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viernes, 24 de noviembre de 2023

LA MUÑECA

 


Clotilde murió una cálida mañana de abril, sin haber exhalado un solo quejido, rígida y autoritaria como fue durante toda su vida. Mariana, su única hija, se sintió más desamparada que nunca. Habían transcurrido catorce años desde aquella tarde calurosa del mes de junio, cuando su madre la llevó a conocer el circo que días antes se había instalado en las afueras del pueblo. Mariana, de apenas seis años, demasiado alta para su edad, recordaba los acontecimientos de aquel día, grabados por siempre en su memoria, como si el tiempo se hubiese detenido en una imagen persistente. Ese día maravilloso y grandioso, su madre le compró su primera muñeca. Era preciosa, con rizos dorados, vestido azul y blanco con zapatos y medias… y que al moverla decía “mamá”. ¡Qué sueños e ilusiones para una niña acostumbrada a la soledad! De pronto, su pequeño mundo triste y limitado a las paredes de su casa se amplió con una nueva esperanza. Su madre, una mujer endurecida por el trabajo y los desencantos de la vida, nunca se había preocupado por esas “nimiedades de los juguetes”, como ella decía, a los cuales consideraba un gasto innecesario. Fue la tarde más feliz de Mariana. Los payasos, los trapecistas, el enorme oso que hacía llorar con sus gruñidos al niño pálido sentado delante de ellas, fueron atracciones secundarias comparadas con la inmensa alegría y satisfacción que sentía al acariciar su muñeca. Al terminar la función, su madre le compró una enorme chupeta roja que Mariana saboreó con verdadera delicia de regreso a su casa.

Vivía Clotilde con su hija y Evarista, una prima lejana que le servía de compañía, y a la vez, la ayudaba con los quehaceres domésticos, en una pequeña casa situada en las afueras del pueblo. La casa estaba pintada de blanco con techos rojos y un hermoso jardín en contorno. Esta casa y una pensión vitalicia que ella cobraba cada fin de mes, fue el único patrimonio que le dejó su marido al morir. Como esta ayuda apenas alcanzaba para subsistir, Clotilde, mujer emprendedora, estableció en su casa una pequeña dulcería que ocupaba casi todo su tiempo y cuyos ingresos le permitían cubrir los gastos del hogar, colegio de la niña y alguno que otro pequeño lujo. Ese contacto amoroso que tienen los padres e hijos, sobre todo en la infancia, no existió nunca entre ellas. Clotilde se levantaba al despuntar el alba para atender su pequeño negocio de dulces, dejando todas las otras labores hogareñas en manos de su prima, incluyendo el cuidado de la pequeña Mariana, que pasaba la mayor parte de la tarde, después de regresar de la escuela, jugando sola en su cuarto. Fue este aislamiento de la madre y el poco compartir con otros niños, lo que forjó la personalidad solitaria y taciturna de Mariana. Recordaba el día que Evarista entró sofocada en su cuarto, la tomó en brazos y corriendo la llevó hasta la puerta para que viera el desfile de payasos, trapecistas, bailarines y animales del circo que había llegado al pueblo unas horas antes. Pasaron los días y la niña esperó con ansiedad, sin atreverse a pedirlo, que su madre la llevara al circo, que ya de antemano la emocionaba. ¡Qué angustia e incertidumbre sentía el alma de la niña esperando el gran momento! Este llegó un sábado cuando Clotilde ordenó a Evarista que la vistiera para llevarla a la función vespertina del circo, que desde tempranas horas un camión con su parlante invitaba a los residentes del pueblo, ya que esa tarde había un descuento de la mitad del precio de la entrada. Fue un día, grandioso para Mariana, su madre por fin le compró una muñeca. Esa noche se durmió más temprano, abrazándola, considerándola su tesoro más preciado. Tuvo sueños anhelados, donde su madre amorosa jugaba con ella. Como sucede en todos los sueños, siempre hay un despertar, que para Mariana se transformó en una pesadilla de la cual no había posibilidades de escape. Su miedo, aunado a la impotencia de no poder protestar ante una madre en exceso rígida e imperiosa, se convirtió en terror al ver la realidad que se presentaba a su alma impúber, sedienta de afecto y cariño. Su muñeca, su tesoro, con la que había jugado tan feliz la tarde anterior, estaba colocada encima de la repisa de su cuarto, inalcanzable, lejana. Acostumbrada a reprimir sus emociones y sentimientos delante de su madre y de cualquier persona mayor, esta vez el dique se rompió fluyendo a caudales. Lloró hasta el atardecer, pero su madre ocupada en los preparativos de los dulces, apenas se dio cuenta de su llanto. La decisión estaba tomada. La muñeca se quedaba en la repisa por órdenes de su madre. Según ella, lucía mejor ahí que en las manos de la niña, ya que esta podría dañarla, ensuciarla y perdería su atractivo. Desconociendo por completo la naturaleza infantil, Clotilde no comprendía que, preciso, el encanto de los juguetes está en las manos de los niños. Los años fueron pasando y Mariana se convirtió en una hermosa joven, que solo tenía contacto con su madre, puesto que le había prohibido todo trato con personas de su edad. Evarista se marchó un día, sin dar ninguna explicación, y solo ellas compartían los momentos de soledad y tristeza. A los veinte años no había tenido novio, ni siquiera amigos y sus perspectivas de la vida terminaban en la puerta de su casa. Cuando su madre enfermó de gravedad, solo el cura del pueblo las visitaba, no porque sintiera afecto por Clotilde, que nunca fue ni siquiera a misa, sino por un alto sentido de la caridad. En su lecho de enferma, le hizo jurar a Mariana que no lloraría ni se lamentaría por su muerte y mucho menos delante de sus vecinos, ejerciendo con ello su control y autoridad sobre la joven hasta después de muerta. El cura Nemesio y algunos vecinos se hicieron cargo de los preparativos del funeral, ya que Mariana, cuando su madre recibió la extremaunción, no volvió a pronunciar palabra. Al regreso del cementerio, algunas vecinas la acompañaron por un rato y luego, una a una, se fueron marchando comentando sobre el incierto futuro de la joven, sin parientes cercanos ni amigos que pudiesen estar con ella en estos aciagos momentos. Estaba sola en el mundo. Su mente no atinaba a pensar ni organizar sus ideas. Se sentía desamparada y con miedo. Cerró puertas y ventanas refugiándose en su dormitorio con la mirada fija, perdida en el techo. Aterrorizada, sin encontrar una vía de escape que la librara de la prisión a la que su madre la mantuvo sometida durante toda su vida. De repente, su memoria se remontó hacia el pasado y los recuerdos comenzaron a fluir en su mente. Se acordó de su muñeca, su tesoro. La puerta cerrada durante tantos años se abrió de pronto de par en par. Mariana se levantó del lecho y comenzó a buscar por toda la casa a su tesoro, su aliciente, su refugio… “¿Dónde la pondría su madre, Dios mío?”

Ella que tenía la manía de guardar tanto las cosas que después no sabía dónde estaban. Los pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza. Recordó cuando su madre guardó el costurero y luego no lo encontró. Ese día fue al colegio con el dobladillo de la falda descosido. Buscó desesperada, registró todos los rincones de la casa, anhelante, transformada por la emoción. ¡Su muñeca! “¿Dónde la guardaría su madre?” Ella sería su salvación, estaba segura de que, al encontrarla, la calma y la felicidad volverían a ella como aquel día remoto, cuando su madre se la compró a la señora gorda, de pelo color azabache, en el bazar del circo. La casa era un caos, en desorden. Sabanas, ropa, zapatos, regados en el piso. Se sentía liberada, como si un gran peso se le hubiera quitado de encima. Total, su madre no estaba para regañarla o llamarle la atención. Después se ocuparía ella de arreglar todo “ya habrá tiempo” –pensó. De pronto, ¡Sorpresa, qué felicidad! Escondida en la parte más alta del armario, detrás de unas sábanas, estaba su muñeca—¡Su preciosa muñeca! Llorando de emoción, con una alegría casi febril la abrazó y besó por largo rato. Se encontraba maltratada, no por el uso, sino por estar guardada tanto tiempo. Un poco despeinada y el vestido azul y blanco lleno de polvo y moho. “¿Qué importancia tenía esto con la inmensa alegría de hallarla?” Ya se ocuparía de peinarla y hacerle muchos vestidos, con telas muy brillantes y coloridas. Sería la muñeca más linda, despertaría la envidia de las niñas del pueblo, las cuales desearían jugar con ella. Para Mariana, en un instante, todas las otras cosas ocuparon en su mente un lugar secundario. Lo más importante en ese momento era la recuperación de su tesoro, su linda muñeca y que ahora nadie se la podría quitar. Estaba dispuesta a luchar, a defenderla, si había alguien con la idea de separarla de ella. A los tres días, los vecinos alarmados llamaron al padre Nemecio, para informarle que les parecía muy extraño que la joven no hubiese salido de la casa y tenía puertas y ventanas cerradas. El sacerdote solicitó una orden judicial para poder entrar. Adentro todo estaba fuera de sitio. Lo que encontraron los dejó pasmados, boquiabiertos, y una que otra vecina enjugó una lágrima. Mariana, la dócil, la que nunca protestó por nada, los miraba aterrorizada, sentada en el piso de su dormitorio, despeinada y en pijamas; asustada y con los ojos desorbitados abrazando a su muñeca, dispuesta, ahora sí, a defender su tesoro hasta la muerte.

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 6 de agosto de 2016

 

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