motivo
valedero, abandonó el techo conyugal.
Apenas Eulogio se acercó a
la casa donde vivió momentos felices e infelices, supo que algo muy grave
ocurría. La pequeña y modesta casa que dejó estaba irreconocible. Reformada en
su totalidad, simulaba un hermoso palacete, como un jardín en contorno,
espléndidas flores y árboles frutales a los lados. Frente a la verja
entreabierta notó que había algunas personas en la entrada de la casa. Su
corazón casi se sale del pecho cuando vio una carroza fúnebre parada
enfrente. Alguien, al verlo con aquella vestimenta, inapropiada y sucia, y
el pequeño morral al hombro, le preguntó qué deseaba. Ya iba a contestar cuando
otra persona les interrumpió y dijo:
—Debe ser uno de los
labriegos a quien don Demetrio ayudaba con sus obras de caridad y vino a darle
el último adiós.
Quedó paralizado por la
duda. —¿Quién sería Don Demetrio?... —Y qué hacía en aquella casa, su antigua
casa. —¿Será que Aurorita tuvo que venderla, cuando él se marchó? —Y… ¿Dónde
estarían sus hijos?
Supuso que ya eran
independientes, que se habrían casado y tendrían sus propias familias. Toda su
cabeza era un torbellino de preguntas incongruentes, sin respuestas. Sin
que nadie se diese cuenta y en medio de la confusión se adentró en la casa. De
aquella pequeña y humilde vivienda no quedaba nada. Estaba irreconocible.
Tropezó con una chica y por su uniforme dedujo era del servicio. Casi le
tumba una bandeja donde llevaba bocadillos y tazas humeantes de café.
—¡Usted debe ser uno de los
labriegos que vienen por la limosna semanal del don! —Pero…—¿no sabe que él
falleció ayer en la madrugada? –dijo la chica con actitud asombrada.
—No, no estaba enterado de
nada… —balbució Eulogio, con palabras entrecortadas.
—Vamos, buen hombre, tome
una taza de café y un bocadillo que se le nota a leguas el hambre en la cara.
—Y ya que está aquí, puede quedarse para el funeral.
Ahora sí, era verdad que
Eulogio desorientado por completo, decidió seguir el juego a las personas y
descubrir qué pasaba allí. Deseaba con el alma ver a Aurora, ¡a su Aurorita!
Qué alivio sintió cuando la chica del servicio le dijo que el difunto era un
tal don Demetrio. Tenía la certeza de haber escuchado ese nombre antes, pero no
recordaba dónde.
Con la velocidad de la luz
su memoria se remontó al pasado…
“Claro… ¡Demetrio, el hijo
del alcalde del pueblo!” Un chico fatuo y pretencioso. “¿Sería el mismo?”
Eterno enamorado de Aurora, pero a esta no le hacía la menor gracia. Podría
decirse que hasta le causaba cierta repulsión.
Qué dolor tan grande puede
ocasionar la partida de un ser amado, pero cuando este desaparece sin dejar
ningún rastro, la pérdida es doble y la incertidumbre mayor. Si está muerto, se
reza por su alma y se le lleva flores a su tumba… ¡Pero si vive! ¿Dónde
estará?
A los dos años de
desaparecer Eulogio, Aurora se unió en segundas nupcias con Demetrio, el hijo
del alcalde, más por complacer a sus padres que por estar sola y desamparada
con dos niños a quienes criar. Y entonces tomó una decisión trascendental en su
vida: crearía un escudo de protección para su familia. Ella tan romántica y
soñadora idealizaría al padre perfecto, al santo, al mártir que dio su vida por
la de su hija enferma.
Eulogio estaba a punto de
dar media vuelta para marcharse, cuando de pronto la vio en el umbral de la
puerta. Vestida con un traje largo, negro y con su hermosa cabellera, color
trigal, recogida en un moño. ¡Su Aurorita! Ella lo reconoció de inmediato y
sintió una congoja muy fuerte en su alma, viendo en el despojo humano que se
había convertido el hombre a quien amó con locura y le hizo trizas el corazón.
Supo en ese instante que su búsqueda había terminado, pero disimulando muy
bien, se dispuso a recibir las condolencias de los presentes.
El cortejo fúnebre partió a
las diez en punto, con destino al viejo cementerio ubicado en las afueras del
pueblo. A lo lejos vio su antigua casa, donde vivió momentos felices e
infelices con su madre… ¡Su madre! Nunca supo más de ella, ni una carta, ni una
llamada. ¡Qué comportamiento tan ingrato tuvo con los seres que más lo amaron!
Recorrió el cementerio, como alma en pena, soportando el fardo y el peso del
remordimiento en su corazón. Buscó la tumba de su padre, una pequeña lápida,
casi escondida entre la maleza y hojas húmedas. Entonces vio algo que lo dejó
paralizado, anonadado. ¡No lo podía creer! Al lado de la tumba de su padre,
otra muy cuidada, rodeada de rododendros y narcisos, con una hermosa lápida y
un epitafio algo ostentoso. Leyó y releyó y no salía de su asombro. Allí, escrito
en letras doradas, estaba su nombre. Pero lo inverosímil era el texto. ¿¡Qué
significaba todo esto!?
¡Él…¿Un santo?!
Eulogio Ramón Cisneros
Morante
1955-1985
Padre amantísimo y Santo
varón, elevado a los altares, fallecido en medio de una tormenta, buscando un
remedio para la curación de su hija enferma. ¡Milagro que se le pida, es de
inmediato concedido! Q.E.P.D.
Su esposa Aurora y sus hijos
Inés María y Jacobo José.
Piedra Alta, 6 de abril de
1985
Todavía no salía de su
asombro, cuando vio acercarse a una joven, alta y blanca, muy parecida a
Aurora, y supo de inmediato que era su Inés María. Esta se arrodilló en
ferviente oración, frente a su tumba. ¡Su tumba! Con dolor y rabia decidió
terminar con esa falsa, le diría que su padre, fue un mal hombre, sin
escrúpulos, ¡Que los abandonó a su suerte! Se detuvo al ver la mirada fría
y lacerante de Aurora, que con el dedo índice le conminaba a guardar silencio.
No tenía derecho a romper el idílico recuerdo de esa leyenda fascinante del
hombre que se convirtió en santo. El padre perfecto que perdió la vida al ser
alcanzado por un rayo en una noche de tormenta por buscar un remedio para su
hija enferma.
Nancy Aguilar Quintero.
Publicado
en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 15
MARGINADOS
La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...