LÓBREGA NOCHE
Ni
yo mismo sé lo que pasó en esa carretera aquella noche de tormenta. Todo fue
tan confuso. Llovía a cántaros e iba despacio por lo resbaladizo del asfalto.
Me distraje un momento, al querer cambiar la emisora y solo vi algo borroso a
mi lado. Reduje la velocidad y ahí me di cuenta de las personas que me habían hecho
señas para que me detuviera. Pude divisarlas tenuemente, la torrencial lluvia impedía
la visibilidad. Eran madre e hija. La chica tendría a lo sumo veinticinco años
y a la niña le calculé unos cinco. Estaban emparamadas a la vera del camino—¿Que
estarán haciendo a estas horas aquí, y con este aguacero?, fueron mis primeros pensamientos. Me dijo que la acercara a la estación de
servicio más cercana, que había un motel donde pasaría la noche. Era enfermera,
y su auto se averió varios kilómetros atrás. Caminó, pero sin suerte, nadie de
los que pasaron se detuvieron a auxiliarla, —Que indolentes somos los humanos a
veces. Apenas susurró algunas palabras, la niña nunca habló. En una curva, un
frenazo, el terreno resbaloso, una luz enfrente me cegó por completo. Perdí el
conocimiento y el auto se fue por una cuneta. Nadie cree lo que les cuento, me
creen que enloquecí por el golpe. Nadie cree que desperté en el cementerio, al día
siguiente encima de dos tumbas humildes, rodeada de flores y yerbas silvestres.
Y el epitafio… Madre e hija, fallecidas en otra noche de tormenta cuando su
pequeño auto volcó por la carretera. Cosas del destino. Me tenía que pasar a mí.
#loquepasodespues
Nancy Aguilar Quintero
Santiago de Chile, noviembre de 2018