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martes, 23 de agosto de 2022

LA MARCHA FATAL

 


Cada vez que pienso en esos ojitos tristes, resignados y recuerdo esa carita con un tapaboca, de verdad se me enternece el corazón. Yo, que desde pequeño demostré ser rudo y pendenciero, en el barrio donde nací, en la escuela, doquiera que hubiese una pelea, ahí estaba yo como protagonista, sin importar si el pleito era conmigo o no. Como decía mi abuela:

─¡Este muchacho tiene un carácter aguerrido y fuerte, ya dice lo que va a ser! …–¡Es perfecto para militar!

Y yo internalicé sus consejos, y al cumplir los dieciocho años me presenté como voluntario al ejército. De inmediato, me aceptaron. Tenía la estatura y el perfil requeridos. Tengo apenas el rango de Cabo Segundo, del Ejército de Venezuela, pero en Petare, donde vivo, un barrio con el más alto índice de criminalidad de la capital venezolana, ser militar da cierto prestigio y respeto. Todo cambió para mí el dieciséis de febrero del año dos mil dieciséis. Ese día fue convocada una "gran marcha", una bendita marcha por no decir otra cosa que ofenda más a Dios, donde sacaron a los niños enfermos a la calle a protestar y solicitar al ministro de Salud medicamentos e insumos requeridos para tratar enfermedades como el cáncer. Y es que las marchas se han convertido en una institución en este país. Todos los días hay varias. La gente se está muriendo de mengua y hambre. No hay medicinas, comida, agua, ni electricidad. ¡Todo es un caos! El estado de derecho se fue por la alcantarilla. ¡Esto se lo llevó el carajo! Pero tengo que callarme y no decir nada y tragarme las palabras que se me atoran en la garganta. Claro, trabajo para el Gobierno, y en este momento como están las cosas, si miras mal a un superior o dices cualquier tontería te tildan de traidor. Ese día yo no tendría que estar ahí. A última hora me llamó el Sargento y me ordenó reemplazar a un compañero que se enfermó de dengue. Y allí estaba yo, con mi armamento, deteniendo el paso de la gente. Y de pronto vi a ese niño tan triste y desamparado, sosteniendo con sus manos aquel cartel que le tapaba el pecho, con grandes letras escritas con marcador sobre cartulina o cartón. ¡Yo qué sé! Solo sé qué decía: “¡QUIERO CURARME, PAZ Y SALUD!”. Tendría a lo sumo ocho o nueve años y podría haber sido mi hermanito o mi sobrino. Nuestras miradas se cruzaron y en la de él hubo una interrogante, sin comprender por qué estaba yo de frente a esa muchedumbre, con mi fusil dispuesto a todo. Tenía cáncer. Uno de esos que dan en la sangre con un nombre bien raro que no recuerdo. Salió a marchar con su mamá y su abuela, pensando que las autoridades se ablandarían al verlo tan desprotegido y suplicante. ¡Pero no! - “Este Gobierno de ladrones y corruptos no se enternecen con las necesidades y carencias del pueblo”. A los tres días falleció. Me enteré cuando un compañero me envió un mensaje por WhatsApp. La noticia estaba en todos los periódicos y las redes sociales. Y lo más triste y aterrador para mí fue verme al lado del niño en la foto que divulgaron. Hoy, en el barrio, me miran con cierto recelo y bajan la cabeza para no saludarme. ¡Qué ironía! Tenía que tocarme a mí. Lo único que les falta es que me llamen asesino. ¡Y si supieran…! En lo profundo de mi alma y corazón así me siento. ¡Qué rabia e impotencia tengo! Quisiera gritar y decir a todos que no, que yo no debía estar allí. Que fue un error. Pedir perdón, si es posible. Pero ¿ya para qué? El mal está hecho. Ya nada volverá a ser como antes.

 

Nancy Aguilar Quintero

Ciudad de Panamá, lunes 30 de mayo de 2016

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 12, febrero 2017

 

DESORIENTADA



Eran las ocho de la noche, había comenzado a lloviznar y Carlota apresuró el paso por aquella calle solitaria. La mayoría de las casas estaban derruidas y en escombros, ya que la municipalidad había decidido remodelar varias manzanas porque eran viviendas de muchos años y le daban un aspecto feo y deteriorado a la ciudad. Sentía la piel erizada y un sustico en el estómago al pasar por allí, pero era el único camino viable para llegar a la autopista y tomar el autobús que la conduciría a su hogar.

–“¿Quién me mandaría a mí a ser de inventora y ponerme a estudiar de noche?” –pensó tratando de no mirar a los lados.

Pero ya había cancelado el curso de computación e inglés en un instituto del centro de la ciudad y su propósito era culminarlos para poder ascender en su trabajo. No le quedaba de otra que seguir asistiendo al curso, así fuese un martirio atravesar esa calle todas las noches. Era recepcionista en una entidad bancaria de mucho prestigio y aspiraba a un mejor puesto, de más estatus y beneficios económicos.  Sintió un leve ruido a sus espaldas, como pasos muy tenues, pero persistentes y no se atrevía a voltear, ya que estaba casi paralizada de terror. Alguien la seguía y ella no sabía con qué intenciones. Aquel vecindario se había convertido en un sitio muy inseguro, sobre todo de noche. En un momento supuso que eran ideas suyas, puesto que, al pasar por esa calle, muy solitaria y con la mayoría de las casas deshabitadas, le producía escalofríos. Se encomendó a las ánimas del purgatorio y a su Ángel de la Guarda siguiendo los consejos de su madre cuando le decía que si en algún momento presentía un peligro les rezara, ya que eran muy milagrosos. Vio que una de las casas estaba iluminada, con mucha gente afuera y adentro y sin pensarlo dos veces entró. Era un velorio. Se sentó al lado de una señora en actitud cabizbaja y que en susurros rezaba un rosario. Esperó un buen rato, respirando y tratando de tranquilizarse, ya que su corazón latía como caballo desbocado. Miró su reloj de pulsera y vio que había pasado una hora y algunas personas comenzaron a marcharse caminando hacia la autopista. Se fue junto a ellas, pero ni siquiera miró sus caras, prometiéndose que al día siguiente en la mañana pasaría por esa calle antes de llegar a su trabajo para rezar una oración por el difunto o difunta en agradecimiento que la hubiese librado de quien sabe que percance. Al otro día se levantó más temprano que de costumbre para cumplir con su propósito. Al llegar a la casa, donde la noche anterior se había refugiado, y la consiguió en ruinas.  No vio a nadie y se notaba que estaba desocupada hacía mucho tiempo. Carlota no salía de su asombro.

–“¿Me estaré volviendo loca?, –estoy segura de que esta era la casa”.

Preguntó a un señor que atendía un quiosco cercano donde vendía café, refrescos, chucherías y periódicos. Este la miró desconcertado y con voz queda le respondió:

–“Según cuentan por ahí, en esa casa vivió hace algunos años una señora muy caritativa y generosa. -Cuando murió, mucha gente vino a sus funerales en agradecimiento por haber recibido sus favores”.

Ahora sí Carlota estaba desorientada y confundida, un leve temblor le recorrió su cuerpo, pensando en que acertados y precisos son los consejos de una madre.

 

Nancy Aguilar Quintero

Maracaibo, miércoles 13 de septiembre de 2017

Publicada en Antología Literaria Digital El Narratorio, N° 19

 

lunes, 22 de agosto de 2022

AMANECER LLUVIOSO



Llovía a cántaros. El chaparrón comenzó en la madrugada cuando se escucharon los ruidos ensordecedores sobre las ventanas y el tinglado del patio. El agua corría a raudales por la empedrada calle, lavando el sucio y purificando el aire. Me fascina escuchar como caen las gotas de lluvia del cielo y transformarse el ambiente en liviano y límpido. Sentí a mi madre levantarse e ir a la cocina por un vaso de agua. Luego, el sueño profundo me llevó a lugares lejanos, en el tiempo y el espacio, en el río donde disfrutábamos jugando y haciendo travesuras, mi hermana Lucía y yo. Siempre juntos. Unidos en todo momento. Desde que mi padre desapareció una tarde de enero sin dar explicación, bueno, al menos a nosotros no nos la dieron, éramos casi inseparables. Mamá lloró toda la semana y nuestra abuela Catalina, desde ese día, se le vio más malhumorada que de costumbre. Éramos muy niños, y los problemas, decía mi madre, eran para gente mayor, nosotros solo debíamos obedecer, jugar y estudiar. Mamá, mujer de oficios hogareños, nunca había tenido un trabajo formal, ni estaba preparada, ya que apenas era una adolescente, cuando comenzó su bachillerato, se casó con mi padre de veintitrés años, que proveía todo para el hogar. Pero ahora sola y con dos hijos que mantener, la situación cambió por completo. Mi abuela Catalina, la malhumorada y regañona, le propuso que trabajara con ella en un pequeño restaurante de pescados y mariscos, el cual, bien administrado, daba buenas ganancias. Mi madre aceptó a regañadientes, ya que nunca tuvo habilidades culinarias ni nada por el estilo, pero las circunstancias cambian a las personas, y ahora ella ganaba nuestro sustento trabajando fuera de la casa. A pesar del aguacero que estaba cayendo, mamá se levantó como de costumbre, y después de prepararnos el desayuno, darnos un beso y abrigarse bien, se marchó al trabajo. Ese día no iríamos a clase,

—A lo mejor hasta las suspenden–. Nos dijo al salir.

Que rico quedarse arropaditos en nuestras camas calentitas. Con el arrullo de la lluvia y el frío caímos en sueño profundo. A eso de las diez de la mañana, Lucía me despierta toda atemorizada:

“–Pablo, Pablo, -escucho ruidos en la cocina”. 

Con sigilo me levanté y pegué el oído a la puerta del cuarto. Al principio no escuché nada y pensé que eran imaginaciones de mi hermana. Intenté abrir la puerta cuando sentimos caer un plato y algunos cubiertos. Ahora si estábamos aterrorizados, en nuestras mentes de niños, cualquier historia de espantos y aparecidos tenía cabida y al unísono gritamos y nos abrazamos.  Transcurrió como media hora cuando volvimos a sentir el ruido, pero esta vez aparte del ruido, escuchamos algo más. Mi hermana y yo nos miramos perplejos y esta vez no fueron gritos sino nuestras risas las que se escucharon por toda la casa. Fue Lucía, la más osada, quien abrió la puerta del cuarto, y la vio venir, con su andar principesco, esa mirada altiva y ese arrullador “miau” que nos enamoraba y hacía nuestras vidas tan felices. Qué tontos habíamos sido, nuestra gata Alfonsina, haciendo de las suyas en la cocina, y nosotros haciéndonos historias en nuestras cabezas.

Nancy Aguilar Quintero


martes, 9 de agosto de 2022

LA PLAZA



La noticia corrió como pólvora. Bien lo dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad, al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la plaza frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que llegó un mes de mayo años atrás, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la Guerra Civil, en un país convulsionado, donde el caos reinaba por todas partes. Mozo idealista y soñador, y la tropa en la cual servía como soldado lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel mísero dispensario que ni médico tenía. Allí lo atendió una enfermera, solícita y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las autoridades, era Pozo Viejo y el anciano quien para ese momento tendría unos veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo. Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches heladas a campo abierto, sin poder dormir y con poco abrigo, pensaba:

—¡Dios mío, ¡qué absurda y terrible es la guerra, -cuánto odio entre hermanos!

Cuando ocurrió el accidente de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno, cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era visitar la plaza del pueblo. ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de esparcimiento y descanso al que acudía cada día a las cuatro en punto de la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron al mes. Anselmo, nunca conoció a sus padres y fue educado por las monjitas de la Congregación de la Caridad, en el orfanato de San Jerónimo, en la capital. Residía en una pensión y trabajaba como encargado de una sastrería de prestigio, donde el aburrimiento y fastidio era el plato del día. Ella vivía con su hermano mayor, en una pequeña granja a las afueras del pueblo, allí cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y dicharachero, ella, en cambio, ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con su hermano, pero los problemas nunca faltan porque la granja era muy pequeña para albergar a tantas personas. Anselmo, cuando finalizó la guerra, viajó con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en sus proyectos, que ella llamaba, “locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa, la cual fue remodelada en una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, y la fama era tal, que rebasó los límites, extendiéndose a los pueblos vecinos, cuyos habitantes siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y siempre se mostraba animoso delante de Agripina, haciendo hasta lo imposible por verla feliz, sentía tranquila y regocijada. . Le contaba anécdotas e historias, que ella agradecía con una sonrisa. Fue para esa época que Anselmo decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina. Cuando esta se enteró lloró toda la tarde, pero no comentó nada para no herir más los sentimientos de su esposo. A partir de ese momento algo se rompió en su corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del almuerzo, Anselmo ayudaba a la sobrina de su esposa que la atendía durante el día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media, cuando salía y se dirigía a la plaza del pueblo, llegando un poco antes de las cuatro, ya que el trayecto no era largo y él trataba de caminar despacio para disfrutar del paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de esparcimiento, recreación, diversión y meditación, disfrutando a plenitud cada instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el corretear de los niños, a la pareja de novios que se citaban los jueves, a las cinco de la tarde. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas de la iglesia cercana, llamando a misa, el paso de la señora italiana, dueña de la panadería, que siempre le preguntaba con su español mal pronunciado por la salud de Agripina. En la plaza, Anselmo, se olvidaba de sus problemas. Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora de volver al hogar, porque Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa, se marchaba a las ocho. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba recostada en la cama para comer juntos. Martina se esmeraba en colocar un mantel de lino blanco inmaculado y la vajilla de porcelana china, que les regalaron el día de su boda, en la bandeja donde su tía cenaría. Después rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos. Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más, con amor y dedicación del uno hacia el otro.

Después de los funerales, al volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo sintió una angustia aterradora. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien cuidar. Solitario y triste, comenzó a llorar con desconsuelo, ya que delante de familiares y amigos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no cenó y se fue al dormitorio más temprano.

En los nueve días siguientes a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza, iba al cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas, las cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los funerales, cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se acordó que hacía días no visitaba su lugar de esparcimiento favorito. Se sintió más animado y tranquilo. ¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y se prometió a sí mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría la taberna de su viejo amigo, Faustino, el gallego, quien preparaba unos platos exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que esta cada vez se le tornaba más triste y sombría. Regresaría tarde por la noche solo a dormir.

 A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera delicia. Siempre lo disfrutó mucho. Recordó con ternura que Agripina le decía que no lo tomara de noche, ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando con las personas que conseguía en su trayecto. El almuerzo en la taberna estuvo delicioso. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo, el gallego. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la mañana. El sol de abril brillaba en el ocaso y una brisa suave y fresca le acarició el rostro. Caminó y la recorrió completo, disfrutando el paisaje, grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y se dispuso a dormir un rato. Se encontraba de maravilla. De pronto, entre el sueño y la vigilia, vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su vestido floreado más vistoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella le hablaba, él veía el movimiento de sus labios, pero no la escuchaba. Observó a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la iglesia anunciando la misa. A las siete de la noche, unos niños que jugaban a la pelota, llamaron al vigilante, para decirle que un señor tenía mucho rato dormido en un banco de la plaza.

Nancy Aguilar Quintero

 

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 febrero 2019

 

 

 

 

miércoles, 3 de agosto de 2022

EL HELADERO



Olivia, de ocho años, cabello castaño y ojos muy azules, estaba sentada frente al televisor viendo las comiquitas, cuando escuchó la campana del heladero. Este pasaba puntual todas las tardes a las dos. Como siempre corrió despavorida a la puerta de la casa-hogar, donde residía con otros huérfanos. Y como todos los días, con su semblante triste y compungido, lo vio alejarse hasta cruzar la esquina.

Nancy Aguilar Quintero



 

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