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sábado, 9 de marzo de 2024

MARGINADOS

 


La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un pantalón corto azul y una franela de color indefinido, muy desteñida. Estaba parado al lado de la ventanilla de mi auto y me miraba con sus inmensos ojos grises, su rostro desaseado, muy sucio y su cabello corto enmarañado. Esta gran ciudad, donde la riqueza y la pobreza riñen a diario, se ha convertido en una urbe de indigentes y mendigos. Miré al niño con cierta lástima, saqué una moneda y la puse muy rápido en su mano con temor a que me contagiara alguna enfermedad. Apenas escuché un:

—Gracias, señorita.

Después reflexioné y me dije para mis adentros: ––“¿De qué podría contagiarme?”  Porque en verdad no parecía enfermo y su mirada límpida y profunda me impactó. Si contara esto a mis amistades y compañeros de trabajo, no lo creerían. Yo, tan mundana, tan ejecutiva, que solo me importaba lo mío, debo confesar que esa mirada y esa voz me turbaron. Como pasaba siempre por esa esquina, un día me sinceré conmigo misma. ¡Quería verlo de nuevo! Muchas veces el sonido de la bocina del auto de atrás me avisaba del cambio de luz del semáforo. Era como si un impulso, un anhelo que no comprendía, me decía que lo buscara. Después de varios días, por fin lo vi, parado al lado de una muchacha, muy joven y tan sucia como él, que cargaba un bebé de meses en los brazos. Tomé la decisión de hablarles, de preguntarles cosas, qué razones tenían para estar en esas condiciones y si el niño asistía a la escuela. Busqué un lugar donde estacionarme y me bajé del auto. Cuando me acerqué, la muchacha me miró extrañada, con recelo y temor, como quien ve a un fantasma. Primero le pregunté tonterías tratando de ganar su confianza. Me dijo que se llamaba Lucia, tenía veinticuatro años y el niño, Abel José, siete. Quedó embarazada muy joven de un hombre mayor que al comentarle su estado desapareció y nunca más lo vio. Huérfana desde muy pequeña, fue criada por una tía paterna, gruñona y un tío abusivo y borracho que la maltrataba. Víctima ella misma de la tragedia social y moral que afecta a gran parte de la sociedad con menos recursos, nunca asistió a la escuela y se crio en la calle, donde la sobrevivencia y buscar un plato de comida es la prioridad fundamental, sin importar los medios que para ello se requiera. Cuando su tía se enteró de su embarazo la botó de la casa y desde ese momento su calvario se agudizó aún más. Después de que Abel José nació, se fue a vivir con una señora que conoció en el hospital donde dio a luz y le ofreció posada en su casita muy humilde, lejos del centro de la ciudad. A medida que pasaba el tiempo, se fue convirtiendo en una indigente, en una pordiosera, pidiéndole dinero a cualquiera. Le miré la cara y vi sus ojos brillantes. Se sentía avergonzada y a punto de llorar. Le pregunté por el otro niño, el que tenía en los brazos, y me dijo que no era suyo, que se lo prestaba una vecina para que se rebuscara y compartiera con ella lo que conseguía.

—“¡No ve que cuando a una la ven con un bebé casi siempre le dan algo!” “¡Dios mío!”, pensé: “De cuántas tonterías nos quejamos: de los zapatos que no podemos comprar, de adquirir el último modelo de móvil y de tantas cosas sin transcendencia”. ¡Ahora la que tenía un nudo en la garganta y a punto de llorar era yo! “¿Cómo puede un ser humano vivir así?”  Esto no es vida; es una tortura, un castigo muy grande”. Le di algo de dinero y le prometí ayudarla. Me dijo que siempre estaba por allí, moviéndose, ya que el policía de la esquina la regañaba y le decía que no estorbara el paso de los vehículos. Y así, puntual, todos los días ella me esperaba, casi nos hicimos amigas. En el corto intervalo de cambio de luz del semáforo, me contó parte de su vida. El sufrimiento que reflejaba su rostro me destrozaba el alma. Me dijo que le hubiera gustado ser maestra.  Antes de llegar, le compraba pan, leche, queso y alguna que otra chuchería para Abel José. Le insinué de la manera más diplomática que pude que se aseara un poco ya que era muy bonita y no merecía estar en esas condiciones. Me dijo que en el ranchito donde vivía no había agua, que tenían que comprarla a los camiones cisterna y era muy cara. Me encariñé con Abel José, y hasta lo comenté en el trabajo. Era tanta la atracción hacia él que mis compañeros de oficina me jugaban bromas y me decían que tuviera mis propios hijos. Transcurrido un tiempo, una mañana al llegar al semáforo, no los vi. Los busqué con la mirada y no estaban. «¿Les habrá ocurrido algo?» —las manos sobre el volante me temblaban al pensar esto. No me dio tiempo de preguntar, cambió la luz del semáforo y tuve que seguir. Pasé todo el día nerviosa y malhumorada. Al otro día, lo mismo. No estaban, ya la situación era preocupante. A los tres días, estacioné el auto más adelante, donde pude. Me acerqué al policía que dirigía el tráfico y le pregunté por ellos. Con cara de pocos amigos, me dijo que no sabía dónde estaban, pero comentó que la policía estuvo haciendo una redada por allí y que los patrulleros le dijeron que se retirara del semáforo; si no, la pondrían presa y le quitarían al niño… Ya han transcurrido seis meses desde que no los veo. Continúo con mi recorrido todos los días por allí y miro a los lados con la esperanza de encontrarlos. —“¿Qué habrá sido de ellos?” —“¿Dónde estarán?” Y siento un dolor punzante y una gran angustia en mi corazón. Dios permita que algún día pueda reencontrarme con ellos de nuevo.

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, octubre de 2016

Publicado en La Antología Digital El Narratorio N° 8, octubre 2016

jueves, 1 de febrero de 2024

MIS TERTULIAS CON DIOS

 



Hoy me desperté más temprano cuando mi hijo entró en la habitación a pedirme la bendición de salida al trabajo y mi memoria se remontó en el tiempo y el espacio a mis años juveniles. Pienso que el tiempo pasa tan rápido, que apenas nos damos cuenta. Ya soy una abuela, vivo con mi hijo menor y su esposa, que es muy buena conmigo, pero yo siento que estorbo. Ella me dice: “Clara, usted puede disponer de esta casa como quiera, para nosotros es un privilegio, que viva aquí y comparta momentos con sus nietos”. Sentí el golpe de la puerta al salir mi hijo y mi sueño se desvaneció, los recuerdos se amotinaron en mi mente, y recordé la época en que yo era quien salía a trabajar en mi lejana ciudad, a kilómetros de distancia. Casi siempre me levanto a media mañana porque me acuesto tarde, a veces me dan las dos o tres de la madrugada y yo despierta. Y es que la noche tiene un encanto especial para mí. Y no es que haya sido fiestera ni muy alegre ni nada por el estilo. Mis estadías nocturnas son porque en esas horas de silencio, interrumpido a veces por el sonido de una sirena lejana o de un grillo, me pongo a leer o ver un programa por la televisión sin que nadie moleste. O a pensar, meditar o conversar con Dios. Con Él tengo una comunicación mental que se inició desde el parto de mi primer hijo, cuando busqué a alguien con quien conversar sin que me cuestionara ni juzgara. Aunque soy siempre la que habla, sé que me presta atención, porque de inmediato siento un susurro en mi oído e intuyo su respuesta. La otra noche se enojó conmigo.

–¡No te preocupes tanto! –¡Tranquiliza tu mente! – ¡Yo estoy siempre contigo, recuerda que soy Todopoderoso y no te voy a dejar desamparada!

Él sabe de mis penas y preocupaciones, es un excelente oyente y casi no me interrumpe. Tenemos química, Dios y yo, pero soy tan terca y testadura y a veces no le hago ni un poquito de caso. Vive regañándome. Dice que, si converso de temas interesantes con mis amigos, la situación mejorará, que cambie ese gesto malhumorado y amargado por una sonrisa. 

–Pero es que desde chica fui así. Tímida y gruñona.

–Es por eso que no tienes casi amigos —me comenta Dios a cada rato.

Y como hago, nací así y creo que moriré así.

Él me dice que todos podemos cambiar o al menos intentarlo. La otra vez traté de hacer amistad con una señora que conocí en un taller de escritura creativa. Me dije a mí misma:

—Creo que voy a tener al menos una amiga con quien intercambiar ideas o algún comentario. 

Y no sé qué pasó, le envié mensajes y apenas me respondía. Comencé una conversación con ella, pero solo yo hablaba, me salía con evasivas. Hasta que me dije:

¡A esta también le caigo mal!

Tengo arraigado el pensamiento de que les caigo mal a las personas y sé que debo soltarlo. Conversando con Dios me dice que como pienso así me responden, que estoy predispuesta al rechazo y entonces siento que me rechazan.

—Tienes que ser un poco más espontánea y analizar primero a la persona, observarla a ver cuáles son sus gustos y preferencias, y después le planteas una conversación.

Mis nietos me dicen:

—¡Nana, de verdad hablas con Dios! —¡Cómo haríamos nosotros para hacerlo!

Esto me causa mucha risa y es que los niños son tan espontáneos e inocentes que se creen todo lo que los adultos le decimos. Y más si somos las abuelas. Hoy en la mañana, cuando me dirigía a desayunar, escuché a Matías, el menor de siete años.

—Sabes mami, la Nana habla con Dios.

—¿Con Dios? —¿¡Como así!? —preguntó mi nuera.

—Si ella lo dice, y yo pienso que es verdad –dijo mi nieto–porque ayer lo escuché, cuando toqué la puerta de su cuarto para darle las buenas noches. –Oí que conversaba con un señor que le decía que pronto la llevaría de paseo a un parque, con una fuente de agua en el centro, con muchos árboles, mariposas, abejas y los gatos que a ella tanto le gustan. Estoy seguro de que era Dios que vino a visitarla.

–¿Serán inventos de mi nieto o en verdad escucharía algo? Ahora si me quedé perpleja y pensativa. Bueno, tendré todo el día para comunicarme con Dios y que me saque de mis dudas. 

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, octubre 2020

Taller de Narrativa: Contando desde la memoria. Patrocinado por Independencia Cultural




sábado, 27 de enero de 2024

LA VISITA

 


La víspera de navidad, la anciana y achacosa Carmen Lucía, revolvía la sopa en la cocina de su humilde casa. Su memoria se remontó al pasado, a otras navidades, con su esposo e hijos reunidos alrededor de la mesa, con manjares suculentos propios de esa celebración.  De pronto escuchó tres golpes en la puerta.  Se limpió las manos con el delantal, caminó a la pequeña sala y descorrió con sigilo la cortina.  Vio a un hombre alto y con sombrero de guama, parado frente a la puerta y pensó en su esposo, desaparecido hacía cuarenta años.

–Carmen Lucía, voy a la tienda a comprar café y los víveres que hagan falta–fueron las últimas palabras que escuchó de él. “Me estaré volviendo loca, o es que ya los años me pesan demasiado, y confundo la realidad, con la imaginación”. –pensó Carmen Lucía.

–¿Ismael José, sois vos?, –preguntó con trémula voz.

Sí, Carmen Lucía, soy yo. Anhelaba tanto verte.

Verme ¿Y para qué? –Te fuiste sin despedirte.

Quise hacerlo, pero no me dejaron, vos sabías a quién nos enfrentábamos, no me dieron tiempo de nada.

–¿Y a que has venido si se puede saber? Los muchachos crecieron sin vos, y hace rato se fueron por esos mundos de Dios y que, a probar suerte en otro lugar, donde no haya tanta muerte y guerra por el control del territorio. Anhelaban vivir en un ambiente de paz.

–¿Y vos por qué no te fuiste con ellos? –preguntó Ismael José

No quise, siempre tuve la esperanza que un día regresarías, a darme una explicación. –¿Viniste a eso verdad?

–Yo no vine Carmen Lucía, sois vos la que ha llegado. Y abrazándola con ternura le dio un beso en la frente.

Nancy Aguilar Quintero

Los Ángeles, Chile, 25 de octubre de 2023

viernes, 24 de noviembre de 2023

LA MUÑECA

 


Clotilde murió una cálida mañana de abril, sin haber exhalado un solo quejido, rígida y autoritaria como fue durante toda su vida. Mariana, su única hija, se sintió más desamparada que nunca. Habían transcurrido catorce años desde aquella tarde calurosa del mes de junio, cuando su madre la llevó a conocer el circo que días antes se había instalado en las afueras del pueblo. Mariana, de apenas seis años, demasiado alta para su edad, recordaba los acontecimientos de aquel día, grabados por siempre en su memoria, como si el tiempo se hubiese detenido en una imagen persistente. Ese día maravilloso y grandioso, su madre le compró su primera muñeca. Era preciosa, con rizos dorados, vestido azul y blanco con zapatos y medias… y que al moverla decía “mamá”. ¡Qué sueños e ilusiones para una niña acostumbrada a la soledad! De pronto, su pequeño mundo triste y limitado a las paredes de su casa se amplió con una nueva esperanza. Su madre, una mujer endurecida por el trabajo y los desencantos de la vida, nunca se había preocupado por esas “nimiedades de los juguetes”, como ella decía, a los cuales consideraba un gasto innecesario. Fue la tarde más feliz de Mariana. Los payasos, los trapecistas, el enorme oso que hacía llorar con sus gruñidos al niño pálido sentado delante de ellas, fueron atracciones secundarias comparadas con la inmensa alegría y satisfacción que sentía al acariciar su muñeca. Al terminar la función, su madre le compró una enorme chupeta roja que Mariana saboreó con verdadera delicia de regreso a su casa.

Vivía Clotilde con su hija y Evarista, una prima lejana que le servía de compañía, y a la vez, la ayudaba con los quehaceres domésticos, en una pequeña casa situada en las afueras del pueblo. La casa estaba pintada de blanco con techos rojos y un hermoso jardín en contorno. Esta casa y una pensión vitalicia que ella cobraba cada fin de mes, fue el único patrimonio que le dejó su marido al morir. Como esta ayuda apenas alcanzaba para subsistir, Clotilde, mujer emprendedora, estableció en su casa una pequeña dulcería que ocupaba casi todo su tiempo y cuyos ingresos le permitían cubrir los gastos del hogar, colegio de la niña y alguno que otro pequeño lujo. Ese contacto amoroso que tienen los padres e hijos, sobre todo en la infancia, no existió nunca entre ellas. Clotilde se levantaba al despuntar el alba para atender su pequeño negocio de dulces, dejando todas las otras labores hogareñas en manos de su prima, incluyendo el cuidado de la pequeña Mariana, que pasaba la mayor parte de la tarde, después de regresar de la escuela, jugando sola en su cuarto. Fue este aislamiento de la madre y el poco compartir con otros niños, lo que forjó la personalidad solitaria y taciturna de Mariana. Recordaba el día que Evarista entró sofocada en su cuarto, la tomó en brazos y corriendo la llevó hasta la puerta para que viera el desfile de payasos, trapecistas, bailarines y animales del circo que había llegado al pueblo unas horas antes. Pasaron los días y la niña esperó con ansiedad, sin atreverse a pedirlo, que su madre la llevara al circo, que ya de antemano la emocionaba. ¡Qué angustia e incertidumbre sentía el alma de la niña esperando el gran momento! Este llegó un sábado cuando Clotilde ordenó a Evarista que la vistiera para llevarla a la función vespertina del circo, que desde tempranas horas un camión con su parlante invitaba a los residentes del pueblo, ya que esa tarde había un descuento de la mitad del precio de la entrada. Fue un día, grandioso para Mariana, su madre por fin le compró una muñeca. Esa noche se durmió más temprano, abrazándola, considerándola su tesoro más preciado. Tuvo sueños anhelados, donde su madre amorosa jugaba con ella. Como sucede en todos los sueños, siempre hay un despertar, que para Mariana se transformó en una pesadilla de la cual no había posibilidades de escape. Su miedo, aunado a la impotencia de no poder protestar ante una madre en exceso rígida e imperiosa, se convirtió en terror al ver la realidad que se presentaba a su alma impúber, sedienta de afecto y cariño. Su muñeca, su tesoro, con la que había jugado tan feliz la tarde anterior, estaba colocada encima de la repisa de su cuarto, inalcanzable, lejana. Acostumbrada a reprimir sus emociones y sentimientos delante de su madre y de cualquier persona mayor, esta vez el dique se rompió fluyendo a caudales. Lloró hasta el atardecer, pero su madre ocupada en los preparativos de los dulces, apenas se dio cuenta de su llanto. La decisión estaba tomada. La muñeca se quedaba en la repisa por órdenes de su madre. Según ella, lucía mejor ahí que en las manos de la niña, ya que esta podría dañarla, ensuciarla y perdería su atractivo. Desconociendo por completo la naturaleza infantil, Clotilde no comprendía que, preciso, el encanto de los juguetes está en las manos de los niños. Los años fueron pasando y Mariana se convirtió en una hermosa joven, que solo tenía contacto con su madre, puesto que le había prohibido todo trato con personas de su edad. Evarista se marchó un día, sin dar ninguna explicación, y solo ellas compartían los momentos de soledad y tristeza. A los veinte años no había tenido novio, ni siquiera amigos y sus perspectivas de la vida terminaban en la puerta de su casa. Cuando su madre enfermó de gravedad, solo el cura del pueblo las visitaba, no porque sintiera afecto por Clotilde, que nunca fue ni siquiera a misa, sino por un alto sentido de la caridad. En su lecho de enferma, le hizo jurar a Mariana que no lloraría ni se lamentaría por su muerte y mucho menos delante de sus vecinos, ejerciendo con ello su control y autoridad sobre la joven hasta después de muerta. El cura Nemesio y algunos vecinos se hicieron cargo de los preparativos del funeral, ya que Mariana, cuando su madre recibió la extremaunción, no volvió a pronunciar palabra. Al regreso del cementerio, algunas vecinas la acompañaron por un rato y luego, una a una, se fueron marchando comentando sobre el incierto futuro de la joven, sin parientes cercanos ni amigos que pudiesen estar con ella en estos aciagos momentos. Estaba sola en el mundo. Su mente no atinaba a pensar ni organizar sus ideas. Se sentía desamparada y con miedo. Cerró puertas y ventanas refugiándose en su dormitorio con la mirada fija, perdida en el techo. Aterrorizada, sin encontrar una vía de escape que la librara de la prisión a la que su madre la mantuvo sometida durante toda su vida. De repente, su memoria se remontó hacia el pasado y los recuerdos comenzaron a fluir en su mente. Se acordó de su muñeca, su tesoro. La puerta cerrada durante tantos años se abrió de pronto de par en par. Mariana se levantó del lecho y comenzó a buscar por toda la casa a su tesoro, su aliciente, su refugio… “¿Dónde la pondría su madre, Dios mío?”

Ella que tenía la manía de guardar tanto las cosas que después no sabía dónde estaban. Los pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza. Recordó cuando su madre guardó el costurero y luego no lo encontró. Ese día fue al colegio con el dobladillo de la falda descosido. Buscó desesperada, registró todos los rincones de la casa, anhelante, transformada por la emoción. ¡Su muñeca! “¿Dónde la guardaría su madre?” Ella sería su salvación, estaba segura de que, al encontrarla, la calma y la felicidad volverían a ella como aquel día remoto, cuando su madre se la compró a la señora gorda, de pelo color azabache, en el bazar del circo. La casa era un caos, en desorden. Sabanas, ropa, zapatos, regados en el piso. Se sentía liberada, como si un gran peso se le hubiera quitado de encima. Total, su madre no estaba para regañarla o llamarle la atención. Después se ocuparía ella de arreglar todo “ya habrá tiempo” –pensó. De pronto, ¡Sorpresa, qué felicidad! Escondida en la parte más alta del armario, detrás de unas sábanas, estaba su muñeca—¡Su preciosa muñeca! Llorando de emoción, con una alegría casi febril la abrazó y besó por largo rato. Se encontraba maltratada, no por el uso, sino por estar guardada tanto tiempo. Un poco despeinada y el vestido azul y blanco lleno de polvo y moho. “¿Qué importancia tenía esto con la inmensa alegría de hallarla?” Ya se ocuparía de peinarla y hacerle muchos vestidos, con telas muy brillantes y coloridas. Sería la muñeca más linda, despertaría la envidia de las niñas del pueblo, las cuales desearían jugar con ella. Para Mariana, en un instante, todas las otras cosas ocuparon en su mente un lugar secundario. Lo más importante en ese momento era la recuperación de su tesoro, su linda muñeca y que ahora nadie se la podría quitar. Estaba dispuesta a luchar, a defenderla, si había alguien con la idea de separarla de ella. A los tres días, los vecinos alarmados llamaron al padre Nemecio, para informarle que les parecía muy extraño que la joven no hubiese salido de la casa y tenía puertas y ventanas cerradas. El sacerdote solicitó una orden judicial para poder entrar. Adentro todo estaba fuera de sitio. Lo que encontraron los dejó pasmados, boquiabiertos, y una que otra vecina enjugó una lágrima. Mariana, la dócil, la que nunca protestó por nada, los miraba aterrorizada, sentada en el piso de su dormitorio, despeinada y en pijamas; asustada y con los ojos desorbitados abrazando a su muñeca, dispuesta, ahora sí, a defender su tesoro hasta la muerte.

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 6 de agosto de 2016

 

viernes, 29 de septiembre de 2023

RENACER



Cada año, cuando llega la primavera, siento que algo cambia en mí. No solo es el clima, que se vuelve más cálido y agradable, sino también mi ánimo, que se llena de esperanza y alegría. Me gusta ver cómo las flores brotan de la tierra, los pájaros cantan en las ramas, el sol ilumina el cielo. Todo parece renacer, y yo con ello.

Me gusta salir a caminar por la calle, ir a un parque, a respirar el aire fresco, a sentir la brisa en mi rostro, escuchar ladrar los perros de los vecinos, observar a los gatitos que encuentro a mi paso. Encontrarme con otras personas que también disfrutan de la naturaleza, que sonríen y saludan. Pensar que la vida es un ciclo, que todo tiene su momento, que después del invierno viene la primavera. Soñar con nuevas metas, aprender algo nuevo cada día, leer un libro interesante, escuchar una canción que me emocione. Compartir con mis seres queridos, abrazarlos y decirles lo mucho que los quiero. Agradecer por todo lo que tengo, soy y puedo ser.

Cada año, cuando llega la primavera, me siento renovadas, que soy una persona mejor, más feliz, más plena. Que Dios me da una nueva oportunidad de vivir, de crecer, de ser parte de este mundo, que ofrece tantas maravillas con solo mirar alrededor, agradezco ese renacimiento en mí.

Nancy Aguilar Quintero

Miércoles, 27 de septiembre de 2023

jueves, 21 de septiembre de 2023

VENGANZA

La víspera de su cumpleaños número noventa, Cora olvidó las palabras. Pero estas ya se habían olvidado de ella tiempo atrás, cuando dejaron de aparecer en su mente, y una a una se fueron marchando, creando un vacío en su memoria y pensamiento. Las palabras se habían alejado de su mente, dejándola sin recuerdos ni contacto con su entorno. Cora, resentida, juró vengarse y una tarde decidió guardar las pocas que le quedaban en un baúl y ocultarlo en lo más profundo del armario, para que nadie pudiera hallarlas.

Nancy Aguilar Quintero

 

 

sábado, 16 de septiembre de 2023

INGRATA DESPEDIDA

 


Llegó el día tan temido para Amalia. Ya las maletas estaban preparadas y solo era cuestión de horas para la terrible despedida. A las once de la noche se estaría embarcando en el avión que la llevaría tan lejos del lugar donde vivió toda su vida. No había marcha atrás. Era irse con su hija o quedarse sola en aquel caserón familiar donde las vivencias y recuerdos se paseaban de habitación en habitación. Era primavera y hacía un calor sofocante. Se despediría de su casa y de su hermoso jardín con todas las de la ley. Fue a su cuarto y se puso el vestido celeste que tanto le gustaba a su esposo fallecido el año pasado, se maquilló y arregló su cabello cano, y, por último, se colocó el collar de perlas, regalo de boda de su madre. Sintió unas ganas inmensas de tomarse un café. Lo preparó como le gustaba, tinto y sin azúcar, y con taza en mano se dirigió a su jardín. Su viejo gato Sócrates, de reluciente pelaje negro, que dormitaba en el sofá de la sala, se desperezó y arqueando su cuerpo la siguió. Dentro de una hora llegaría su hermana para llevárselo. Le acaricio el lomo con ternura y también se despidió de él.  Sentada en la banca del jardín, contempló alrededor tratando de llevarse en su retina las esplendorosas flores multicolores sembradas allí con tanto esmero por ella. Flores blancas, amarillas, rojas, azules que fueron poblando su jardín a lo largo de los años. Tomó su regadera manual y mientras el agua corría por sus pétalos y hojas, se fue despidiendo de cada una de ellas, hablándoles y pidiéndoles perdón por abandonarlas. Les explicó que no tenía alternativa, pero lo más triste y sobrecogedor fue la despedida de su hermoso y frondoso manzano, sembrado por las manos juveniles de su difunto esposo, el mismo día que nació su primer hijo.

–¡Ahora los dos crecerán a la par!, –fueron las palabras de él al culminar la tarea.

Se veía tan imponente con sus frutos rojos y brillantes. La tarde iba cayendo, el sol se ocultaba y Amalia, ensimismada en su mundo interior, sintió que la noche oscura se instalaba en su corazón.

 

Nancy Aguilar Quintero

MARGINADOS

  La primera vez que lo vi, tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la confusión de su vestimenta unisex, un p...