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viernes, 16 de diciembre de 2022

LÓBREGA NOCHE

 Publicado por Antología Digital @elnarratorio en diciembre 2018


LÓBREGA NOCHE
Ni yo mismo sé lo que pasó en esa carretera aquella noche de tormenta. Todo fue tan confuso. Llovía a cántaros e iba despacio por lo resbaladizo del asfalto. Me distraje un momento, al querer cambiar la emisora y solo vi algo borroso a mi lado. Reduje la velocidad y ahí me di cuenta de las personas que me habían hecho señas para que me detuviera. Apenas pude divisarlas, la torrencial lluvia impedía la visibilidad. Eran madre e hija. La chica tendría a lo sumo veinticinco años y a la niña le calculé unos cinco. Estaban emparamadas a la vera del camino.
—¿Qué estarán haciendo a estas horas aquí, y con este aguacero? –fueron mis primeros pensamientos.
Me dijo que la acercara a la estación de servicio más cercana, que había un motel donde pasaría la noche. Era enfermera, y su auto se averió varios kilómetros atrás. Caminó, pero sin suerte, nadie de los que pasaron se detuvieron a auxiliarla,
—Qué indolentes somos los humanos a veces–pensé para mis adentros.
Quise entablar una conversación, pero su voz, en susurros, contestaba con evasivas. Miré por el espejo retrovisor a la niña, sentada en el asiento trasero, la cual nunca hablo, y no me quitaba la vista de encima. Sentí escalofríos y el ambiente pesado, por suerte, ya faltaba poco para llegar a la estación de servicio. De pronto, al girar por una curva, un frenazo, el terreno resbaloso, una luz enfrente me cegó por completo. Perdí el conocimiento y el auto se fue por una cuneta. Nadie cree lo que digo, me toman por loco, que el golpe en la cabeza me dejó atontado. Se ríen cuando les cuento que, desperté al día siguiente, encima de dos “capillitas” humildes, con dos fotos, rodeadas de flores y yerbas silvestres. Y el epitafio…madre e hija, fallecidas en otra noche de tormenta, cuando su pequeño auto volcó por la carretera. Cosas del destino. Me tenía que pasar a mí. #loquepasódespués
🤯🥺👻📖
Nancy Aguilar Quintero
Santiago de Chile
Relato publicado en EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL, noviembre 2018. SUPLEMENTO #loquepasódespués

lunes, 21 de noviembre de 2022

INGRATA DESPEDIDA

 

 


Llegó el día tan temido para Amalia. Ya las maletas estaban preparadas y solo era cuestión de horas para la terrible despedida. A las once de la noche se estaría embarcando en el avión que la llevaría tan lejos del lugar donde vivió toda su vida. No había marcha atrás. Era irse con su hija o quedarse sola en aquel caserón familiar donde las vivencias y recuerdos se paseaban de habitación en habitación. Era primavera y hacía un calor sofocante. Se despediría de su casa y de su hermoso jardín con todas las de la ley. Fue a su cuarto y se puso el vestido celeste que tanto le gustaba a su esposo fallecido el año pasado, se maquilló y arregló su cabello cano, y, por último, se colocó el collar de perlas, regalo de boda de su madre. Sintió unas ganas inmensas de tomarse un café. Lo preparó como le gustaba, tinto y sin azúcar, y con taza en mano se dirigió a su jardín. Su viejo gato Sócrates, de reluciente pelaje negro, que dormitaba en el sofá de la sala, se desperezó y arqueando su cuerpo la siguió. Dentro de una hora llegaría su hermana para llevárselo. Le acaricio el lomo con ternura y también se despidió de él.  Sentada en la banca del jardín, contempló alrededor tratando de llevarse en su retina las esplendorosas flores multicolores sembradas allí con tanto esmero por ella. Flores blancas, amarillas, rojas, azules que fueron poblando su jardín a través de los años. Tomó su regadera manual y mientras el agua corría por sus pétalos y hojas, se fue despidiendo de sus amadas flores una por una, hablándoles y pidiéndoles perdón por abandonarlas. Les explicó que no tenía alternativa, pero lo más triste y sobrecogedor fue la despedida de su hermoso y frondoso manzano, sembrado por las manos juveniles de su difunto esposo, el mismo día que nació su primer hijo.

–¡Ahora los dos crecerán a la par!, –fueron las palabras de él al culminar la tarea.

Lucía tan imponente con sus frutos rojos y brillantes. La tarde iba cayendo, ya el sol estaba por ocultarse y Amalia, ensimismada en su mundo interior, sintió que la noche oscura se instalaba en su corazón.

 

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, martes 13 de octubre de 2020

Taller de Narrativa: Contando desde la memoria. Patrocinado por Independencia Cultural

 

martes, 25 de octubre de 2022

INTRUSA



Pasaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al regresar del trabajo y me quedaba un rato contemplándola. Un camino empedrado con yerbas y flores silvestres comenzaba en el portón y subía empinado hasta el porche de entrada. Allí donde dos ancianos sentados en sendas sillas de mimbre de color blanco, tomando algo, pienso que era café o té por la taza que sostenían en sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis pensamientos y en mis sueños recurrentes. Era una mansión antigua, estilo victoriano. Por su aspecto deteriorado parecía abandonada, pero que ejercía sobre mí una fascinación casi febril. Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos que nunca respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles antiguos y un amplio ventanal que daba al jardín sembrado de gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la estancia. En un rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía clases a una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio. Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior donde estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y llegaba la cocina en la cual una empleada comenzaba a preparar la cena. Subía la escalera hacia los dormitorios, el principal, siempre muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de costumbres conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de terciopelo y encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los libros llegaban al techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e ignotos. En el salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la totalidad de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se discutían temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre alguien que no estaba presente. Yo los observaba deseando para mis adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y fascinante. Esta repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina para mí. Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño, este también tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me alejaron de mi pueblo y por años me desconecté de la mansión, pero nunca del entresijo y marañas de mis sueños y pensamientos. Otra vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué creen...? Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y desvencijada, pero con su mismo encanto y fascinación. La alegría me invadió y lágrimas inquietas humedecieron mis ojos al ver aquel enorme cartel con letras muy precisas: **SE VENDE**. Sin pensarlo mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche donde años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su taza de café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un leve temblor recorrió sus manos y piernas. Me intrigaba qué había pasado con los antiguos dueños y le pregunté por qué la vendían.

En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador con voz entrecortada. ─Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión cada tarde a las cuatro en punto.

 Nancy Aguilar Quintero.


 

jueves, 1 de septiembre de 2022

AUDACIA

  


#minificcion #microrrelato

Le compré una motocicleta a mi nieto en la Navidad para sorprenderlo por su cumpleaños. Pero la sorprendida fui yo. Al acariciarla y montarla todos mis miedos desaparecieron en un instante, y con mi casco, chaqueta negra y el cabello alborotado por el viento recorrí sobre ella las calles de mi barrio.

Nancy Aguilar Quintero

martes, 23 de agosto de 2022

LA MARCHA FATAL

 


Cada vez que pienso en esos ojitos tristes, resignados y recuerdo esa carita con un tapaboca, de verdad se me enternece el corazón. Yo, que desde pequeño demostré ser rudo y pendenciero, en el barrio donde nací, en la escuela, doquiera que hubiese una pelea, ahí estaba yo como protagonista, sin importar si el pleito era conmigo o no. Como decía mi abuela:

─¡Este muchacho tiene un carácter aguerrido y fuerte, ya dice lo que va a ser! …–¡Es perfecto para militar!

Y yo internalicé sus consejos, y al cumplir los dieciocho años me presenté como voluntario al ejército. De inmediato, me aceptaron. Tenía la estatura y el perfil requeridos. Tengo apenas el rango de Cabo Segundo, del Ejército de Venezuela, pero en Petare, donde vivo, un barrio con el más alto índice de criminalidad de la capital venezolana, ser militar da cierto prestigio y respeto. Todo cambió para mí el dieciséis de febrero del año dos mil dieciséis. Ese día fue convocada una "gran marcha", una bendita marcha por no decir otra cosa que ofenda más a Dios, donde sacaron a los niños enfermos a la calle a protestar y solicitar al ministro de Salud medicamentos e insumos requeridos para tratar enfermedades como el cáncer. Y es que las marchas se han convertido en una institución en este país. Todos los días hay varias. La gente se está muriendo de mengua y hambre. No hay medicinas, comida, agua, ni electricidad. ¡Todo es un caos! El estado de derecho se fue por la alcantarilla. ¡Esto se lo llevó el carajo! Pero tengo que callarme y no decir nada y tragarme las palabras que se me atoran en la garganta. Claro, trabajo para el Gobierno, y en este momento como están las cosas, si miras mal a un superior o dices cualquier tontería te tildan de traidor. Ese día yo no tendría que estar ahí. A última hora me llamó el Sargento y me ordenó reemplazar a un compañero que se enfermó de dengue. Y allí estaba yo, con mi armamento, deteniendo el paso de la gente. Y de pronto vi a ese niño tan triste y desamparado, sosteniendo con sus manos aquel cartel que le tapaba el pecho, con grandes letras escritas con marcador sobre cartulina o cartón. ¡Yo qué sé! Solo sé qué decía: “¡QUIERO CURARME, PAZ Y SALUD!”. Tendría a lo sumo ocho o nueve años y podría haber sido mi hermanito o mi sobrino. Nuestras miradas se cruzaron y en la de él hubo una interrogante, sin comprender por qué estaba yo de frente a esa muchedumbre, con mi fusil dispuesto a todo. Tenía cáncer. Uno de esos que dan en la sangre con un nombre bien raro que no recuerdo. Salió a marchar con su mamá y su abuela, pensando que las autoridades se ablandarían al verlo tan desprotegido y suplicante. ¡Pero no! - “Este Gobierno de ladrones y corruptos no se enternecen con las necesidades y carencias del pueblo”. A los tres días falleció. Me enteré cuando un compañero me envió un mensaje por WhatsApp. La noticia estaba en todos los periódicos y las redes sociales. Y lo más triste y aterrador para mí fue verme al lado del niño en la foto que divulgaron. Hoy, en el barrio, me miran con cierto recelo y bajan la cabeza para no saludarme. ¡Qué ironía! Tenía que tocarme a mí. Lo único que les falta es que me llamen asesino. ¡Y si supieran…! En lo profundo de mi alma y corazón así me siento. ¡Qué rabia e impotencia tengo! Quisiera gritar y decir a todos que no, que yo no debía estar allí. Que fue un error. Pedir perdón, si es posible. Pero ¿ya para qué? El mal está hecho. Ya nada volverá a ser como antes.

 

Nancy Aguilar Quintero

Ciudad de Panamá, lunes 30 de mayo de 2016

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 12, febrero 2017

 

DESORIENTADA



Eran las ocho de la noche, había comenzado a lloviznar y Carlota apresuró el paso por aquella calle solitaria. La mayoría de las casas estaban derruidas y en escombros, ya que la municipalidad había decidido remodelar varias manzanas porque eran viviendas de muchos años y le daban un aspecto feo y deteriorado a la ciudad. Sentía la piel erizada y un sustico en el estómago al pasar por allí, pero era el único camino viable para llegar a la autopista y tomar el autobús que la conduciría a su hogar.

–“¿Quién me mandaría a mí a ser de inventora y ponerme a estudiar de noche?” –pensó tratando de no mirar a los lados.

Pero ya había cancelado el curso de computación e inglés en un instituto del centro de la ciudad y su propósito era culminarlos para poder ascender en su trabajo. No le quedaba de otra que seguir asistiendo al curso, así fuese un martirio atravesar esa calle todas las noches. Era recepcionista en una entidad bancaria de mucho prestigio y aspiraba a un mejor puesto, de más estatus y beneficios económicos.  Sintió un leve ruido a sus espaldas, como pasos muy tenues, pero persistentes y no se atrevía a voltear, ya que estaba casi paralizada de terror. Alguien la seguía y ella no sabía con qué intenciones. Aquel vecindario se había convertido en un sitio muy inseguro, sobre todo de noche. En un momento supuso que eran ideas suyas, puesto que, al pasar por esa calle, muy solitaria y con la mayoría de las casas deshabitadas, le producía escalofríos. Se encomendó a las ánimas del purgatorio y a su Ángel de la Guarda siguiendo los consejos de su madre cuando le decía que si en algún momento presentía un peligro les rezara, ya que eran muy milagrosos. Vio que una de las casas estaba iluminada, con mucha gente afuera y adentro y sin pensarlo dos veces entró. Era un velorio. Se sentó al lado de una señora en actitud cabizbaja y que en susurros rezaba un rosario. Esperó un buen rato, respirando y tratando de tranquilizarse, ya que su corazón latía como caballo desbocado. Miró su reloj de pulsera y vio que había pasado una hora y algunas personas comenzaron a marcharse caminando hacia la autopista. Se fue junto a ellas, pero ni siquiera miró sus caras, prometiéndose que al día siguiente en la mañana pasaría por esa calle antes de llegar a su trabajo para rezar una oración por el difunto o difunta en agradecimiento que la hubiese librado de quien sabe que percance. Al otro día se levantó más temprano que de costumbre para cumplir con su propósito. Al llegar a la casa, donde la noche anterior se había refugiado, y la consiguió en ruinas.  No vio a nadie y se notaba que estaba desocupada hacía mucho tiempo. Carlota no salía de su asombro.

–“¿Me estaré volviendo loca?, –estoy segura de que esta era la casa”.

Preguntó a un señor que atendía un quiosco cercano donde vendía café, refrescos, chucherías y periódicos. Este la miró desconcertado y con voz queda le respondió:

–“Según cuentan por ahí, en esa casa vivió hace algunos años una señora muy caritativa y generosa. -Cuando murió, mucha gente vino a sus funerales en agradecimiento por haber recibido sus favores”.

Ahora sí Carlota estaba desorientada y confundida, un leve temblor le recorrió su cuerpo, pensando en que acertados y precisos son los consejos de una madre.

 

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, miércoles 13 de septiembre de 2017

Publicada en Antología Literaria Digital El Narratorio, N° 19

 

lunes, 22 de agosto de 2022

AMANECER LLUVIOSO



Llovía a cántaros. El chaparrón comenzó en la madrugada cuando se escucharon los ruidos ensordecedores sobre las ventanas y el tinglado del patio. El agua corría a raudales por la empedrada calle, lavando el sucio y purificando el aire. Me fascina escuchar como caen las gotas de lluvia del cielo y transformarse el ambiente en liviano y límpido. Sentí a mi madre levantarse e ir a la cocina por un vaso de agua. Luego, el sueño profundo me llevó a lugares lejanos, en el tiempo y el espacio, en el río donde disfrutábamos jugando y haciendo travesuras, mi hermana Lucía y yo. Siempre juntos. Unidos en todo momento. Desde que mi padre desapareció una tarde de enero sin dar explicación, bueno, al menos a nosotros no nos la dieron, éramos casi inseparables. Mamá lloró toda la semana y nuestra abuela Catalina, desde ese día, se le vio más malhumorada que de costumbre. Éramos muy niños, y los problemas, decía mi madre, eran para gente mayor, nosotros solo debíamos obedecer, jugar y estudiar. Mamá, mujer de oficios hogareños, nunca había tenido un trabajo formal, ni estaba preparada, ya que apenas era una adolescente, cuando comenzó su bachillerato, se casó con mi padre de veintitrés años, que proveía todo para el hogar. Pero ahora sola y con dos hijos que mantener, la situación cambió por completo. Mi abuela Catalina, la malhumorada y regañona, le propuso que trabajara con ella en un pequeño restaurante de pescados y mariscos, el cual, bien administrado, daba buenas ganancias. Mi madre aceptó a regañadientes, ya que nunca tuvo habilidades culinarias ni nada por el estilo, pero las circunstancias cambian a las personas, y ahora ella ganaba nuestro sustento trabajando fuera de la casa. A pesar del aguacero que estaba cayendo, mamá se levantó como de costumbre, y después de prepararnos el desayuno, darnos un beso y abrigarse bien, se marchó al trabajo. Ese día no iríamos a clase,

—A lo mejor hasta las suspenden–. Nos dijo al salir.

Que rico quedarse arropaditos en nuestras camas calentitas. Con el arrullo de la lluvia y el frío caímos en sueño profundo. A eso de las diez de la mañana, Lucía me despierta toda atemorizada:

“–Pablo, Pablo, -escucho ruidos en la cocina”. 

Con sigilo me levanté y pegué el oído a la puerta del cuarto. Al principio no escuché nada y pensé que eran imaginaciones de mi hermana. Intenté abrir la puerta cuando sentimos caer un plato y algunos cubiertos. Ahora si estábamos aterrorizados, en nuestras mentes de niños, cualquier historia de espantos y aparecidos tenía cabida y al unísono gritamos y nos abrazamos.  Transcurrió como media hora cuando volvimos a sentir el ruido, pero esta vez aparte del ruido, escuchamos algo más. Mi hermana y yo nos miramos perplejos y esta vez no fueron gritos sino nuestras risas las que se escucharon por toda la casa. Fue Lucía, la más osada, quien abrió la puerta del cuarto, y la vio venir, con su andar principesco, esa mirada altiva y ese arrullador “miau” que nos enamoraba y hacía nuestras vidas tan felices. Qué tontos habíamos sido, nuestra gata Alfonsina, haciendo de las suyas en la cocina, y nosotros haciéndonos historias en nuestras cabezas.

Nancy Aguilar Quintero


martes, 9 de agosto de 2022

LA PLAZA



La noticia corrió como pólvora. Bien lo dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad, al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la plaza frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que llegó un mes de mayo años atrás, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la Guerra Civil, en un país convulsionado, donde el caos reinaba por todas partes. Mozo idealista y soñador, y la tropa en la cual servía como soldado lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel mísero dispensario que ni médico tenía. Allí lo atendió una enfermera, solícita y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las autoridades, era Pozo Viejo y el anciano quien para ese momento tendría unos veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo. Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches heladas a campo abierto, sin poder dormir y con poco abrigo, pensaba:

—¡Dios mío, ¡qué absurda y terrible es la guerra, -cuánto odio entre hermanos!

Cuando ocurrió el accidente de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno, cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era visitar la plaza del pueblo. ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de esparcimiento y descanso al que acudía cada día a las cuatro en punto de la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron al mes. Anselmo, nunca conoció a sus padres y fue educado por las monjitas de la Congregación de la Caridad, en el orfanato de San Jerónimo, en la capital. Residía en una pensión y trabajaba como encargado de una sastrería de prestigio, donde el aburrimiento y fastidio era el plato del día. Ella vivía con su hermano mayor, en una pequeña granja a las afueras del pueblo, allí cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y dicharachero, ella, en cambio, ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con su hermano, pero los problemas nunca faltan porque la granja era muy pequeña para albergar a tantas personas. Anselmo, cuando finalizó la guerra, viajó con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en sus proyectos, que ella llamaba, “locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa, la cual fue remodelada en una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, y la fama era tal, que rebasó los límites, extendiéndose a los pueblos vecinos, cuyos habitantes siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y siempre se mostraba animoso delante de Agripina, haciendo hasta lo imposible por verla feliz, sentía tranquila y regocijada. . Le contaba anécdotas e historias, que ella agradecía con una sonrisa. Fue para esa época que Anselmo decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina. Cuando esta se enteró lloró toda la tarde, pero no comentó nada para no herir más los sentimientos de su esposo. A partir de ese momento algo se rompió en su corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del almuerzo, Anselmo ayudaba a la sobrina de su esposa que la atendía durante el día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media, cuando salía y se dirigía a la plaza del pueblo, llegando un poco antes de las cuatro, ya que el trayecto no era largo y él trataba de caminar despacio para disfrutar del paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de esparcimiento, recreación, diversión y meditación, disfrutando a plenitud cada instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el corretear de los niños, a la pareja de novios que se citaban los jueves, a las cinco de la tarde. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas de la iglesia cercana, llamando a misa, el paso de la señora italiana, dueña de la panadería, que siempre le preguntaba con su español mal pronunciado por la salud de Agripina. En la plaza, Anselmo, se olvidaba de sus problemas. Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora de volver al hogar, porque Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa, se marchaba a las ocho. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba recostada en la cama para comer juntos. Martina se esmeraba en colocar un mantel de lino blanco inmaculado y la vajilla de porcelana china, que les regalaron el día de su boda, en la bandeja donde su tía cenaría. Después rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos. Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más, con amor y dedicación del uno hacia el otro.

Después de los funerales, al volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo sintió una angustia aterradora. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien cuidar. Solitario y triste, comenzó a llorar con desconsuelo, ya que delante de familiares y amigos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no cenó y se fue al dormitorio más temprano.

En los nueve días siguientes a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza, iba al cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas, las cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los funerales, cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se acordó que hacía días no visitaba su lugar de esparcimiento favorito. Se sintió más animado y tranquilo. ¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y se prometió a sí mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría la taberna de su viejo amigo, Faustino, el gallego, quien preparaba unos platos exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que esta cada vez se le tornaba más triste y sombría. Regresaría tarde por la noche solo a dormir.

 A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera delicia. Siempre lo disfrutó mucho. Recordó con ternura que Agripina le decía que no lo tomara de noche, ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando con las personas que conseguía en su trayecto. El almuerzo en la taberna estuvo delicioso. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo, el gallego. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la mañana. El sol de abril brillaba en el ocaso y una brisa suave y fresca le acarició el rostro. Caminó y la recorrió completo, disfrutando el paisaje, grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y se dispuso a dormir un rato. Se encontraba de maravilla. De pronto, entre el sueño y la vigilia, vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su vestido floreado más vistoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella le hablaba, él veía el movimiento de sus labios, pero no la escuchaba. Observó a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la iglesia anunciando la misa. A las siete de la noche, unos niños que jugaban a la pelota, llamaron al vigilante, para decirle que un señor tenía mucho rato dormido en un banco de la plaza.

Nancy Aguilar Quintero

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 febrero 2019

 

 

 

 

miércoles, 3 de agosto de 2022

EL HELADERO



Olivia, de ocho años, cabello castaño y ojos muy azules, estaba sentada frente al televisor viendo las comiquitas, cuando escuchó la campana del heladero. Este pasaba puntual todas las tardes a las dos. Como siempre corrió despavorida a la puerta de la casa-hogar, donde residía con otros huérfanos. Y como todos los días, con su semblante triste y compungido, lo vio alejarse hasta cruzar la esquina.

Nancy Aguilar Quintero



 

martes, 26 de julio de 2022

INOLVIDABLE SORPRESA

 


Marta, sentada en su sillón preferido en la sala de su casa, se dedicó a recordar. Eran pensamientos persistentes y recurrentes sobre aquel episodio tan penoso, ocurrido hacía tantos años, y que su memoria se empeñaba en rememorar con cierta nostalgia y tristeza, pero satisfacción a la vez. Nostalgia y tristeza porque añoraba a Alicia, su amiga del alma, confidente de aventuras y desventuras, y satisfacción porque el cariño y aprecio que Alicia le tenía, era, en verdad, desinteresado. Ese día terrible se había jurado a sí misma no hablarle nunca más por el resto de su vida a su querida y apreciada amiga. Quizás su única amiga. No pensó Marta que ese juramento se llevaria a cabo meses después.

Alicia, alta, blanca, de ojos grises muy expresivos, pronto cumpliría sus diecisiete años y le faltaban cuatro meses para obtener su título de bachiller. La habían inscrito, cuando ya el curso iba por la mitad. Venía de otro instituto, donde según decían, tuvo problemas con el director, pero eso no fue impedimento para hacerse amiga de todos en el liceo. Comentaban que era medio bruja, con esa mirada inquisitiva que penetraba hasta los pensamientos y en algunas oportunidades, daba una respuesta antes de conocer la pregunta. Alegre y dicharachera, tal vez demasiado, lo que acarreaba problemas con sus profesores, ya que todo se lo tomaba a broma y con ella nadie se aburría. Hija única, vivía con su madre, quien enviudó muy joven de un coronel cuando Alicia apenas tenía dos años de edad. Parecía su hermana mayor, y según cuchicheaban en el liceo, su fama no era nada buena. Alicia hablaba de todo, menos de su madre, y cuando alguien le preguntaba contestaba con evasivas y balbuceos y cambiaba de inmediato la conversación.

Al mes de haber finalizado el curso, cuando ya festejaban el hecho de ser bachilleres de la República, Alicia desapareció sin dejar rastro. Circunstancias que nunca fueron aclaradas ni por la policía ni por su familia y que tuvo en vilo a aquella comunidad por mucho tiempo. Marta pensó lo que su madre siempre le decía:

“–Cuídate de los anhelos muy vehementes porque casi siempre se cumplen”.

Marta le deseó todo el mal a su amiga en un momento de profunda ira y malestar. Luego, cuando se calmó y quiso retractarse, ya era muy tarde. Pero ese recuerdo marcó a Marta para siempre. Hay algo peor que morir y es desaparecer sin dejar rastro. Son muchas las conjeturas que surgen en un episodio así. “¿Será que se fue porque quería?, o, “¿Alguien se la llevó engañada, o a la fuerza?”. Esas interrogantes son peores que conocer la verdad… Porque la verdad te libera, te aclara todo, pero esta incertidumbre te va consumiendo el alma hasta el agotamiento. Marta, ensimismada en su mundo, sus libros y su gato Sócrates, nunca invitaba a sus compañeros de clase a su casa. Tantos prejuicios y rollos en esa cabeza que ni ella misma se entendía. Vivía en una vivienda muy humilde con sus padres y tres hermanos, más los agregados que nunca faltaban. Le daba vergüenza que supieran que era tan pobre. Las casas tan bonitas y arregladas de sus compañeros del liceo le producían una envidia escondida y juró que nunca los llevaría a la suya e inventaba los miles de pretextos y excusas para que no fueran. Sus amigos ni siquiera tomaban en cuenta eso. Les daba lo mismo donde viviera. Pero sucedió que un día, Alicia, tremenda y desprejuiciada, como ella sola, quiso darle una sorpresa que para Marta no sería nada agradable. Fue el día su cumpleaños, y Alicia se dio a la tarea de organizarle una fiesta. Todos se pusieron de acuerdo, en disimular muy bien. Pero había un pequeño problema: nadie sabía a ciencia cierta dónde vivía Marta. ¡Ni siquiera Alicia! Decidieron seguirla sin que se diera cuenta y averiguar la dirección. Y mientras estaba en clase llegaron varios amigos a su casa y hablaron con Aurora, su mamá, una señora sencilla y agradable, de cabello corto, algo encanecido, con porte de reina, como si la pobreza, en vez de disminuirla, la enalteciera. Le explicaron todos sus planes y la señora quedó fascinada con la idea, ya que Marta, a su edad, nunca se le había festejado un cumpleaños. Y era muy justo que sus diecisiete primaveras las compartiera con sus amigos más allegados. De verdad nadie tomó en cuenta la humildad de la vivienda. Y es que los jóvenes son así, despreocupados y sin prejuicios, menos Marta, que era la excepción de la regla. Sus pensamientos eran de gente mayor, como decía su madre,

“—Pareces una vieja, en un cuerpo de muchacha”.

La señora estaba sorprendida de que su hija tuviera amigos tan considerados y nunca los invitara para la casa. Llegó el día del dichoso cumpleaños. Su mamá, como era su costumbre, al levantarse le dio un beso y un abrazo, y la bendijo por un año más de vida. Marta se marchó al liceo más temprano, resignada a que nadie allí la felicitara, ya que nunca había dicho su fecha de cumpleaños. En el aula sus compañeros sonreían y cuchicheaban, pero ella jamás pensó lo que se estaba tramando. La jornada transcurrió como siempre, con las tareas y actividades escolares. A las siete en punto de la noche se fue a su cuarto, encendió el televisor para ver una serie o cualquier programa. Total, daba lo mismo, “un cumpleaños más que pasaba por debajo de la mesa” como decía su hermano, Carlos Andrés. En el momento en que había conseguido un programa que le gustaba, su mamá entró en la habitación toda agitada y con una enorme sonrisa la invitó que viniera rápido a la sala, que le tenía una sorpresa.

“–¿Una sorpresa?... ¿Su mamá?” ... y con cara de aburrimiento y sin muchas ganas la siguió.

Las luces de la sala estaban apagadas y casi se cae al tropezar con un mueble. ¡Y en ese instante! ¡Sorpresa!

“–¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Marta Eloína, cumpleaños feliz!”

Y allí estaban casi todos los compañeros del salón con una enorme torta, refrescos, golosinas, pitos y cuanta chuchería usada en estas ocasiones. Y Alicia enfrente, como una guerrera desafiante con un inmenso globo multicolor en las manos. En ese momento la odió con toda su alma. Hacerle pasar semejante vergüenza y además decir su segundo nombre al que detestaba. Y para rematar la “sorpresa” también invitaron al buenazo del profesor de Historia, por quien Marta suspiraba y la tenía embobada. Y a la profesora de Literatura, gruñona y amargada, que la miraba como diciéndole, “¡Aja!” “¿Aquí es dónde vives?!” Su cabeza le dio vueltas y de pronto vio como todos se alejaban y acercaban y ella escuchando la gritería y la música. —"¡Se desmayó, se desmayó!" –Decía su madre, aterrorizada y arrepentida de haber sido cómplice de semejante locura. Roberto, el profesor de Historia, con mucha amabilidad, se hizo cargo de la situación; le dio a beber un poco de refresco, y a oler alcohol isopropílico. Poco a poco le fue pasando ese palpitar en el pecho y Marta rompió a llorar. Sus amigos pensaron que era de alegría, pero ella lloraba de rabia, de impotencia, de vergüenza y quién sabe qué cosas pasaron por su cabeza en ese momento. Total, todos disfrutaron de la fiesta, a de excepción  Marta. Faltó al liceo casi una semana. No quería ver a nadie, ni respondía llamadas, mucho menos de Alicia, quien también andaba medio apesadumbrada, sin entender en qué se había equivocado. Alicia la llamaba, le enviaba mensajes por el móvil, pero nada. Marta no daba su brazo a torcer y la  increpó:

—¡¿Cómo se te ocurre hacerme esto?!

“—Amiga, lo hice con la mejor intención del mundo, nunca pensé que fueses tan boba y con tantos prejuicios. A nadie le importa dónde vives”.

 Pero estos argumentos no convencieron a Marta y estuvo casi un mes, sin dirigirle la palabra. Todo se solucionó cuando Carlos Andrés, que estaba enamorado de Alicia propició un encuentro entre las dos. Y lo hizo de una manera muy sutil. Invitó a ambas a comer helados.

Sucedió que, próximo a finalizar el bachillerato, ya todos los compañeros de clases, habían inventado reunirse a festejar. Ya se sentían importantes. La siguiente meta, la universidad. Ya no sería lo mismo. Cada quien estudiaría una carrera diferente y quizás no coincidieran. Fue por esos días que Alicia comenzó a tener un comportamiento inusual. Ella que era “el alma del salón de clase” se tornó retraída y distante, con decir que ya ni a Marta le hacía confidencias como antes. Un día que Marta y su mamá fueron al centro comercial Las Américas, uno de los más lujosos de la ciudad, se encontraron con Alicia. Pero no estaba sola. Doña Aurora fue quien la vio primero. Sentada en un pequeño café, de esos medios bohemios, con un señor que podría pasar por su padre. Marta le calculó como cuarenta años. Y lo que más les llamó la atención era que le tenía tomada la mano, la cual Alicia soltó muy rápido cuando se dio cuenta de que Marta y su mamá se acercaban a saludarla. Estaba pálida y la voz le temblaba. Lo presentó como un amigo. Diego, creo que escucho Marta cuando este le estrechó la mano. 

“—¿Y qué hacía ella con un amigo que le doblaba la edad?, —comentó doña Aurora”. 

Por mucho que Marta le preguntó e indagó, Alicia no soltó prenda, y se limitó a decirle que la dejara tranquila, que ya ella pronto sería mayor de edad y tomaría sus propias decisiones. Si las tomó o no, quedaría por siempre en un misterio muy bien guardado. Y ahora Marta, ya casada y con su propia familia, sentada en la pequeña, pero muy acogedora sala de su casa, con un álbum de fotografías abierto, y un diario sobre sus piernas, una lágrima que forcejeaba por salir a borbotones y el pensamiento muy lejos, anclado en aquella noche, día de su cumpleaños, cuando su amiga Alicia le tenía preparada una inolvidable sorpresa.

 

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, junio 2017

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 22

enero, 2018.

 

 


miércoles, 20 de julio de 2022

REVELACIÓN



América leyó su primera novela llamada "La saeta ardiendo", a los once años, por recomendación de su maestra de sexto grado. Con esa lectura su vida cambió por completo y un nuevo horizonte de mundos ignotos y desconocidos se abrió ante sus ojos. Se aficionó a la lectura y por las tardes calurosas, después de almorzar, cuando todos en su familia hacían la siesta, ella acudía a la biblioteca de la Embajada norteamericana, que quedaba cerca de su casa y se deleitaba con las obras de los grandes literatos. Eran sus momentos de relax y ensoñación. Una tarde, en el trayecto de regreso a su casa, se encontró con una señora que le preguntó una dirección. Era alta, muy delgada y de cabello rubio encanecido. Parecía perdida, como quien no encuentra un lugar que no sabe dónde está. América sintió lástima por ella. Su vestido anticuado parecía copiado de los figurines que tiene la abuela guardados en su baúl y su rostro le recordó a su tía Adriana, la que viajó a Europa, cuando ella era aún muy pequeña, con un alemán que conoció siendo camarera de un hotel. Nunca la volvieron a ver, no escribía ni se sabía nada de ella. Por un momento pensó en su tía, y en las fotos que había visto hasta el cansancio en los álbumes familiares, porque esta señora tenía un cierto parecido con ella. Desechó esa idea de inmediato, ya que en las fotos su tía Adriana, lucía radiante y jovial, al contrario de esta señora, con arrugas y cara compungida. América la invitó a entrar a una panadería donde le compró un refresco, porque dijo estar acalorada con mucha sed y no tenía dinero. América comenzó a hablar con el dependiente, preguntando el precio de algunas chucherías. La señora desapareció. No supo en qué momento se marchó y lamentó no despedirse de ella y poder ayudarla más. Solo se tomó la mitad del refresco. Cuando llegó a su casa, la familia estaba reunida. Recibieron una carta proveniente de Holanda, dónde el alemán, con quien su tía se marchó, les comunicaba que Adriana falleció en un sanatorio para enfermos mentales. Nunca superó haber dejado a su familia e irse tan lejos. América se quedó ensimismada pensando en la señora que se encontró cuando regresaba de la biblioteca. ¿Premonición? No quiso comentar nada a la familia. No queria que la tomaran por loca.

 

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, abril 2005

 

martes, 12 de julio de 2022

EL TREN VOLVIÓ A PARTIR

 


Eran las seis de la mañana, en pleno invierno, cuando Eulogio llegó a la estación del tren. Poco le abrigaba la chamarra que llevaba puesta, demasiado vieja y raída, y el frío le calaba hasta el alma. Hacía treinta años y tres días que había dejado el pueblo con la intención de no regresar jamás. No sabía con qué se enfrentaría y cuáles acontecimientos lo esperaban durante los días que se avecinaban. Ni siquiera tenía la certeza de por qué había regresado. Retomar el hilo de un pasado cruel y lleno de resentimiento no sería tarea fácil. Con sesenta años encima, su aspecto era escuálido y decrépito, como el hombre que fuma, se trasnocha y bebe mucho. Todavía sentía en sus oídos el llanto desgarrador de su hija, de apenas un mes de nacida, con cólicos y vómitos que le hacían insoportable su permanencia en el hogar. Su esposa, Aurora, le miraba suplicante, diciéndole con los ojos lo que sus labios no se atrevían a pronunciar. Momentos detenidos en su memoria y que lo atormentaban en las largas noches de farra y aguardiente, en un bar o taberna, de cualquier ciudad o pueblo donde vivió, o malvivió todos estos años. ¿Qué razones válidas pueden llevar a un ser humano a abandonar a su familia para deambular como alma errante por esos mundos de Dios? Estaba harto de la vida, de su mujer, de sus hijos, de la pequeña Inés María y el varoncito Juan Jacobo, de dos años. Nunca superó haberse casado. El problema no era Aurora, hacendosa y aseada, con una cabellera reluciente como los trigales en flor. Era él, de alma errante y sin ataduras, asiduo a cantinas y a parrandas, con su guitarra al hombro, cantando y perdiendo el tiempo, como le decía su madre, Doña Carmela Morante, viuda de Cisneros. Y la cantinela diaria que se lo recordaba.

— ¿Eulogio, ¿cuándo vas a sentar cabeza y formar un hogar como Dios manda? 

Y allí estaba Aurorita, la bella hija de los pulperos Anzola, que lo miraba con ojos arrobados y embobada al escucharlo cantar y tocar la guitarra. Un día de tantos, después de oír la consabida cantinela y reproches de su madre, tomó la decisión. ¡Se casaría con Aurora! Estaba tan seguro de que ella lo aceptaría, que se dio plazo de dos meses para los preparativos de la boda. Fue una ceremonia sencilla, pero elegante, donde asistió todo el pueblo. Los padres de Aurora le obsequiaron la vivienda en que vivirían, ya que doña Carmela dejó muy claro el hecho que “casado casa quiere”. Y como dice el refrán “escoba nueva barre bien”, el primer año de casados todo fue felicidad y arrumacos. Sus suegros, en vista de su falta de estudios y oficio, le ofrecieron, a regañadientes, después de escuchar las súplicas diarias de su hija, hacerse cargo de la pulpería. Era la más grande del pueblo con toda clase de víveres y quincalla. Pero al poco tiempo, su suegro don Ignacio Anzola notó la desaparición de mercancía, ¡y lo más grave, no entregaba bien las cuentas! Al año lo botó y Eulogio recibió la lluvia de reproches de su madre y esposa. Volvió a las andanzas, a la cantina donde permanecía casi hasta el amanecer, divirtiendo a los clientes con sus chistes y su guitarra, descuidando por completo su hogar. Una tarde, llegando a la casa de su madre y antes de comenzar a escuchar sus reproches, tomó una decisión. Y es que las decisiones de Eulogio eran así, tajantes y rápidas. ¡Se marcharía del pueblo! Sabía que a su esposa y a sus hijos no les faltaría nada. Para eso estaban sus padres y su madre, que no los desampararían. Se iría a buscar fortuna, sin ataduras, como siempre quiso, sin dar explicaciones de su conducta a nadie. Cuando su hija Inés María comenzó con el llanto y el vómito, Aurora le suplicaba con la mirada, sin atreverse a decirle que fuera a buscar un remedio para la niña. Días antes, le había sugerido, de manera muy sutil, los buenos oficios de la yerbatera Agustina Coronado, famosa por nunca equivocarse en sus diagnósticos. Salió dando un portazo y pensó en la curandera que en el pueblo le tenían más fe que al doctor Olegario Arreaza, ya que según decían ya era demasiado viejo y anacrónico para atender enfermos. Su cabeza era un caos, con pensamientos desordenados y reprochándose a sí mismo en el problema que se había metido por estarle haciendo caso a su madre. La noche, oscura y tenebrosa, no pintaba nada bien. Caminó un buen rato bajo la tormenta que arreciaba por momentos. Pasaron las horas, llegó el amanecer y Eulogio sin aparecer. Nadie supo más de él. La policía interrogó a Nehemías, el taquillero de la estación del tren, si lo había visto pasar por allí. Pero como era huraño y mal encarado, nunca se fijaba a quién compraba los boletos, por lo tanto, no dio mayores explicaciones. Lo buscaron por los alrededores y la policía sabiendo lo tarambana que era no puso mucho empeño en encontrarlo. Estaban agradecidos que así fuera, porque aparte de bebedor, era pendenciero y buscapleitos, y fueron muchas las veces que los agentes del orden se apersonaban en la cantina porque había problemas con Eulogio.

Y como la fama de todo acontecimiento dura siete días, a la semana solo apenas rumores y uno que otro preguntar. El pueblo se olvidó de él. Aurora nunca. Y ahora estaba ahí, en la estación del tren, queriendo con toda el alma juntar los pedazos de vida rotos por el tiempo y la distancia.

Eulogio ya había ideado un plan que estaba seguro, le daría resultado. Pediría disculpas, se arrodillaría si fuese necesario. Aurorita lo amó demasiado y no dudaría en perdonarlo. Hablaría con sus hijos desde el corazón y les daría una explicación. Si eran tan buenos y piadosos como su madre, de seguro lo comprenderían. Estaba arrepentido, y a cualquier persona en sus condiciones, se le otorga el perdón. Lo decía el cura Casimiro, de la iglesia santa Teresa, lugar donde contrajeron nupcias y su esposa era una ferviente feligresa.

Estaba ansioso por llegar y que todo volviera a ser como treinta años atrás cuando, sin excusa ni motivo valedero, abandonó el techo conyugal.

Apenas Eulogio se acercó a la casa donde vivió momentos felices e infelices, supo que algo muy grave ocurría. La pequeña y modesta casa que dejó estaba irreconocible. Reformada en su totalidad, simulaba un hermoso palacete, como un jardín en contorno, espléndidas flores y árboles frutales a los lados. Frente a la verja entreabierta notó que había algunas personas en la entrada de la casa. Su corazón casi se sale del pecho cuando vio una carroza fúnebre parada enfrente. Alguien, al verlo con aquella vestimenta, inapropiada y sucia, y el pequeño morral al hombro, le preguntó qué deseaba. Ya iba a contestar cuando otra persona les interrumpió y dijo:

—Debe ser uno de los labriegos a quien don Demetrio ayudaba con sus obras de caridad y vino a darle el último adiós.

Quedó paralizado por la duda. —¿Quién sería Don Demetrio?... —Y qué hacía en aquella casa, su antigua casa. —¿Será que Aurorita tuvo que venderla, cuando él se marchó? —Y… ¿Dónde estarían sus hijos?

Supuso que ya eran independientes, que se habrían casado y tendrían sus propias familias. Toda su cabeza era un torbellino de preguntas incongruentes, sin respuestas. Sin que nadie se diese cuenta y en medio de la confusión se adentró en la casa. De aquella pequeña y humilde vivienda no quedaba nada. Estaba irreconocible. Tropezó con una chica y por su uniforme dedujo era del servicio. Casi le tumba una bandeja donde llevaba bocadillos y tazas humeantes de café. 

—¡Usted debe ser uno de los labriegos que vienen por la limosna semanal del don! —Pero…—¿no sabe que él falleció ayer en la madrugada? –dijo la chica con actitud asombrada.

—No, no estaba enterado de nada… —balbució Eulogio, con palabras entrecortadas.

—Vamos, buen hombre, tome una taza de café y un bocadillo que se le nota a leguas el hambre en la cara. —Y ya que está aquí, puede quedarse para el funeral.

Ahora sí, era verdad que Eulogio desorientado por completo, decidió seguir el juego a las personas y descubrir qué pasaba allí. Deseaba con el alma ver a Aurora, ¡a su Aurorita! Qué alivio sintió cuando la chica del servicio le dijo que el difunto era un tal don Demetrio. Tenía la certeza de haber escuchado ese nombre antes, pero no recordaba dónde.

Con la velocidad de la luz su memoria se remontó al pasado…

“Claro… ¡Demetrio, el hijo del alcalde del pueblo!” Un chico fatuo y pretencioso. “¿Sería el mismo?” Eterno enamorado de Aurora, pero a esta no le hacía la menor gracia. Podría decirse que hasta le causaba cierta repulsión.

Qué dolor tan grande puede ocasionar la partida de un ser amado, pero cuando este desaparece sin dejar ningún rastro, la pérdida es doble y la incertidumbre mayor. Si está muerto, se reza por su alma y se le lleva flores a su tumba… ¡Pero si vive! ¿Dónde estará? 

A los dos años de desaparecer Eulogio, Aurora se unió en segundas nupcias con Demetrio, el hijo del alcalde, más por complacer a sus padres que por estar sola y desamparada con dos niños a quienes criar. Y entonces tomó una decisión trascendental en su vida: crearía un escudo de protección para su familia. Ella tan romántica y soñadora idealizaría al padre perfecto, al santo, al mártir que dio su vida por la de su hija enferma.

Eulogio estaba a punto de dar media vuelta para marcharse, cuando de pronto la vio en el umbral de la puerta. Vestida con un traje largo, negro y con su hermosa cabellera, color trigal, recogida en un moño. ¡Su Aurorita! Ella lo reconoció de inmediato y sintió una congoja muy fuerte en su alma, viendo en el despojo humano que se había convertido el hombre a quien amó con locura y le hizo trizas el corazón. Supo en ese instante que su búsqueda había terminado, pero disimulando muy bien, se dispuso a recibir las condolencias de los presentes.

El cortejo fúnebre partió a las diez en punto, con destino al viejo cementerio ubicado en las afueras del pueblo. A lo lejos vio su antigua casa, donde vivió momentos felices e infelices con su madre… ¡Su madre! Nunca supo más de ella, ni una carta, ni una llamada. ¡Qué comportamiento tan ingrato tuvo con los seres que más lo amaron! Recorrió el cementerio, como alma en pena, soportando el fardo y el peso del remordimiento en su corazón. Buscó la tumba de su padre, una pequeña lápida, casi escondida entre la maleza y hojas húmedas. Entonces vio algo que lo dejó paralizado, anonadado. ¡No lo podía creer! Al lado de la tumba de su padre, otra muy cuidada, rodeada de rododendros y narcisos, con una hermosa lápida y un epitafio algo ostentoso. Leyó y releyó y no salía de su asombro. Allí, escrito en letras doradas, estaba su nombre. Pero lo inverosímil era el texto. ¿¡Qué significaba todo esto!?

¡Él…¿Un santo?!

Eulogio Ramón Cisneros Morante

1955-1985

Padre amantísimo y Santo varón, elevado a los altares, fallecido en medio de una tormenta, buscando un remedio para la curación de su hija enferma. ¡Milagro que se le pida, es de inmediato concedido! Q.E.P.D.

Su esposa Aurora y sus hijos Inés María y Jacobo José.

Piedra Alta, 6 de abril de 1985

Todavía no salía de su asombro, cuando vio acercarse a una joven, alta y blanca, muy parecida a Aurora, y supo de inmediato que era su Inés María. Esta se arrodilló en ferviente oración, frente a su tumba. ¡Su tumba! Con dolor y rabia decidió terminar con esa falsa, le diría que su padre, fue un mal hombre, sin escrúpulos, ¡Que los abandonó a su suerte! Se detuvo al ver la mirada fría y lacerante de Aurora, que con el dedo índice le conminaba a guardar silencio. No tenía derecho a romper el idílico recuerdo de esa leyenda fascinante del hombre que se convirtió en santo. El padre perfecto que perdió la vida al ser alcanzado por un rayo en una noche de tormenta por buscar un remedio para su hija enferma.

Nancy Aguilar Quintero.

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 15  

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