La primera vez que lo vi,
tuve que mirarlo dos veces para saber si era niño o niña. Era tanta la
confusión de su vestimenta unisex, un pantalón corto azul y una franela de
color indefinido, muy desteñida. Estaba parado al lado de la ventanilla de mi
auto y me miraba con sus inmensos ojos grises, su rostro desaseado, muy sucio y
su cabello corto enmarañado. Esta gran ciudad, donde la riqueza y la pobreza
riñen a diario, se ha convertido en una urbe de indigentes y mendigos. Miré al
niño con cierta lástima, saqué una moneda y la puse muy rápido en su mano con
temor a que me contagiara alguna enfermedad. Apenas escuché un:
—Gracias, señorita.
Después reflexioné y me
dije para mis adentros: ––“¿De qué podría contagiarme?” Porque en verdad no parecía enfermo y su
mirada límpida y profunda me impactó. Si contara esto a mis amistades y
compañeros de trabajo, no lo creerían. Yo, tan mundana, tan ejecutiva, que solo
me importaba lo mío, debo confesar que esa mirada y esa voz me turbaron. Como
pasaba siempre por esa esquina, un día me sinceré conmigo misma. ¡Quería verlo
de nuevo! Muchas veces el sonido de la bocina del auto de atrás me avisaba del
cambio de luz del semáforo. Era como si un impulso, un anhelo que no
comprendía, me decía que lo buscara. Después de varios días, por fin lo vi,
parado al lado de una muchacha, muy joven y tan sucia como él, que cargaba un
bebé de meses en los brazos. Tomé la decisión de hablarles, de preguntarles
cosas, qué razones tenían para estar en esas condiciones y si el niño asistía a
la escuela. Busqué un lugar donde estacionarme y me bajé del auto. Cuando me
acerqué, la muchacha me miró extrañada, con recelo y temor, como quien ve a un
fantasma. Primero le pregunté tonterías tratando de ganar su confianza. Me dijo
que se llamaba Lucia, tenía veinticuatro años y el niño, Abel José, siete. Quedó
embarazada muy joven de un hombre mayor que al comentarle su estado desapareció
y nunca más lo vio. Huérfana desde muy pequeña, fue criada por una tía paterna,
gruñona y un tío abusivo y borracho que la maltrataba. Víctima ella misma de la
tragedia social y moral que afecta a gran parte de la sociedad con menos
recursos, nunca asistió a la escuela y se crio en la calle, donde la
sobrevivencia y buscar un plato de comida es la prioridad fundamental, sin
importar los medios que para ello se requiera. Cuando su tía se enteró de su
embarazo la botó de la casa y desde ese momento su calvario se agudizó aún más.
Después de que Abel José nació, se fue a vivir con una señora que conoció en el
hospital donde dio a luz y le ofreció posada en su casita muy humilde, lejos
del centro de la ciudad. A medida que pasaba el tiempo, se fue convirtiendo en
una indigente, en una pordiosera, pidiéndole dinero a cualquiera. Le miré la
cara y vi sus ojos brillantes. Se sentía avergonzada y a punto de llorar. Le
pregunté por el otro niño, el que tenía en los brazos, y me dijo que no era
suyo, que se lo prestaba una vecina para que se rebuscara y compartiera con
ella lo que conseguía.
—“¡No ve que cuando a una la ven con un bebé casi
siempre le dan algo!” “¡Dios mío!”, pensé: “De cuántas tonterías nos quejamos:
de los zapatos que no podemos comprar, de adquirir el último modelo de móvil y
de tantas cosas sin transcendencia”. ¡Ahora la que tenía un nudo en la garganta
y a punto de llorar era yo! “¿Cómo puede un ser humano vivir así?” Esto no es vida; es una tortura, un castigo
muy grande”. Le di algo de dinero y le prometí ayudarla. Me dijo que siempre
estaba por allí, moviéndose, ya que el policía de la esquina la regañaba y le
decía que no estorbara el paso de los vehículos. Y así, puntual, todos los días
ella me esperaba, casi nos hicimos amigas. En el corto intervalo de cambio de
luz del semáforo, me contó parte de su vida. El sufrimiento que reflejaba su
rostro me destrozaba el alma. Me dijo que le hubiera gustado ser maestra. Antes de llegar, le compraba pan, leche, queso y
alguna que otra chuchería para Abel José. Le insinué de la manera más
diplomática que pude que se aseara un poco ya que era muy bonita y no merecía
estar en esas condiciones. Me dijo que en el ranchito donde vivía no había
agua, que tenían que comprarla a los camiones cisterna y era muy cara. Me
encariñé con Abel José, y hasta lo comenté en el trabajo. Era tanta la
atracción hacia él que mis compañeros de oficina me jugaban bromas y me decían
que tuviera mis propios hijos. Transcurrido un tiempo, una mañana al llegar al
semáforo, no los vi. Los busqué con la mirada y no estaban. «¿Les habrá
ocurrido algo?» —las manos sobre el volante me temblaban al pensar esto. No me
dio tiempo de preguntar, cambió la luz del semáforo y tuve que seguir. Pasé
todo el día nerviosa y malhumorada. Al otro día, lo mismo. No estaban, ya la
situación era preocupante. A los tres días, estacioné el auto más adelante,
donde pude. Me acerqué al policía que dirigía el tráfico y le pregunté por
ellos. Con cara de pocos amigos, me dijo que no sabía dónde estaban, pero
comentó que la policía estuvo haciendo una redada por allí y que los patrulleros
le dijeron que se retirara del semáforo; si no, la pondrían presa y le
quitarían al niño… Ya han transcurrido seis meses desde que no los veo.
Continúo con mi recorrido todos los días por allí y miro a los lados con la
esperanza de encontrarlos. —“¿Qué habrá sido de ellos?” —“¿Dónde estarán?” Y
siento un dolor punzante y una gran angustia en mi corazón. Dios permita que
algún día pueda reencontrarme con ellos de nuevo.
Nancy Aguilar Quintero
Maracaibo, octubre de 2016
Publicado en La Antología Digital El Narratorio N° 8, octubre 2016
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