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sábado, 11 de septiembre de 2021

SIN MIRAR ATRAS

 


 

Al llegar a la frontera, el guardia selló mi pasaporte con cara de pocos amigos. Esquivé su mirada y con maleta en mano crucé rápidamente el trecho que separa los dos países. Huía del hambre, de la inseguridad, de la desesperación de ver a los míos morir de inanición. Volteé hacia atrás y vi mi bandera tricolor ondeando como diciéndome adiós. Con lágrimas en mis ojos pensé que lo había perdido todo… ¡pero no, no podía darme por vencido! Una fuerza venida de mi interior me hizo reaccionar. Sequé mi llanto y con una gran sonrisa caminé hacia un mundo desconocido, ignoto, pero mágico y pleno de oportunidades. Miré al firmamento, di las gracias a Dios por permitirme llegar a esta nueva tierra sano y salvo. Había comenzado a llover, dicen que es augurio de bienvenida. Ahora sí, caminé con la cabeza erguida y la vista fija en el horizonte… ¡Sin mirar atrás!

Nancy Aguilar Quintero

Santiago de Chile, febrero 2019 

lunes, 6 de septiembre de 2021

LA PLAZA

 "Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo"



La noticia corrió como pólvora. Bien lo dice el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”. Dimas, el pordiosero mocho que pedía limosna frente a la plaza, se enteró de la novedad, al ver el alboroto de la gente y sin pensarlo dos veces tomó su muleta, corrió a la iglesia a poner al tanto al cura Olegario Arreaza que acababa de terminar la misa y se disponía a cenar. Era un poco más de las siete de la noche y algo había pasado con el anciano, que visitaba todas las tardes la plaza frente a la iglesia. Se contaba en el pueblo que llegó un mes de mayo años atrás, cuando la primavera estaba en su apogeo y los campos reverdecían con una variedad increíble de flores. Fue en la época de la Guerra Civil, en un país convulsionado, donde el caos reinaba por todas partes. Mozo idealista y soñador, y la tropa en la cual servía como soldado lo dejó malherido, con un golpe en la cabeza, a las puertas de aquel mísero dispensario que ni médico tenía. Allí lo atendió una enfermera, solícita y amable, que a duras penas le prestó los primeros auxilios con lo poco que tenían. Desde el comienzo de la guerra no recibían ninguna ayuda gubernamental. Aquel pueblo perdido en el mapa, inexistente para las autoridades, era Pozo Viejo y el anciano quien ese tiempo tendría unos veintitrés años se llamaba Anselmo Peralta. Se había alistado en el ejército pocos días antes que comenzara la guerra, llevado más por el afán de aventuras, de salir de aquella cotidianidad aburrida y asfixiante, que por patriotismo. Nunca pensó que serían tan terribles los momentos que pasaría en el frente de batalla. Hambre, frío, desprecio de sus superiores. En las noches heladas a campo abierto, sin poder dormir y con poco abrigo, pensaba:

—¡Dios mío, ¡qué absurda y terrible es la guerra, ¡cuánto odio entre hermanos!

Cuando ocurrió el accidente de su esposa, Anselmo, siempre erguido y elegante, se tornó triste, taciturno, cabizbajo y de caminar encorvado. Su único consuelo y momento de sosiego era visitar la plaza del pueblo. ¡Su amada plaza! Así se refería a ese lugar de esparcimiento y descanso al que acudía cada día a las cuatro en punto de la tarde. Los únicos momentos que dejó de visitarla fueron los nueve días posteriores al fallecimiento de Agripina, su esposa. Sucedió que ella limpiando un viejo armario perdió el equilibrio y cayó. —Fractura de fémur; — dijo el médico que la atendió, dolencia de la cual nunca se recuperó. Durante los seis meses que estuvo inválida, Anselmo demostró todo el amor y generosidad que puede tener un ser humano hacia la persona que compartió su vida durante tantos años. Se conocieron desde el primer día que llegó al pueblo. Era la enfermera del dispensario que le vendó las heridas y lo trató con tanto cariño como nadie lo había hecho hasta entonces. Fue amor o atracción a primera vista. Se casaron al mes. Anselmo, nunca conoció a sus padres y fue educado por las monjitas de la Congregación de la Caridad, en el orfanato de San Jerónimo, en la capital. Residía en una pensión y trabajaba como encargado de una sastrería de prestigio, donde el aburrimiento y fastidio era el plato del día. Ella vivía con su hermano mayor, en una pequeña granja a las afueras del pueblo, allí cultivaban hortalizas, crisantemos y violetas con las cuales adornaba el altar de la Virgen de la pequeña iglesia. Los primeros años de su vida de casados fueron de una magia y compenetración total. Él era alegre y dicharachero, ella, en cambio, ordenada y meticulosa. Al principio vivieron con su hermano, pero los problemas nunca faltan porque la granja era muy pequeña para albergar a tantas personas. Anselmo, cuando finalizó la guerra, viajó con su esposa a la capital y con lo poco que le pagaron por la liquidación de su trabajo regresaron al pueblo para establecerse allí. Alquilaron una pequeña casita a varias cuadras de la plaza, donde él con mucho esfuerzo comenzó a trabajar el arte de la sastrería, el cual conocía muy bien. Agripina se convirtió en su inseparable compañera, apoyándolo en sus proyectos, que ella llamaba, “locuras de su marido”. Era su mano derecha y él todo se lo consultaba. Al cabo de un año la sastrería creció tanto que hubo de emplear dos cortadoras y dos modistas. Compraron la pequeña casa, la cual fue remodelada en una hermosa casona de estilo barroco. Y en el solar grande que tenía al lado fue construida la sastrería El Traje Perfecto, y la fama era tal, que rebasó los límites, extendiéndose a los pueblos vecinos, cuyos habitantes siempre salían satisfechos por la calidad de los trajes y el buen trato de los dueños. Cuando ocurrió “la desgracia” como Anselmo llamó a la caída de su esposa, se levantaba muy temprano al despuntar el alba para preparar el café y pan tostado a la enferma. Jamás pronunció una queja y siempre se mostraba animoso delante de Agripina, haciendo hasta lo imposible por verla feliz, sentía tranquila y regocijada. . Le contaba anécdotas e historias, que ella agradecía con una sonrisa. Fue para esa época que Anselmo decidió vender la sastrería. Primero se la dio en consignación a un primo de Faustino, el gallego dueño de la taberna, que se enamoró de ella con solo verla. Después se la vendió para dedicarse por completo al cuidado de Agripina. Cuando esta se enteró lloró toda la tarde, pero no comentó nada para no herir más los sentimientos de su esposo. A partir de ese momento algo se rompió en su corazón. La vida les cambió por completo. Ahora por las tardes, después del almuerzo, Anselmo ayudaba a la sobrina de su esposa que la atendía durante el día. Luego hacía una corta siesta hasta las tres y media, cuando salía y se dirigía a la plaza del pueblo, llegando un poco antes de las cuatro, ya que el trayecto no era largo y él trataba de caminar despacio para disfrutar del paseo. Permanecía allí hasta las siete de la noche. Eran tres horas de esparcimiento, recreación, diversión y meditación, disfrutando a plenitud cada instante de las cosas sencillas que la vida le brindaba. Se extasiaba contemplando los árboles frondosos, las flores, el trinar de los pájaros, el corretear de los niños, a la pareja de novios que se citaban los jueves, a las cinco de la tarde. Escuchaba con verdadero deleite el repique de las campanas de la iglesia cercana, llamando a misa, el paso de la señora italiana, dueña de la panadería, que siempre le preguntaba con su español mal pronunciado por la salud de Agripina. En la plaza, Anselmo, se olvidaba de sus problemas. Algo irreal se apoderaba de su alma, haciéndole sentir una paz y felicidad interior perfecta. Si de él dependiera se quedaría más tiempo allí. No cambiaba esos momentos mágicos por nada en del mundo. La salida de las personas de la iglesia, la señora italiana cuando regresaba a su casa le indicaba que era hora de volver al hogar, porque Martina, que así se llamaba la sobrina de su esposa, se marchaba a las ocho. La cena siempre estaba servida y Agripina lo esperaba recostada en la cama para comer juntos. Martina se esmeraba en colocar un mantel de lino blanco inmaculado y la vajilla de porcelana china, que les regalaron el día de su boda, en la bandeja donde su tía cenaría. Después rezaban juntos una oración y Anselmo se daba a la tarea de cerrar puertas y ventanas de la amplia y señorial casona donde vivían. No habían tenido hijos. Quizás fue la falta de ellos lo que propició que la pareja se compenetrara más, con amor y dedicación del uno hacia el otro.

Después de los funerales, al volver a la amplia casona, por primera vez en muchos años, Anselmo sintió una angustia aterradora. Martina no lo acompañaría más, ya no había nadie a quien cuidar. Solitario y triste, comenzó a llorar con desconsuelo, ya que delante de familiares y amigos demostró un comportamiento digno de un rey. Se mantuvo firme y erguido, con la cabeza en alto al recibir las condolencias. Ese día no cenó y se fue al dormitorio más temprano.

En los nueve días siguientes a la muerte de Agripina, por las tardes, en vez de ir a la plaza, iba al cementerio. Le llevaba crisantemos y violetas, sus flores preferidas, las cuales buscaba en la granja de su cuñado. Al regresar a su casa ya lo esperaban amigos y vecinos para rezar el novenario. Al décimo día después de los funerales, cuando preparaba la cena, en la amplia cocina de la vieja casona, se acordó que hacía días no visitaba su lugar de esparcimiento favorito. Se sintió más animado y tranquilo. ¡La plaza! Qué gratos recuerdos venían a su memoria. Y se prometió a sí mismo que iría al siguiente día. Pensó incluso que podría ir en las mañanas y en las tardes. No tendría que almorzar en la casa. Visitaría la taberna de su viejo amigo, Faustino, el gallego, quien preparaba unos platos exquisitos. Estaría todo el día fuera de la casa, ya que esta cada vez se le tornaba más triste y sombría. Regresaría tarde por la noche solo a dormir.

 A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre. Preparó café y lo bebió con verdadera delicia. Siempre lo disfrutó mucho. Recordó con ternura que Agripina le decía que no lo tomara de noche, ya que le producía insomnio. Llegó a la plaza cuando todavía era muy temprano. Compró el periódico en el quiosco de la esquina. Se sentía libre, casi feliz. Pasó todo el día caminando, saludando y conversando con las personas que conseguía en su trayecto. El almuerzo en la taberna estuvo delicioso. Filete de mero al ajillo con papas al vapor. Se quedó allí hasta la tarde conversando y sorbiendo un sabroso café, cortesía de su amigo, el gallego. Al volver a la plaza la encontró mucho más radiante que en la mañana. El sol de abril brillaba en el ocaso y una brisa suave y fresca le acarició el rostro. Caminó y la recorrió completo, disfrutando el paisaje, grabando en su memoria cada detalle. Se sentó en una banca, entornó los ojos y se dispuso a dormir un rato. Se encontraba de maravilla. De pronto, entre el sueño y la vigilia, vio a Agripina. Estaba hermosa y jovial como cuando se conocieron aquel día lejano en el dispensario del pueblo. Tenía puesto su vestido floreado más vistoso, el que se ponía para ocasiones especiales. Ella le hablaba, él veía el movimiento de sus labios, pero no la escuchaba. Observó a algunos niños cerca, oía sus voces, sus risas. Sonaron las campanas de la iglesia anunciando la misa. A las siete de la noche, unos niños que jugaban a la pelota, llamaron al vigilante, para decirle que un señor tenía mucho rato dormido en un banco de la plaza.

Nancy Aguilar Quintero

Publicado en EL NARRATORIO, ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL N° 36 febrero 2019

 

 

 

 

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