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miércoles, 23 de agosto de 2023

EL SEÑOR DE LOS MANDADOS



Anselmo, cada mañana, daba los buenos días al mal encarado, odioso, cajero de la taquilla número cinco del banco. Y como siempre, el maleducado no le contestaba. Anselmo tendría a lo sumo cincuenta años, pero aparentaba más. Eso aunado quizá a las dos cajetillas diarias de cigarrillo que fumaba, las vicisitudes y desengaños de la vida, aparte del mísero salario que devengaba por ser el “office boy” de la ferretería más grande y surtida de la ciudad. El dueño, don Andrés Sierralta, un tacaño, nunca lo subió de categoría en veinte años que laboraba allí, con un sueldo mínimo que apenas le alcanzaba para las necesidades básicas. Vivía con su madre y tres gatos que eran la adoración de la señora. Cómo soñaba Anselmo ser un destacado ejecutivo, y que lo llamaran “don”, y su madre, que se lo recordaba a diario:

—Eres un tonto, en ese trabajo te exprimen y para qué, allí no le importas a nadie, ni siquiera te respetan.

En esos momentos, desearía retorcerle el cuello, pero se acordaba que era su mamá y debía quererla, tenerle consideración. ¡Quererla! Esa vieja gruñona y antipática, a la cual muy para sus adentros detestaba con toda su alma. Desde niño lo vejaba y maltrataba delante de los vecinos y amigos. Y en la misa lo obligaba a confesarse, porque según decía: “qué de malos pensamientos tendrá este muchachito”. Total, Anselmo era un soñador, pero muy infeliz, que transcurría su vida de aburrimiento, entre la invisibilidad de sus compañeros de trabajo y sus recorridos al banco y algún otro mandado que el dueño requiriera. Sus únicos momentos de felicidad y alegría eran cuando miraba a Martica, la recepcionista de la ferretería, e imaginaba que ella le regresaba la mirada con arrobamiento y le sonreía. Pero no, eso nunca ocurría. Para Martica, y todos los otros empleados, él no existía, solo era “el señor que hace los mandados”. '¡Ni siquiera le decían su nombre! Y Anselmo, escuálido y tristón caminaba todas las mañanas las siete cuadras que lo separaban del banco, porque el tacaño y miserable de don Andrés, ni siquiera le daba para los pasajes en el autobús. En el camino no dejaba de pensar y le rogaba a ese Dios, a quien tanto su madre le rezaba, que le tocara otro cajero, que al menos le contestara los buenos días. Sucedió que el lunes temprano, el encargado de la ferretería le encomendó, hablar con el gerente del banco, ya que al parecer el contador encontró algunas anomalías en la cuenta nómina del personal. Y allá iba Anselmo caminando, más despacio que de costumbre, decaído y triste a cumplir la misión encargada. Llevaba un gran sobre cerrado, para entregar en persona al gerente. Al llegar al banco, se anunció con la recepcionista y esta al ver el sobre y de dónde provenía, le obsequió una encantadora sonrisa y unos buenos días sonoros, como hacía mucho tiempo no escuchaba:

─¿Desea un café, don Anselmo?

Anselmo miró a los lados, y todo desconcertado, pensó: “¿Es a mí a quién se dirige esta encantadora joven?”.

—Don Anselmo, repitió la señorita—¿desea un café?

—Sí, sí, si es su gusto…

Anselmo estaba en una nube, todo confuso y nervioso, cuando de pronto, sale un señor muy bien vestido y elegante, y le da un fuerte apretón de manos, como desde hace tiempo tampoco nadie lo saludaba.

—Pase, pase, don Anselmo; es un placer tenerlo aquí en nuestro banco. –Ya le vamos a solucionar este pequeño inconveniente.

Después de una breve llamada, el señor elegante, que debía ser el presidente o el gerente del banco, le dio otro apretón de manos:

—Ya está todo resuelto, –dígale a don Andrés que ya hemos solucionado, y nos disculpe el inconveniente.

Anselmo esbozó una amplia sonrisa, sintiéndose tan feliz y pleno. Al salir del banco escuchó el canto de los pajarillos y en sus oídos sonaba como una melodía angelical eso de… don Anselmo.

Nancy Aguilar Quintero

miércoles, 16 de agosto de 2023

LUNA ENAMORADA

 




Yo le pregunté a la luna

que si estaba enamorada.

Ella me guiñó los ojos

y se escondió muy turbada.

 

Turbadísima,

y quizás muy apenada,

tardó un instante en salir,

se había lavado la cara.

 

Estaba resplandeciente,

hermosa y tan bien plantada

con su faz muy luminosa

entre rojianaranjada.

 

Sus hermanas las estrellas

la miraban asombradas

de verla tan pizpireta

tan coqueta y tan ufana

que no hizo falta saber

que si estaba

¡Locamente enamorada!

Nancy Aguilar Quintero

 

MARGINADOS

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