Clotilde murió una cálida
mañana de abril, sin haber exhalado un solo quejido, rígida y autoritaria como
fue durante toda su vida. Mariana, su única hija, se sintió más desamparada que
nunca. Habían transcurrido catorce años desde aquella tarde calurosa del mes de
junio, cuando su madre la llevó a conocer el circo que días antes se había
instalado en las afueras del pueblo. Mariana, de apenas seis años, demasiado
alta para su edad, recordaba los acontecimientos de aquel día, grabados por
siempre en su memoria, como si el tiempo se hubiese detenido en una imagen
persistente. Ese día maravilloso y grandioso, su madre le compró su primera
muñeca. Era preciosa, con rizos dorados, vestido azul y blanco con zapatos y medias…
y que al moverla decía “mamá”. ¡Qué sueños e ilusiones para una niña
acostumbrada a la soledad! De pronto, su pequeño mundo triste y limitado a las
paredes de su casa se amplió con una nueva esperanza. Su madre, una mujer
endurecida por el trabajo y los desencantos de la vida, nunca se había
preocupado por esas “nimiedades de los juguetes”, como ella decía, a los cuales
consideraba un gasto innecesario. Fue la tarde más feliz de Mariana. Los
payasos, los trapecistas, el enorme oso que hacía llorar con sus gruñidos al
niño pálido sentado delante de ellas, fueron atracciones secundarias comparadas
con la inmensa alegría y satisfacción que sentía al acariciar su muñeca. Al
terminar la función, su madre le compró una enorme chupeta roja que Mariana
saboreó con verdadera delicia de regreso a su casa.
Vivía Clotilde con su hija y
Evarista, una prima lejana que le servía de compañía, y a la vez, la ayudaba
con los quehaceres domésticos, en una pequeña casa situada en las afueras del
pueblo. La casa estaba pintada de blanco con techos rojos y un hermoso jardín
en contorno. Esta casa y una pensión vitalicia que ella cobraba cada fin de
mes, fue el único patrimonio que le dejó su marido al morir. Como esta ayuda
apenas alcanzaba para subsistir, Clotilde, mujer emprendedora, estableció en su
casa una pequeña dulcería que ocupaba casi todo su tiempo y cuyos ingresos le
permitían cubrir los gastos del hogar, colegio de la niña y alguno que otro
pequeño lujo. Ese contacto amoroso que tienen los padres e hijos, sobre todo en
la infancia, no existió nunca entre ellas. Clotilde se levantaba al despuntar
el alba para atender su pequeño negocio de dulces, dejando todas las otras
labores hogareñas en manos de su prima, incluyendo el cuidado de la pequeña
Mariana, que pasaba la mayor parte de la tarde, después de regresar de la
escuela, jugando sola en su cuarto. Fue este aislamiento de la madre y el poco
compartir con otros niños, lo que forjó la personalidad solitaria y taciturna
de Mariana. Recordaba el día que Evarista entró sofocada en su cuarto, la tomó
en brazos y corriendo la llevó hasta la puerta para que viera el desfile de
payasos, trapecistas, bailarines y animales del circo que había llegado al
pueblo unas horas antes. Pasaron los días y la niña esperó con ansiedad, sin
atreverse a pedirlo, que su madre la llevara al circo, que ya de antemano la
emocionaba. ¡Qué angustia e incertidumbre sentía el alma de la niña esperando
el gran momento! Este llegó un sábado cuando Clotilde ordenó a Evarista que la vistiera
para llevarla a la función vespertina del circo, que desde tempranas horas un
camión con su parlante invitaba a los residentes del pueblo, ya que esa tarde
había un descuento de la mitad del precio de la entrada. Fue un día, grandioso
para Mariana, su madre por fin le compró una muñeca. Esa noche se durmió más
temprano, abrazándola, considerándola su tesoro más preciado. Tuvo sueños
anhelados, donde su madre amorosa jugaba con ella. Como sucede en todos los
sueños, siempre hay un despertar, que para Mariana se transformó en una
pesadilla de la cual no había posibilidades de escape. Su miedo, aunado a la
impotencia de no poder protestar ante una madre en exceso rígida e imperiosa,
se convirtió en terror al ver la realidad que se presentaba a su alma impúber,
sedienta de afecto y cariño. Su muñeca, su tesoro, con la que había jugado tan
feliz la tarde anterior, estaba colocada encima de la repisa de su cuarto,
inalcanzable, lejana. Acostumbrada a reprimir sus emociones y sentimientos
delante de su madre y de cualquier persona mayor, esta vez el dique se rompió
fluyendo a caudales. Lloró hasta el atardecer, pero su madre ocupada en los
preparativos de los dulces, apenas se dio cuenta de su llanto. La decisión
estaba tomada. La muñeca se quedaba en la repisa por órdenes de su madre. Según
ella, lucía mejor ahí que en las manos de la niña, ya que esta podría dañarla,
ensuciarla y perdería su atractivo. Desconociendo por completo la naturaleza
infantil, Clotilde no comprendía que, preciso, el encanto de los juguetes está
en las manos de los niños. Los años fueron pasando y Mariana se convirtió en
una hermosa joven, que solo tenía contacto con su madre, puesto que le había
prohibido todo trato con personas de su edad. Evarista se marchó un día, sin
dar ninguna explicación, y solo ellas compartían los momentos de soledad y
tristeza. A los veinte años no había tenido novio, ni siquiera amigos y sus
perspectivas de la vida terminaban en la puerta de su casa. Cuando su madre
enfermó de gravedad, solo el cura del pueblo las visitaba, no porque sintiera
afecto por Clotilde, que nunca fue ni siquiera a misa, sino por un alto sentido
de la caridad. En su lecho de enferma, le hizo jurar a Mariana que no lloraría
ni se lamentaría por su muerte y mucho menos delante de sus vecinos, ejerciendo
con ello su control y autoridad sobre la joven hasta después de muerta. El cura
Nemesio y algunos vecinos se hicieron cargo de los preparativos del funeral, ya
que Mariana, cuando su madre recibió la extremaunción, no volvió a pronunciar
palabra. Al regreso del cementerio, algunas vecinas la acompañaron por un rato
y luego, una a una, se fueron marchando comentando sobre el incierto futuro de
la joven, sin parientes cercanos ni amigos que pudiesen estar con ella en estos
aciagos momentos. Estaba sola en el mundo. Su mente no atinaba a pensar ni
organizar sus ideas. Se sentía desamparada y con miedo. Cerró puertas y
ventanas refugiándose en su dormitorio con la mirada fija, perdida en el techo.
Aterrorizada, sin encontrar una vía de escape que la librara de la prisión a la
que su madre la mantuvo sometida durante toda su vida. De repente, su memoria
se remontó hacia el pasado y los recuerdos comenzaron a fluir en su mente. Se
acordó de su muñeca, su tesoro. La puerta cerrada durante tantos años se abrió
de pronto de par en par. Mariana se levantó del lecho y comenzó a buscar por
toda la casa a su tesoro, su aliciente, su refugio… “¿Dónde la pondría su
madre, Dios mío?”
Ella que tenía la manía de
guardar tanto las cosas que después no sabía dónde estaban. Los pensamientos se
agolpaban dentro de su cabeza. Recordó cuando su madre guardó el costurero
y luego no lo encontró. Ese día fue al colegio con el dobladillo de la falda
descosido. Buscó desesperada, registró todos los rincones de la casa,
anhelante, transformada por la emoción. ¡Su muñeca! “¿Dónde la guardaría su
madre?” Ella sería su salvación, estaba segura de que, al encontrarla, la calma
y la felicidad volverían a ella como aquel día remoto, cuando su madre se la
compró a la señora gorda, de pelo color azabache, en el bazar del circo. La
casa era un caos, en desorden. Sabanas, ropa, zapatos, regados en el piso. Se
sentía liberada, como si un gran peso se le hubiera quitado de encima. Total,
su madre no estaba para regañarla o llamarle la atención. Después se ocuparía
ella de arreglar todo “ya habrá tiempo” –pensó. De pronto, ¡Sorpresa, qué
felicidad! Escondida en la parte más alta del armario, detrás de unas sábanas,
estaba su muñeca—¡Su preciosa muñeca! Llorando de emoción, con una alegría casi
febril la abrazó y besó por largo rato. Se encontraba maltratada, no por el uso,
sino por estar guardada tanto tiempo. Un poco despeinada y el vestido azul y
blanco lleno de polvo y moho. “¿Qué importancia tenía esto con la inmensa
alegría de hallarla?” Ya se ocuparía de peinarla y hacerle muchos vestidos, con
telas muy brillantes y coloridas. Sería la muñeca más linda, despertaría la
envidia de las niñas del pueblo, las cuales desearían jugar con ella. Para
Mariana, en un instante, todas las otras cosas ocuparon en su mente un lugar
secundario. Lo más importante en ese momento era la recuperación de su tesoro,
su linda muñeca y que ahora nadie se la podría quitar. Estaba dispuesta a
luchar, a defenderla, si había alguien con la idea de separarla de ella. A los
tres días, los vecinos alarmados llamaron al padre Nemecio, para informarle que
les parecía muy extraño que la joven no hubiese salido de la casa y tenía
puertas y ventanas cerradas. El sacerdote solicitó una orden judicial para
poder entrar. Adentro todo estaba fuera de sitio. Lo que encontraron los dejó
pasmados, boquiabiertos, y una que otra vecina enjugó una lágrima. Mariana, la
dócil, la que nunca protestó por nada, los miraba aterrorizada, sentada en el
piso de su dormitorio, despeinada y en pijamas; asustada y con los ojos
desorbitados abrazando a su muñeca, dispuesta, ahora sí, a defender su tesoro
hasta la muerte.
Nancy Aguilar
Quintero
Publicado en EL
NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 6 de agosto de 2016