La noticia corrió como
pólvora. Bien lo dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el
pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad,
al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió
a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de
terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la
noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la
plaza frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que llegó un mes de mayo
años atrás, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos
reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la
Guerra Civil, en un país convulsionado, donde el caos reinaba por todas partes.
Mozo idealista y soñador, y la tropa en la cual servía como soldado
lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel
mísero dispensario que ni médico tenía. Allí lo atendió una enfermera, solícita
y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que
tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda
gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las
autoridades, era Pozo Viejo y el anciano quien para ese momento tendría unos
veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército
pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras,
de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo.
Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de
batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches
heladas a campo abierto, sin poder dormir y con poco abrigo, pensaba:
—¡Dios mío, ¡qué absurda y
terrible es la guerra, -cuánto odio entre hermanos!
Cuando ocurrió el accidente
de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno,
cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era
visitar la plaza del pueblo. ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de
esparcimiento y descanso al que acudía cada día a las cuatro en punto de
la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días
posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando
un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el
médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis
meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que
puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos
años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera
del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie
lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron
al mes. Anselmo, nunca conoció a sus padres y fue educado por las monjitas de
la Congregación de la Caridad, en el orfanato de San Jerónimo, en la
capital. Residía en una pensión y trabajaba como encargado de una
sastrería de prestigio, donde el aburrimiento y fastidio era el plato del día.
Ella vivía con su hermano mayor, en una pequeña granja a las afueras del
pueblo, allí cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales
adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su
vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y
dicharachero, ella, en cambio, ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con
su hermano, pero los problemas nunca faltan porque la granja era muy pequeña
para albergar a tantas personas. Anselmo, cuando finalizó la guerra, viajó
con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de
su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña
casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a
trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se
convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en sus proyectos, que ella
llamaba, “locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo
consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos
cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa, la cual fue remodelada en
una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al
lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, y la fama era tal, que
rebasó los límites, extendiéndose a los pueblos vecinos, cuyos habitantes
siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los
dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su
esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para
preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y
siempre se mostraba animoso delante de Agripina, haciendo hasta lo imposible
por verla feliz, sentía tranquila y regocijada. . Le contaba anécdotas e
historias, que ella agradecía con una sonrisa. Fue para esa época que Anselmo
decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de
Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo
verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina.
Cuando esta se enteró lloró toda la tarde, pero no comentó nada para no herir
más los sentimientos de su esposo. A partir de ese momento algo se rompió en su
corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del
almuerzo, Anselmo ayudaba a la sobrina de su esposa que la atendía durante el
día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media, cuando salía y se
dirigía a la plaza del pueblo, llegando un poco antes de las cuatro, ya que el
trayecto no era largo y él trataba de caminar despacio para disfrutar del
paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de
esparcimiento, recreación, diversión y meditación, disfrutando a plenitud cada
instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba
contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el
corretear de los niños, a la pareja de novios que se citaban los jueves, a las
cinco de la tarde. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas
de la iglesia cercana, llamando a misa, el paso de la señora italiana,
dueña de la panadería, que siempre le preguntaba con su español mal pronunciado
por la salud de Agripina. En la plaza, Anselmo, se olvidaba de sus problemas.
Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad
interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba
esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la
iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora
de volver al hogar, porque Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa,
se marchaba a las ocho. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba
recostada en la cama para comer juntos. Martina se esmeraba en colocar un
mantel de lino blanco inmaculado y la vajilla de porcelana china, que les
regalaron el día de su boda, en la bandeja donde su tía cenaría. Después
rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y
ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos.
Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más,
con amor y dedicación del uno hacia el otro.
Después de los funerales, al
volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo sintió una
angustia aterradora. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien
cuidar. Solitario y triste, comenzó a llorar con desconsuelo, ya que delante de
familiares y amigos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo
firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no
cenó y se fue al dormitorio más temprano.
En los nueve días siguientes
a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza, iba al
cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas, las
cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban
amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los
funerales, cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se
acordó que hacía días no visitaba su lugar de esparcimiento favorito. Se sintió
más animado y tranquilo. ¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y
se prometió a sí mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir
en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría
la taberna de su viejo amigo, Faustino, el gallego, quien preparaba unos platos
exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que esta cada vez se
le tornaba más triste y sombría. Regresaría
tarde por la noche solo a dormir.
A la mañana siguiente se
levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera
delicia. Siempre lo disfrutó mucho. Recordó con ternura que Agripina le decía
que no lo tomara de noche, ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando
todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se
sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando
con las personas que conseguía en su trayecto. El almuerzo en la taberna
estuvo delicioso. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí
hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo,
el gallego. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la
mañana. El sol de abril brillaba en el ocaso y una brisa suave y fresca le
acarició el rostro. Caminó y la recorrió completo, disfrutando el paisaje,
grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y
se dispuso a dormir un rato. Se encontraba de maravilla. De pronto, entre el
sueño y la vigilia, vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se
conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su
vestido floreado más vistoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella
le hablaba, él veía el movimiento de sus labios, pero no la escuchaba. Observó
a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la
iglesia anunciando la misa. A las siete de la noche, unos niños que jugaban a
la pelota, llamaron al vigilante, para decirle que un señor tenía mucho rato
dormido en un banco de la plaza.
Nancy
Aguilar Quintero
Nancy Aguilar Quintero
Publicado
en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 febrero 2019